Parte sexta: El estado real del mundo
25.-Complicaciones o progreso
El estado real del planeta
«La
Letanía de Gore sobre “una civilización que no funciona” y la pérdida de una
“experiencia directa con la vida real” reflejan tanto una idealización de
nuestro pasado como una abismal arrogancia hacia los países en desarrollo.
El
hecho es, tal como ya hemos visto, que esta civilización ha logrado, en los
últimos cuatrocientos años, un progreso fantástico y continuado. Durante la
mayor parte de los dos millones de años que llevamos en este planeta, nuestra
esperanza de vida ha estado entre 20 y 30 años. En este último siglo, esa
esperanza de vida casi se ha duplicado, alcanzando los 67 años.
Los bebés ya no mueren como moscas –ya no
muere un recién nacido de cada dos, sino uno de cada veinte, y la tasa de
mortalidad infantil sigue descendiendo-. Ya no nos pasamos la vida enfermos,
nuestro aliento ya no apesta por culpa de una dentadura podrida, ya no tenemos
úlceras infectadas, eccema, postillas o forúnculos supurantes. Cada vez
disponemos de más alimentos, a pesar de
que cada vez somos más los que habitamos este planeta: el promedio de los
habitantes del Tercer Mundo dispone ahora de un 38 por100 más de calorías. El
porcentaje de personas hambrientas ha descendido enormemente, desde un 35 por 100 a tan solo un 18 por 100,
y en el año 2010 este porcentaje habrá bajado probablemente hasta un 12 por 100. A esas alturas, seremos
capaces de alimentar de forma adecuada a 3.000 millones de personas.
Hemos sido testigos de un crecimiento sin
precedentes de la prosperidad humana. A lo largo de los últimos cuarenta años,
todos –tanto en los países desarrollados como en el Tercer Mundo- hemos pasado
a ser el triple de ricos. Si lo analizamos desde una perspectiva a más largo
plazo, este crecimiento ha sido abrumador. Los estadounidenses son ahora
treinta y seis veces más ricos que hace doscientos años.
Ahora disponemos de acceso a muchas más
comodidades, desde agua potable corriente a teléfonos, ordenadores y
automóviles. Nuestra educación ha mejorado de forma considerable: en el Tercer
Mundo, el analfabetismo ha descendido desde el 75 por 100 hasta menos de un 20
por 100, y tanto en los países en desarrollo como en el mundo desarrollado los
estándares educativos han aumentado enormemente; por ejemplo, la educación
universitaria ha crecido un 400 por 100 en los países en desarrollo en los
últimos treinta años.
Ahora disponemos de más tiempo libre, mayor
seguridad y menos accidentes, más comodidades, sueldos más altos, menos hambre,
más comida y una vida más larga y saludable. Esta es la fantástica historia
de la humanidad y afirmar que esta civilización “funciona mal” es, como mínimo,
inmoral. En los países en desarrollo sigue habiendo gente que carece de las
necesidades básicas y para los que el crecimiento y el desarrollo no son una
experiencia insignificante de flores de plástico, comida precocinada, alcohol y
drogas, sino una oportunidad para alcanzar una vida una vida decente que les
ofrezca posibilidades, más allá de la necesidad básica de obtener la comida
diaria.
En
el mundo industrializado, el crecimiento y el progreso nos han proporcionado un
estilo de vida mucho mejor, en el que disponemos de suficiente tiempo y
recursos como para decidir qué es lo que queremos hacer y cómo hacerlo.
Irónicamente, el rapapolvo que Gore lanzó a nuestra civilización sólo fue
posible gracias a que estamos (y él también) libres de limitaciones físicas, lo
que nos permite elegir, incluso aunque decidamos darle la espalda a nuestra
actual sociedad.
Si
lo que Gore quería es que nos planteáramos si no seríamos más felices comprando
menos y viviendo más (visitar a nuestros amigos en lugar de ir al centro
comercial, salir de excursión por la naturaleza, ocupar nuestro tiempo libre
pintando, etc.), su comentario desde luego resultaría razonable y nos serviría
de recordatorio. Pero él quería ir más allá, y nos advirtió que nuestras vidas son
superficiales, que nuestra civilización y la generación de nuestros padres nos
han educado para vivir en este erróneo estilo de vida y que no podemos
traspasar los muros de la prisión en la que moramos. Vivimos reprimidos y ni
siquiera lo sabemos. Este tipo de actitud arrogante es un reto para nuestra
libertad democrática y va en contra de nuestro derecho básico a decidir por
nosotros mismos cómo queremos vivir nuestra vida, siempre que al hacerlo no
perjudiquemos a los demás.
Pero, tanto para Al Gore como para Lester
Brown, este argumento tiene un trasfondo. Su justificación para criticar
nuestra civilización no se basa en que cada vez vivamos mejor sino en que lo
hacemos a costa del ecosistema terrestre. Este es el verdadero motivo por el
que debemos detener este enfrentamiento absurdo con los límites de la Tierra.
Al
Gore reunió a todos los pesimistas culturales que afirmaron haber estudiado el
mundo moderno y haber descubierto las semillas de la destrucción. Desde
Frankenstein hasta Parque Jurásico, nuestra
ingenuidad técnica se ha convertido en un catastrófico exceso de expectativas
que ha dado lugar a un mundo supuestamente fuera de control.
Lo
irónico es que Al Gore cree que la forma de escapar a este funcionamiento
erróneo pasa por “la incómoda luz de la verdad”. Y, tal como hemos visto a lo
largo de este libro, la luz de la verdad tiene un lado oscuro, especialmente
por culpa de los mitos de la Letanía.
Porque, en realidad, nuestra producción de
alimentos seguirá permitiendo que cada vez podamos alimentar a más gente y por
menos dinero. No es cierto que vayamos a perder nuestros bosques; no estamos
agotando la energía, las materias primas ni el agua. Hemos reducido la
contaminación atmosférica en las ciudades del mundo desarrollado y tenemos motivos
para pensar que también lo conseguiremos en los países en desarrollo. Nuestros
océanos no se están contaminando, nuestros ríos están cada vez más limpios y
albergan más vida, y aunque el aporte de nutrientes ha aumentado en muchas
zonas costeras, como el golfo de México, no se trata de un problema importante
–de hecho, los beneficios suelen superar a los costes-. La basura tampoco
supone un problema preocupante. Toda la que se genere en Estados Unidos durante
el siglo XXI podría depositarse en un único vertedero de menos de 28 kilómetros de
lado, o el 26 por 100 del condado de Woodward, en Oklahoma.
La
lluvia ácida no ha matado nuestros bosques, nuestras especies no desaparecen a
la velocidad que muchos afirman, llegando a la mitad de todas ellas en tan solo
cincuenta años –la cifra real está rondando el 0,7 por 100-. El problema de la
capa de ozono está más o menos resuelto. La perspectiva actual de la evolución
del calentamiento global no predice catástrofe alguna; de hecho, existen buenas
razones para creer que nuestro consumo energético irá pasando poco a poco a
depender de fuentes renovables, probablemente antes de finales de este siglo.
Además, la catástrofe parece estar más en gastar nuestros recursos neciamente
en la reducción de las emisiones de carbono a un altísimo coste, en lugar de
ayudar a los países en desarrollo y a la investigación en combustibles no
fósiles. Y, por último, nuestros temores químicos hacia los pesticidas y los
fertilizantes son exagerados y contraproducentes. En primer lugar, la
prohibición de los pesticidas sería un derroche de recursos y causaría más
cánceres. En segundo lugar, las causas principales del cáncer no son los
productos químicos, sino nuestro estilo de vida.
La
Letanía está basada en mitos, aunque muchos de estos han sido difundidos por
personas sensatas y bienintencionadas. Y, desde luego, alguien puede preferir
creer que estos mitos pueden representar
“tan sólo el primer peldaño de una escalera de catástrofes ecológicas más
graves”. Pero resulta imprescindible señalar que sólo es cuestión de creer o no
creer. No hemos visto ningún otro problema importante que amenace nuestro
futuro.
Es
difícil no tener la impresión de que este criticismo representado, según Brown
y Gore, en una “civilización que no funciona”, no es más que una expresión de
nuestro sentido calvinista de la culpabilidad. Lo hemos hecho tan bien que
algunos han quedado en un verdadero ridículo. Quieren hacernos creer que nos
merecemos ese calentamiento global.
Pero ese tipo de conclusiones son
innecesarias. No tenemos por qué avergonzarnos de nuestra actitud. Deberíamos
estar orgullosos por haber logrado quitarnos de encima muchos de los yugos que
asfixiaban a la humanidad y haber hecho posible el enorme progreso alcanzado en
términos de prosperidad. Y también debemos afrontar los hechos: en conjunto,
nada hace pensar que esta prosperidad no vaya a continuar.
Éste es el verdadero estado del mundo.»
[El fragmento pertenece a la edición en español de la editorial Espasa Calpe, 2003, en traducción de Jesús Fabregat Carrascosa. ISBN: 84-670-1274-9.]
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