martes, 24 de julio de 2018

El ecologista escéptico.- Bjorn Lomborg (1965)


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Parte sexta: El estado real del mundo
25.-Complicaciones o progreso
El estado real del planeta
 
«La Letanía de Gore sobre “una civilización que no funciona” y la pérdida de una “experiencia directa con la vida real” reflejan tanto una idealización de nuestro pasado como una abismal arrogancia hacia los países en desarrollo.
 El hecho es, tal como ya hemos visto, que esta civilización ha logrado, en los últimos cuatrocientos años, un progreso fantástico y continuado. Durante la mayor parte de los dos millones de años que llevamos en este planeta, nuestra esperanza de vida ha estado entre 20 y 30 años. En este último siglo, esa esperanza de vida casi se ha duplicado, alcanzando los 67 años.
 Los bebés ya no mueren como moscas –ya no muere un recién nacido de cada dos, sino uno de cada veinte, y la tasa de mortalidad infantil sigue descendiendo-. Ya no nos pasamos la vida enfermos, nuestro aliento ya no apesta por culpa de una dentadura podrida, ya no tenemos úlceras infectadas, eccema, postillas o forúnculos supurantes. Cada vez disponemos de más alimentos,  a pesar de que cada vez somos más los que habitamos este planeta: el promedio de los habitantes del Tercer Mundo dispone ahora de un 38 por100 más de calorías. El porcentaje de personas hambrientas ha descendido enormemente, desde un 35 por 100 a tan solo un 18 por 100, y en el año 2010 este porcentaje habrá bajado probablemente hasta un 12 por 100. A esas alturas, seremos capaces de alimentar de forma adecuada a 3.000 millones de personas.
 Hemos sido testigos de un crecimiento sin precedentes de la prosperidad humana. A lo largo de los últimos cuarenta años, todos –tanto en los países desarrollados como en el Tercer Mundo- hemos pasado a ser el triple de ricos. Si lo analizamos desde una perspectiva a más largo plazo, este crecimiento ha sido abrumador. Los estadounidenses son ahora treinta y seis veces más ricos que hace doscientos años.
 Ahora disponemos de acceso a muchas más comodidades, desde agua potable corriente a teléfonos, ordenadores y automóviles. Nuestra educación ha mejorado de forma considerable: en el Tercer Mundo, el analfabetismo ha descendido desde el 75 por 100 hasta menos de un 20 por 100, y tanto en los países en desarrollo como en el mundo desarrollado los estándares educativos han aumentado enormemente; por ejemplo, la educación universitaria ha crecido un 400 por 100 en los países en desarrollo en los últimos treinta años.
 Ahora disponemos de más tiempo libre, mayor seguridad y menos accidentes, más comodidades, sueldos más altos, menos hambre, más comida y una vida más larga y saludable. Esta es la fantástica historia de la humanidad y afirmar que esta civilización “funciona mal” es, como mínimo, inmoral. En los países en desarrollo sigue habiendo gente que carece de las necesidades básicas y para los que el crecimiento y el desarrollo no son una experiencia insignificante de flores de plástico, comida precocinada, alcohol y drogas, sino una oportunidad para alcanzar una vida una vida decente que les ofrezca posibilidades, más allá de la necesidad básica de obtener la comida diaria.
 En el mundo industrializado, el crecimiento y el progreso nos han proporcionado un estilo de vida mucho mejor, en el que disponemos de suficiente tiempo y recursos como para decidir qué es lo que queremos hacer y cómo hacerlo. Irónicamente, el rapapolvo que Gore lanzó a nuestra civilización sólo fue posible gracias a que estamos (y él también) libres de limitaciones físicas, lo que nos permite elegir, incluso aunque decidamos darle la espalda a nuestra actual sociedad.
 Si lo que Gore quería es que nos planteáramos si no seríamos más felices comprando menos y viviendo más (visitar a nuestros amigos en lugar de ir al centro comercial, salir de excursión por la naturaleza, ocupar nuestro tiempo libre pintando, etc.), su comentario desde luego resultaría razonable y nos serviría de recordatorio. Pero él quería ir más allá, y nos advirtió que nuestras vidas son superficiales, que nuestra civilización y la generación de nuestros padres nos han educado para vivir en este erróneo estilo de vida y que no podemos traspasar los muros de la prisión en la que moramos. Vivimos reprimidos y ni siquiera lo sabemos. Este tipo de actitud arrogante es un reto para nuestra libertad democrática y va en contra de nuestro derecho básico a decidir por nosotros mismos cómo queremos vivir nuestra vida, siempre que al hacerlo no perjudiquemos a los demás.
 Pero, tanto para Al Gore como para Lester Brown, este argumento tiene un trasfondo. Su justificación para criticar nuestra civilización no se basa en que cada vez vivamos mejor sino en que lo hacemos a costa del ecosistema terrestre. Este es el verdadero motivo por el que debemos detener este enfrentamiento absurdo con los límites de la Tierra.
 Al Gore reunió a todos los pesimistas culturales que afirmaron haber estudiado el mundo moderno y haber descubierto las semillas de la destrucción. Desde Frankenstein hasta Parque Jurásico, nuestra ingenuidad técnica se ha convertido en un catastrófico exceso de expectativas que ha dado lugar a un mundo supuestamente fuera de control.
 Lo irónico es que Al Gore cree que la forma de escapar a este funcionamiento erróneo pasa por “la incómoda luz de la verdad”. Y, tal como hemos visto a lo largo de este libro, la luz de la verdad tiene un lado oscuro, especialmente por culpa de los mitos de la Letanía.
 Porque, en realidad, nuestra producción de alimentos seguirá permitiendo que cada vez podamos alimentar a más gente y por menos dinero. No es cierto que vayamos a perder nuestros bosques; no estamos agotando la energía, las materias primas ni el agua. Hemos reducido la contaminación atmosférica en las ciudades del mundo desarrollado y tenemos motivos para pensar que también lo conseguiremos en los países en desarrollo. Nuestros océanos no se están contaminando, nuestros ríos están cada vez más limpios y albergan más vida, y aunque el aporte de nutrientes ha aumentado en muchas zonas costeras, como el golfo de México, no se trata de un problema importante –de hecho, los beneficios suelen superar a los costes-. La basura tampoco supone un problema preocupante. Toda la que se genere en Estados Unidos durante el siglo XXI podría depositarse en un único vertedero de menos de 28 kilómetros de lado, o el 26 por 100 del condado de Woodward, en Oklahoma.
 La lluvia ácida no ha matado nuestros bosques, nuestras especies no desaparecen a la velocidad que muchos afirman, llegando a la mitad de todas ellas en tan solo cincuenta años –la cifra real está rondando el 0,7 por 100-. El problema de la capa de ozono está más o menos resuelto. La perspectiva actual de la evolución del calentamiento global no predice catástrofe alguna; de hecho, existen buenas razones para creer que nuestro consumo energético irá pasando poco a poco a depender de fuentes renovables, probablemente antes de finales de este siglo. Además, la catástrofe parece estar más en gastar nuestros recursos neciamente en la reducción de las emisiones de carbono a un altísimo coste, en lugar de ayudar a los países en desarrollo y a la investigación en combustibles no fósiles. Y, por último, nuestros temores químicos hacia los pesticidas y los fertilizantes son exagerados y contraproducentes. En primer lugar, la prohibición de los pesticidas sería un derroche de recursos y causaría más cánceres. En segundo lugar, las causas principales del cáncer no son los productos químicos, sino nuestro estilo de vida.
 La Letanía está basada en mitos, aunque muchos de estos han sido difundidos por personas sensatas y bienintencionadas. Y, desde luego, alguien puede preferir creer que estos  mitos pueden representar “tan sólo el primer peldaño de una escalera de catástrofes ecológicas más graves”. Pero resulta imprescindible señalar que sólo es cuestión de creer o no creer. No hemos visto ningún otro problema importante que amenace nuestro futuro.
 Es difícil no tener la impresión de que este criticismo representado, según Brown y Gore, en una “civilización que no funciona”, no es más que una expresión de nuestro sentido calvinista de la culpabilidad. Lo hemos hecho tan bien que algunos han quedado en un verdadero ridículo. Quieren hacernos creer que nos merecemos ese calentamiento global.
 Pero ese tipo de conclusiones son innecesarias. No tenemos por qué avergonzarnos de nuestra actitud. Deberíamos estar orgullosos por haber logrado quitarnos de encima muchos de los yugos que asfixiaban a la humanidad y haber hecho posible el enorme progreso alcanzado en términos de prosperidad. Y también debemos afrontar los hechos: en conjunto, nada hace pensar que esta prosperidad no vaya a continuar.
 Éste es el verdadero estado del mundo.»

 [El fragmento pertenece a la edición en español de la editorial Espasa Calpe, 2003, en traducción de Jesús Fabregat Carrascosa. ISBN: 84-670-1274-9.]

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