sábado, 28 de julio de 2018

El dios de las pequeñas cosas.- Arundhati Roy (1961)


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13.-El optimista y el pesimista

«En cuanto a Chacko, era la primera amiga del sexo femenino que había tenido. No sólo la primera mujer con la que se había acostado, sino su primera compañera real. Lo que más le gustaba de ella era su autosuficiencia. Tal vez no fuera una autosuficiencia extraordinaria comparada con  la media de las mujeres inglesas, pero para Chacko resultaba asombrosa.
 Le gustaba que Margaret Kochamma no se aferrara a él. Que no estuviera segura de sus sentimientos hacia él. Que no supiera hasta el último día si se casaría con él. Le encantaba ver cómo se sentaba desnuda en la cama, con su larga espalda blanca girada hacia un lado, miraba el reloj y decía, con su habitual sentido práctico: “¡Uy, tengo que irme!” Le encantaba cómo se balanceaba en su bicicleta todas las mañanas rumbo al trabajo. Fomentaba las diferencias de opinión que tenían y disfrutaba en su fuero interno con los ocasionales estallidos de exasperación de Margaret a causa de sus descuidos y su dejadez.
 Le estaba agradecido porque no quería cuidarle. Porque no se ofrecía a ordenarle el cuarto. Por no ser su empalagosa madre. Llegó a depender de ella porque ella no dependía de él. La adoraba por no adorarlo.
 De su familia, Margaret Kochamma sabía muy poco. Rara vez hablaba de ellos.
 Lo cierto es que, en aquellos años de Oxford, Chacko pensó en ellos pocas veces. En su vida estaban ocurriendo demasiadas cosas y Ayemenem le parecía algo muy lejano. El río, demasiado pequeño. Los peces, demasiado escasos.
 No tenía razones de peso para estar en contacto con sus padres. La beca Rhodes era generosa.No necesitaba dinero. Estaba muy enamorado del amor que sentía por Margaret Kochamma y en su corazón no había espacio para nadie más.
 Mammachi le enviaba a menudo cartas con descripciones detalladas de sus sórdidas peleas matrimoniales y en las que le exponía su preocupación por el futuro de Ammu. Casi nunca leía ninguna hasta el final. A veces, ni siquiera se molestaba en abrirlas. Y nunca contestaba.
 Incluso en aquella ocasión en que volvió (cuando evitó que Pappachi le pegara a Mammachi con el florero de latón y la mecedora fue hecha trizas a la luz de la luna), apenas se dio cuenta de lo herido que se había sentido su padre, o de la redoblada adoración que provocaba en su madre, o de la súbita belleza de su hermana pequeña. Llegó y se marchó como si estuviera en trance, deseando desde el instante de su llegada regresar a la chica blanca de larga espalda que le estaba esperando.
 El invierno después de dejar Balliol (sacó malas notas en los exámenes), Margaret Kochamma y Chacko se casaron. Sin el consentimiento de la familia de la novia. Sin que lo supiera la del novio.
 Decidieron vivir en el apartamento de Margaret Kochamma (lo que obligó a marcharse a la Otra camarera del Otro café) hasta que él encontrara empleo.
 El momento que eligieron para casarse no podía haber sido peor.
 Junto con las tensiones de vivir juntos llegó la penuria. Se había acabado la beca y tenían que pagar la renta completa del apartamento.
 El abandono del remo trajo la aparición de una súbita y prematura barriga, propia de un hombre de mediana edad. Chacko se convirtió en un Hombre Gordo, con un cuerpo que correspondía a su risa.
  Tras un año de matrimonio, la indolencia estudiantil de Chacko perdió todo su encanto a los ojos de Margaret Kochamma. Ya no le parecía divertido que, al volver del trabajo, el apartamento siguiera en el mismo desorden mugriento en que lo dejó. Que a su marido no se le ocurriera nunca algo tan sencillo como hacer la cama, o lavar la ropa, o fregar los platos. Que no se disculpara por las quemaduras de cigarrillo en el sofá nuevo. Que pareciera incapaz de abotonarse la camisa, hacerse el nudo de la corbata y anudarse los zapatos incluso cuando iba a una entrevista a pedir trabajo. Al cabo de un año estaba dispuesta a cambiar la rana de la mesa de disección por algunas concesiones pequeñas de índole práctica. Como un empleo para su marido o una casa limpia.
 Por fin, Chacko consiguió un trabajo temporal y mal pagado en el Departamento de Ventas al Extranjero de la Compañía de Té de la India. Con la esperanza de que fuera un punto de arranque que lo llevase a otras cosas mejores, Chacko y Margaret se trasladaron  a Londres. A un apartamento aún menor y más deprimente. Los padres de Margaret Kochamma no quisieron saber nada de ella.
 Acababa de enterarse de que estaba embarazada cuando conoció a Joe. Había sido compañero de colegio de su hermano. Cuando se conocieron, Margaret Kochamma estaba en su momento de mayor atractivo físico. El embarazo había dado color a sus mejillas y brillo a su pelo oscuro y espeso. A pesar de los problemas matrimoniales, tenía ese aire de euforia secreta y de encontrarse a gusto con su propio cuerpo que suelen tener las mujeres embarazadas.
 Joe era biólogo. Estaba actualizando la tercera edición de un diccionario de biología para una pequeña editorial. Era todo lo que Chacko no era.
 Sensato. Solvente. Delgado.
 Margaret Kochamma se sintió tan atraída por él como una planta que está en una habitación oscura por un rayo de luz.
 Cuando a Chacko se le terminó su trabajo temporal y no logró encontrar otro empleo, escribió a Mammachi contándole que se había casado y pidiéndole dinero. Mammachi quedó destrozada, pero empeñó parte de sus joyas en secreto y se las arregló para mandarle dinero a Inglaterra. No fue suficiente. Le mandara lo que le mandara, nunca era suficiente.
 Para cuando nació Sophie Mol, Margaret Kochamma ya estaba convencida de que, por su bien y el de su hija, tenía que dejar a Chacko. Así que le pidió el divorcio.
 Chacko regresó a la India, donde encontró trabajo con suma facilidad. Durante unos años fue profesor en la Universidad Cristiana de Madrás y, tras la muerte de Pappachi, regresó a Ayemenem con la máquina Bharat de embotellado al vacío, el remo de Balliol y el corazón roto.
 Mammachi, encantada, le dio la bienvenida a su vida. Se ocupaba de sus comidas, de que su ropa estuviera cosida y de que todos los días hubiera flores frescas en su cuarto. Chacko necesitaba la adoración de su madre. Es más, la exigía, aunque la despreciara y hasta la castigara por ello de forma secreta. Empezó a fomentar la corpulencia y dilapidación física general de su cuerpo. Llevaba baratas camisetas estampadas de terylene sobre el mundu blanco y las sandalias de plástico más horribles que se pudieran encontrar en el mercado. Si Mammachi tenía invitados o parientes o algún viejo amigo de Delhi estaba de visita, Chacko aparecía cuando la mesa para la cena estaba maravillosamente puesta –adornada con exquisitos arreglos florales y con la mejor porcelana- y se ponía a hurgarse alguna costra seca o a escarbarse las callosidades negras y oblongas que tenía en los codos.»
 
[El fragmento pertenece a la edición en español de Editorial Anagrama, 2006, en traducción de Cecilia Ceriani y Txaro Santoro. ISBN: 84-339-0862-6.]
 

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