sábado, 7 de julio de 2018

Las mujeres que hay en mí.- María de la Pau Janer (1966)


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Sofía
III

«Hay casas llenas de historias. Historias que tendrían muchas letras si se pudieran escribir, que ocuparían miles de hojas. A veces, los amigos de la facultad me invitan a su casa. Los pisos en donde viven me dan la impresión de un papel en blanco. Son cómodos y tranquilos: las habitaciones recién construidas se alinean en un pasillo. Está el recibidor, los dormitorios, la sala del comedor. Todo calculado, mesurable y previsible. No hay ventanas que se abran de par en par con el viento, ni puertas que golpeen. En verano, un aparato de aire acondicionado regula la temperatura. En invierno, la calefacción vuelve acogedores los distintos espacios. En estos lugares en los que nunca se producen sorpresas, me acuerdo de la Casa de Albarca. Evoco sus escondrijos, los sitios secretos en donde me escondía cuando era una cría, las escaleras que se multiplican, las salas que tienen los techos altos, las paredes gruesas. Entonces me siento afortunada de vivir ahí y no me cambiaría por nadie. Comprendo que he tenido la suerte de nacer en una casa que tiene muchas historias. ¿Cuánta gente ha vivido en ella antes que nosotros? ¿Con qué otros fantasmas, quizá olvidados para todo el mundo, debían de encontrarse los fantasmas de mis madres? ¿Cuántas emociones se han sentido, cuántas conversaciones han dejado un rastro? Cuando alguien muere, jamás se va del todo. Lo aprendí observando los retratos. Se trata de una huida aparente que puede ser definitiva si no queda nadie en la tierra que quiera recordarte. Mis madres tienen personas que piensan en ellas a menudo. Mejor dicho: tienen personas que han aceptado convivir con ellas. Al menos esto es lo que decidimos mi abuelo y yo, aunque no nos lo hayamos dicho, porque nos avergüenza un poco reconocerlo.
 Sofía y Elisa nos contemplan desde la altivez de sus veinte años. Para nosotros pasan los días, ruedan las primaveras de invierno y las primaveras de verano, el abuelo envejece, yo me convierto en una mujer adulta que va a la universidad, ellas nos contemplan sin inmutarse. Sofía, con su sonrisa de pan tierno; Elisa, con unos ojos que ocultan el secreto de su muerte. De esto tampoco hablaremos. Hay sentimientos que se guardan en un recodo de la casa, que llega a tener tantos que incluso perdemos la cuenta, y ya no sabemos en qué agujero de la pared escondimos el primer diente de leche, ni en qué baúl ocultamos el secreto de una muerte. Poco a poco nos vamos haciendo a medida de la casa. Nos adaptamos a cada rincón, tomamos la forma de los techos, reconocemos el dibujo de las baldosas y el trazado geométrico de las alfombras.
 Esta casa ha sido siempre mi refugio. Las salas me hablan de los días perdidos, cuando yo aún no estaba. La cocina me trae los olores de las confituras que preparaba la abuela Sofía, aunque nunca haya tenido la oportunidad de probarlas. Las terrazas continúan repletas de enredaderas que sacan flor, cuando llega el buen tiempo. Todo parece quieto y, a la vez, han latido muchas vidas. La habitación donde me escondía de pequeña, cuando no me había portado bien y me castigaban a ir a la cama sin cenar, hoy es el escondrijo en donde reposan los cuadros. Me gusta que estén ahí. Antes siempre los veía de paso. Eran dos presencias constantes, alrededor de las que se movía la vida entre aquellas paredes, pero no me resultaban próximas. Me acuerdo de que, cuando jugaba a correr entre los muebles, las criadas las señalaban con un dedo y yo recuperaba la compostura enseguida, temerosa de algún castigo secreto que pudiera venir de las mujeres de los retratos. Era suficiente con un movimiento de brazo que subrayara su presencia para que me encogiera como un ratón y volviera a ser una niña buena. Desde que duermo a su lado, me he podido reconciliar. La relación está hecha de una mezcla de sentimientos: por una parte el respeto y el temor que se juntan, por otra, la fascinación que siempre me han inspirado convertida en algo más próximo. Las visitas del abuelo los domingos han ayudado a ello. Cuando las contempla con mirada cómplice, me siento cómplice yo también. Primero de él, de este hombre que oculta la añoranza como si fuera algo malo de lo que tuviera que avergonzarse; después de ellas, que lo observan sin poder hacer nada.
 A veces, el abuelo eleva el pensamiento y permite que las palabras salgan de sus labios. Yo las recibo como si fueran un vino sabroso, cálido, que me repone a medida que voy bebiendo. Entonces habla de Sofía, la novia impaciente, la mujer que le abrazaba, risueña, entre las sábanas. También forma de palabras sus recuerdos de Elisa, mi madre, y se refiere a su carácter independiente, decidido. Nunca dice que estén muertas, a pesar de que los verbos que utiliza para evocarlas se conjuguen siempre en pasado. Algún día he conseguido romper el silencio y hacerle preguntas:
 -Abuelo, ¿te gusta recordarlas?
 -Dicen que no es bueno vivir de recuerdos. Pensar demasiado en los que ya no están. Pero, hija, yo debo estar hecho de otra pasta. A mí, me alimentan los recuerdos.
 -¿A qué te refieres?
 -Las quise mucho. Ésta es la verdad. Una verdad bien sencilla, si te fijas. A veces, me costaba comprenderlas. No entendía alguna salida de tono de su carácter o cómo reaccionaban ante determinada circunstancia. No las entendía, pero las quería.
 -Se puede querer a una persona que nos sorprende. Siempre hay aspectos que no acabamos de conocer de aquellos que viven cerca.
 -Claro. Incluso llegué  a entender que las quería también por sus misterios. Pequeños misterios que las volvían más atractivas. No sé cómo decírtelo: lo que podemos predecir no nos emociona de la misma forma.
 -La pobre abuela Margarita es absolutamente previsible.
 -No hables de ella en ese tono. Déjala. No lo merece. Además, ser previsible no es un defecto. Las personas con como son. Qué le vamos a hacer.
 -Discúlpame. No quería burlarme. Sabes que la aprecio de veras, pero háblame de ellas.
 -Te he dicho que las amaba. Cuando se fueron no sabía qué hacer. Primero una, años más tarde la otra. Yo reaccioné siempre igual.
 -¿Cómo?
 -Sin rasgarme las vestiduras ni hacer ruido. La mía era una tristeza callada, de las que duran mucho tiempo.
 -Aún te dura.
 -Siempre. ¿No lo entiendes? El amor que me inspiraron permanece dentro de mí, idéntico. ¿Qué debo hacer con él? Creo que aprendí a guardarlo. Han pasado los años, he tenido que sobrevivir. Continuar viviendo me pareció un ejercicio de inteligencia, pero no era incompatible con la añoranza.»
 
[El fragmento pertenece a la edición en español de Círculo de Lectores, 2003. ISBN: 84-226-9967-2.]
 

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