viernes, 13 de julio de 2018

Billy Bathgate.- Edgar L. Doctorow (1931-2015)


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«El almacén de Park Avenue era uno de los varios que mantenía la banda de Schultz para almacenar la cerveza que traían en camiones de Unión City New Jersey y otros lugares del oeste. Cuando llegaba un camión, ni siquiera tenía que tocar la bocina, pues las puertas del almacén se abrían para recibirlo como si estuvieran dotadas de inteligencia. Los camiones eran de la Gran Guerra y conservaban el color caqui del ejército, con el capó en bisel, ruedas traseras dobles y una tracción a cadena que sonaba a huesos desenterrados. La plataforma tenía por los lados estacas a las que iban sujetos listones de fabricación casera, y lo cubrían todo lonas embreadas fuertemente sujetas que garantizaban la carga con una discreción inusual e incluso elegante, como si nadie sospechase de qué se trataba. Pero cuando un camión aparecía por la esquina, la calle entera apestaba a cerveza; olían como los elefantes del zoo del Bronx. Y los hombres que se apeaban de la cabina no eran camioneros corrientes, con gorras de paño y chaquetones, sino tipos de abrigo y sombrero que encendían sus cigarrillos formando copa con las manos mientras el personal del interior metía marcha atrás los camiones en las oscuras profundidades de las que tratábamos desesperadamente de ver algo y que me hacían pensar en oficiales que volvían de patrullar por la tierra de nadie. Era aquella sensación de aprovisionamiento de un poder fuera de la ley, aquella autosuficiencia militar, lo que resultaba tan emocionante para los muchachos. Rondábamos por allí como un rebaño de sucias palomas mensajeras, entre arrullos, cloqueos y revoloteos, desde el mismo momento en que oíamos el rechinar de las cadenas y veíamos el morro tan chungo del Mack asomar por la esquina.
 Por supuesto, aquél era sólo uno de los depósitos clandestinos de cerveza del señor Schultz y no sabíamos cuántos tenía, aunque sí que eran muchos, y la verdad era que ninguno de nosotros lo había visto nunca, aunque no perdiésemos la esperanza, y entretanto constituía un honor saber que nuestro barrio era lo bastante bueno para albergar uno de sus locales, nos enorgullecía disfrutar de su confianza, y en nuestros raros momentos sentimentales, cuando no estábamos tomándonos el pelo unos a otros por nuestras pretensiones, pensábamos que formábamos parte de algo noble y ocupábamos una posición superior con respecto a los chicos de barrios vulgares, que no podían jactarse de tener un almacén de cerveza ni la rica cultura que traía consigo en forma de hombres de mirada amenazadora y que necesitaban un afeitado, y un cuartel de policía cuyo honor no parecía residir nunca en ayudar al barrio a respirar un poco.
 Particular interés tuvo para mí que el señor Schultz mantuviese aquel negocio con todos sus arreos de la época de la prohibición, incluso después de haberse abolido la Ley Seca. Pensé que eso quería decir que la cerveza era, como el oro, peligrosa de manejar por naturaleza, por muy legal en que se hubiera convertido, o que la gente compraría otra mejor que la suya si no seguía asustándolos, lo que quería decir, qué emocionante, que en la mente del señor Schultz su empresa era un reino independiente, con leyes propias, no las de la sociedad, y que le tenía sin cuidado que fuese legal o ilegal; él seguiría haciendo las cosas como creía que había que hacerlas y ¡ay! del que se interpusiera en su camino.
 De modo que ya veis en cuerpo y alma lo que éramos en aquel momento de la historia del Bronx y nunca hubierais sabido por aquellos chicos flacos y sucios, de narices con costras y dientes verdosos, que hubiera cosas tales como escuela, libros y toda una civilización de adultos que iba palideciendo hasta entrar en la irrealidad bajo la brillante luz de la Depresión. Y mucho menos por mí. Después, un día de julio, recuerdo que era especialmente húmedo y tan caliente que las hierbas que crecían a lo largo de la cerca del tren apuntaban hacia el suelo y olas de calor visibles se alzaban de los adoquines, los chicos estaban sentados en una fila indolente a lo largo de la pared del almacén y yo de pie al otro lado de la estrecha calle, entre yerbajos y piedras, observando los camiones mientras hacía una demostración de mi último éxito, los malabares con una serie de objetos de peso desigual, maniobra galilea en la que intervenían dos pelotas de goma, una naranja navel, un huevo y una piedra negra, y en la que el arte consiste en conseguir no obstante una continuidad, manteniendo el apogeo a base de una especie de ritmo de lanzamientos compensatorios, y se trata de un truco de tan consumada disciplina que cuanto mejor lo haces más fácil y menos importante les parece a los no iniciados, de modo que yo sabía que era no sólo el malabarista sino el único que apreciaba lo que el malabarista estaba haciendo, y al cabo de un rato me olvidé de aquellos mequetrefes y me quedé mirando al cielo gris y sofocante mientras el surtido de objetos se alzaba y caía dentro de mi línea de visión como un sistema planetario girando en sus órbitas. Estaba también haciendo malabares con mi propio yo, en una especie de hazaña espiritual a juego, ejecutante y ejecutado, y así, en trance, no prestaba atención al resto del mundo, por ejemplo al cupé LaSalle que apareció por la esquina de la calle 177 y Park Avenue, se pegó al bordillo frente a una boca de incendios y allí se detuvo con el motor en marcha, ni al Buick Roadmaster con tres hombres que llegó a continuación, pasó frente a las puertas del almacén y paró en la esquina de la calle 178, ni finalmente del gran Packard que asomó por la esquina y fue a parar directamente enfrente del almacén, de modo que, de haber estado mirando, me hubiesen tapado la visión de los chicos que ahora iban levantándose poco a poco y sacudiéndose la trasera de los pantalones, mientras salía un hombre de la portezuela de la derecha y, desde el exterior, abría la puerta trasera izquierda, de la que surgió con un traje cruzado de lino blanco un tanto arrugado, la chaqueta mal abotonada, la corbata floja y en la mano un gran pañuelo con el que se enjugaba la cara el que había sido un chico conocido en el barrio por Arthur Flegenheimer, el hombre a quien el mundo conocía como Dutch Schultz.
 Por supuesto, miento al decir que no vi lo que pasó porque lo vi todo, al estar dotado de una extraordinaria visión periférica; pero hice como que no sabía que él estaba allí, de codos en el techo del coche y observando con una sonrisa a un chico que hacía juegos malabares con la boca entreabierta y los ojos alzados al cielo como un angelito adorando a su Señor.»
 
 [El fragmento pertenece a la edición en español de Círculo de Lectores, 1990, en traducción de César Armando Gómez. ISBN: 84-226-3479-1.]
 

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