sábado, 21 de julio de 2018

No puedo olvidar tu rostro.- Mary Higgins Clark (1927)


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Martes, 31 de octubre
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«-Doctor Smith, su testimonio es la razón por la que Skip Reardon se encuentra en la cárcel. Usted dijo que estaba loco de celos y que su hija le tenía miedo. Él jura que jamás amenazó a Suzanne.
 -Miente. –Su voz era monótona, inexpresiva-. Estaba verdaderamente celoso. Como usted ha dicho, era mi única hija. Yo la adoraba. Había prosperado lo suficiente como para darle la clase de cosas que no había podido ofrecerle cuando era pequeña. De vez en cuando, tenía la satisfacción de regalarle joyas y, aún así, cuando hablé con él, Reardon se negó a creer que se las hubiera regalado yo y siguió acusándola de tener relaciones con otros hombres.
 “¿Será verdad?”, se preguntó Kerry.
 -Pero si Suzanne temía por su vida, ¿por qué siguió viviendo con Skip Reardon?
 El sol de la mañana entraba a raudales en la habitación y relucía sobre las gafas del doctor Smith de tal modo que Kerry no podía verle los ojos. ¿”Serían tan inexpresivos como su voz?”, se preguntó.
 -Porque a diferencia de su madre, mi ex mujer, Suzanne tenía un profundo sentido del deber con respecto al matrimonio –respondió tras una pausa-. El gran error de su vida fue enamorarse de Reardon. Y un error todavía más grande fue no tomarse en serio sus amenazas.
 Kerry comprendió que por ese camino no iba a ninguna parte. Había llegado el momento de hacerle la pregunta que tanto tiempo llevaba preocupándole, aunque podía tener unas consecuencias que no estaba muy segura de ser capaz de afrontar.
 -Doctor Smith, ¿sometió a su hija a alguna clase de tratamiento quirúrgico?
 Enseguida se dio cuenta de que la pregunta le había indignado.
 -Señora McGrath, da la casualidad de que pertenezco a un colegio médico cuyos miembros jamás, excepto en un caso de verdadera urgencia, tratarían a un familiar. Por lo demás, su pregunta resulta insultante. Suzanne era bella por naturaleza.
 -Mediante su tratamiento, usted ha conseguido que al menos dos mujeres guarden un parecido extraordinario con ella. ¿Por qué?
 El doctor Smith miró su reloj.
 -Le responderé a esta pregunta y luego tendrá que perdonarme, señora McGrath. No sé qué conocimientos tendrá usted de cirugía plástica, pero le diré que hace cincuenta años, si tenemos en cuenta el nivel al que se ha llegado actualmente, era bastante rudimentaria. Las personas que sufrían trastornos en las fosas nasales por culpa del trabajo no tenían solución para su problema. El tratamiento de corrección para las víctimas nacidas con deformaciones tales como el labio leporino era con frecuencia una labor bastante tosca. Ahora, en cambio, los medios que tenemos a nuestra disposición son muy avanzados, y los resultados sumamente satisfactorios. Hemos aprendido mucho. La cirugía estética ha dejado de ser algo exclusivo de los ricos y famosos. Todo el mundo puede servirse de ella, tanto si es una necesidad como si es un simple capricho.
 Se quitó las gafas y se frotó la frente como si tuviera dolor de cabeza.
 -Algunos padres nos traen a sus hijos adolescentes, tanto muchachos como muchachas, a causa de algún defecto físico que les hace sentirse tan cohibidos que acaban por ser incapaces de hacer nada. Ayer operé a un muchacho de quince años con unas orejas tan grandes que eran lo único que las personas veían cuando le miraban. Cuando le quitamos las vendas, los demás rasgos de su cara, que son muy agradables pero que hasta el momento han pasado inadvertidos por el bochornoso problema que le he comentado, serán lo que los demás vean cuando miren al chico. Opero a mujeres que fueron hermosas en su juventud y que ahora se miran en el espejo y ven que tienen arrugas y bolsas bajo los ojos. Levanto y sujeto la frente en el nacimiento del pelo, estiro la piel y la recojo detrás de las orejas. No sólo les quito veinte años de encima, sino que además transformo en confianza la poca estima que se tienen.-Levantó la voz-. Podría enseñarle fotografías de personas accidentadas antes y después de que yo las tratara. Me ha preguntado por qué algunas de mis pacientes se parecen a mi hija. Se lo diré. Durante estos diez últimos años, varias mujeres infelices y sin ningún atractivo han venido a esta consulta y yo he podido darles la belleza que buscaban.
 Kerry sabía que iba a decirle que ya era hora de que se fuera. Apresuradamente le preguntó:
 -Entonces, ¿por qué hace unos años dijo a una posible paciente, Susan Grant, que en ocasiones se abusa de la belleza y que el resultado de dicho comportamiento son los celos y la violencia? ¿Se refería usted a Suzanne? ¿No existe la posibilidad de que Skip Reardon tuviera razones para sentirse celoso? Tal vez sea cierto que usted comprase a su hija todas esas joyas y que Skip no le creyera, pero él jura que no fue él quien le envió a Suzanne las rosas que recibió el día de su muerte.
 El doctor Smith se levantó.
 -Señora McGrath, creo que como abogada debería saber que los asesinos se declaran inocentes casi sin excepción. La conversación ha terminado.
 A Kerry no le quedó más remedio que seguirle hasta la puerta. Antes de llegar, se fijó en que estaba apretando fuertemente la mano izquierda contra el costado. ¿Le estaba temblando? Sí, en efecto.»
 
  [El texto pertenece a la edición en español de Círculo de Lectores, 1996, en traducción de Daniel Aguirre Oteiza. ISBN: 84-226-5864-X]

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