lunes, 9 de julio de 2018

Cisneros, de presidiario a rey.- Cruz Martínez Esteruelas (1932-2000)


Resultado de imagen de cruz martinez esteruelas  

Cosas veredes

«Aquella tarde de noviembre de 1517, propia de un frío otoño castellano, en que Cisneros aguardaba en Roa, tras su estancia en La Aguilera, cerca de Aranda, los últimos momentos de su vida fue, presumiblemente, espacio de tiempo muy apropiado para una reflexión sobre el conjunto de su vida.
 Había un peso agobiante: el del fracaso absoluto de su plan vital; todos sus sueños de vida religiosa contemplativa, fraguados en "El Castañar" y en "La Salceda", y quién sabe si con raíces en las prisiones de Uceda y de Santorcaz, se habían venido abajo. Pero el destino tenía una coartada para dar la respuesta a todo esto: que buena parte de la vida de Cisneros, por no decir prácticamente toda, se había dedicado a la causa del reino de Dios. La sede toledana, las peripecias granadinas, sus desvelos como inquisidor general, su Universidad y su Biblia políglota, habían servido a la causa de la Iglesia, en la medida de los tiempos, de una manera indudable. Pero para un franciscano convencido esto no era fuente bastante de consuelo. ¿Dónde las horas extensas de oración y la dedicación meditada y continua a la palabra de Dios? Divulgarla con la mayor exactitud posible por el ancho mundo no podía sustituir en un alma mística todas las horas, los días, los meses y los años "perdidos" entre las hazañas y las gestas al servicio a la Iglesia, en detrimento de una vida auténticamente contemplativa.
 Pero quedaba otra cosa: su vida de estadista, de regidor de las cosas temporales. Es indudable que llegado a este punto, Cisneros tenía que estremecerse. Desde la muerte de Isabel la Católica, tan preparada para comprenderle, había tenido tiempo sobrado para conocer los frutos amargos del poder temporal.
 Así, saber que el rey Fernando no le amaba, sino que simplemente le necesitaba. Su larga ausencia italiana y cien quehaceres más, le habían hecho ver en Cisneros al hombre insustituible, fiel y valioso en el que se podía descargar parte de la tarea de gobierno. Pero Fernando, de naturaleza recelosa, desconfiada y absorbente, desconfiaba de Cisneros y, peor aún, tenía secretos agravios contra él. Cada acierto cisneriano, o cada vez que el viejo clérigo tiraba de la manta como ocurrió en los asuntos de América, el prestigio de Fernando padecía. Buen guardián de sus propias prerrogativas, Fernando el Católico no habría olvidado que para que Cisneros fuera arzobispo de Toledo no pudo serlo el amado bastardo del aragonés, don Alfonso, que quedó de arzobispo de Zaragoza. Y seguro que el viejo cardenal conocía los propósitos de Fernando, que ya en la última etapa de su vida planeaba una permuta de sedes apostólicas en cuya virtud el bastardo don Alfonso de Aragón fuese arzobispo de Toledo y Cisneros pasase a Zaragoza. Este aspecto de la personalidad de Fernando el Católico -que en nada negaba su talento y sus grandes cualidades de gobernante- era la sombra permanente de su pensamiento y de sus acciones. De ahí nacían los recelos contra todos los hombres de valía indiscutible: Cisneros, el Gran Capitán e, incluso, Cristóbal Colón.
 Y del príncipe Carlos -el futuro rey-emperador- ¿qué decir? Una y otra vez le había desautorizado por vías indirectas desde la corte flamenca. Hasta el punto de que Cisneros tuvo que jugar la carta de los hombres verdaderamente libres, que en política siempre son los capaces de prescindir de la política. Tuvo que decir epistolarmente que de no ser respaldado del todo, se volvería a su archidiócesis de Toledo y a sus compañías franciscanas. Y a buen seguro que Carlos tuvo miedo, pues no era poca cosa vivir a costa del erario castellano opíparamente en Flandes y, al mismo tiempo, que le sacara el viejo cardenal las castañas del fuego en la complicada Castilla.
 También había sido notoria la intención flamenca, respaldada por Carlos, de interferir la obra de Cisneros en el propio territorio castellano enviando hombres de confianza, más como interventores o comisarios que como embajadores o legados. Así ocurrió con Adriano Utrecht -el deán de Lovaina que llegaría a ser Papa y que en España fue obispo de Tortosa-, La Chaux y Amerstoff. Cisneros recibió a estos personajes cortésmente y, en cierto modo, les brindó la participación en el gobierno de la corona. Sin embargo, siempre con buen cuidado de que su criterio prevaleciese sobre el de aquellos extranjeros, que uno a uno tuvieron que rendirse a la evidencia de que Cisneros era quien mandaba. Por lo demás, si había una cosa en que coincidían Cisneros y los castellanos era en el repudio de toda interferencia extranjera, cuestión ya tocada en el testamento de la Reina Católica y que había podido comprobarse en el efímero reinado de Felipe el Hermoso. Quiso el azar -o quizá la tentativa mal intencionada- que cierto documento fuera firmado por los próceres extranjeros sin dejar espacio para la firma de Cisneros. Éste rasgó el documento y mandándolo redactar de nuevo, lo firmó en exclusiva. Desde entonces supieron a qué atenerse y los flamencos optaron por disfrutar de sus cargos sin ejercerlos propiamente.
 Cisneros debía temblar en aquella tarde burgalesa y fría en que la caída de las hojas del otoño presagiaba insistentemente su inmediata muerte. Ni los Reyes Católicos con su enérgica y certera acción de gobierno habían podido matar los males endémicos de la vida social y política de Castilla. Es más, a la muerte de Isabel, sin esperar a que Fernando siguiera su camino, se habían reproducido ya, casi con los mismos nombres de familia, las viejas cuestiones que habían hecho de Castilla un reino doliente. Así las cosas, ¿cómo esperar que su breve regencia pudiera ser el remedio definitivo de aquellos males si tan siquiera el largo reinado de Fernando e Isabel habían podido desterrarlos definitivamente? Pero había más cosas. De la misma manera que Felipe el Hermoso al venir a España había rehuido el encuentro con Fernando el Católico, cambiando itinerarios y dando mil excusas, ahora el rey Carlos estaba haciendo lo mismo con Cisneros. Si es verdad que la mar y sus avatares le habían empujado hacia las costas asturianas, no es menos cierto que el ulterior  itinerario a seguir era continuamente cambiado y discutido. Bajo el pretexto de la peste, no habría encuentro en Valladolid ni posibilidad de entregarle el reino, con palabras de presente que las cartas no pueden sustituir. Y había otro hecho: una carta última del rey Carlos al cardenal Cisneros, fuertemente crítica contra el cardenal en que, por añadidura, le despedía sin la menor pompa ni la menor gratitud. Se dice que esta carta nunca llegó a manos de Cisneros, puesto que sus colaboradores, al conocerla, quisieron ahorrarle la amargura que le hubiera supuesto leerla y meditarla. Aunque esto sea cierto, los hechos estaban hablando por sí solos y reproducían, indudablemente, el tenor de aquella carta cuyo destino no se sabe bien cuál fue. [...]
 A buen seguro que Cisneros presentía la que sería guerra de las Comunidades. Si Dios, apiadándose de él, le hubiese dado un poco más de vida, hubiese comprobado que sus temores eran ciertos: que el rey Carlos y sus consejeros flamencos entrarían a saco en el erario castellano y en el repartimiento de cargos y que estas causas y no otras, fueron las que decidieron uno de los episodios más amargos de la historia de Castilla: la sublevación y muerte de los jefes comuneros.
 Dada la visión cisneriana de las cosas, siempre amplia y universal, tampoco sería de extrañar que el anciano presintiera que los beneficios de una España unida, con referencias seguras para mirar hacia Oriente y Occidente -con la huella aragonesa sembrada en el Mediterráneo oriental y la castellana implantada en las Indias-, tenía de por sí un destino peculiar y propio en el que había que concentrar todas las energías. [...]
 La historia, pasado el tiempo, ha juzgado a Cisneros en su grandeza. Bataillon nos ha dicho que las cosas más importantes de los reinados de Carlos I y de Felipe II estaban incoadas e incubadas en el Cisneros estadista. Pero más importante que esto ha sido el calificativo ganado a pulso por Cisneros como humanista cristiano.»
 
 [El texto pertenece a la edición en español de Editorial Planeta- De Agostini, 1996. ISBN: 84-395-4915-6.]
 

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Realiza tu comentario: