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«Lynn regresa cada vez más a menudo a las
habitaciones. No a las que quedan libres, no, sino a las ocupadas: cuando cree
saber que sus ocupantes han salido, que no van a volver antes de que anochezca.
Y Lynn husmea. ¿Cómo huele el hombre que se aloja aquí? ¿Huele a lavanda?
¿Apesta el pijama a sudor? ¿Con qué detergente ha lavado la ropa de la maleta?
¿Melocotón? ¿Violeta? ¿Fragancia primaveral? ¿Se afeita en seco o en mojado?
¿Qué ha apuntado en la nota? ¿Cuelga ordenadamente la ropa en el respaldo de la
silla? ¿Qué hay en los bolsillos? ¿Por qué está aquí? ¿Para montar una máquina?
¿Por una reunión de negocios? ¿Un viaje particular?
En
la siguiente habitación, una mujer: los zapatos que hay junto a la silla son
altísimos, quien lleva esos zapatos ha de estar segura de sí misma, ha de tener
confianza, ha de verse guapa, quien lleva esos zapatos ha de querer descollar
en el mundo, las bragas presentan restos de flujo, en el cuarto de baño Lynn
encuentra el medicamento, un tanto escondido, en el fondo, en el neceser,
KadeFungin, contra los hongos, en la maleta hay una etiqueta pegada, Sabrina
Hutwelker, piensa Lynn, suena a Humphrey Bogart.
Habitación 309, una bolsa del Lidl en la
silla, cómo se puede permitir este hombre pasar una noche en el Edén, demasiado
caro para él, probablemente su empresa pague la estancia, en la bolsa de Lidl
hay patatas fritas, cacahuetes, chocolate y además una botella de vino con el
tapón de rosca, es bajo, el hombre, bajo y gordo, una pomada vulneraria, se
habrá caído, excoriación, los restos de una tirita en la papelera, o, piensa
Lynn, ha recibido golpes, una paliza, tal vez sea uno de esos de los que la
gente se ríe, de esos a los que les gastan bromas, ya desde el colegio, ese
gordo gafotas, hoy lleva lentillas, ahí está el estuche vacío abierto, de
pequeño siempre llevaba esas gafas de culo de vaso que le deforman los ojos, un
novelón en la mesilla, muy sobado, un ejemplar defectuoso, encontrado en una
mesa de ofertas, por uno cincuenta, y como si esa cantidad constituyera un valor
incalculable, el hombre ha garabateado unas tristes palabras en la primera
página: propiedad de Bernie Willms.
Con cada día que pasa Lynn cada vez permanece
más tiempo. Ya no tiene nada más que buscar en la habitación en la que se
encuentra, a media tarde, su trabajo está hecho horas atrás. Si el huésped ha
olvidado algo o si ha aplazado una cita, si apareciera de improviso,
inesperadamente en su habitación, Lynn se vería en un aprieto. No sabe si
creerían la excusa que tiene preparada. Pero precisamente ahí reside el
atractivo: el riesgo de ser pillado. ¿Un secador de viaje? La mujer nunca ha
estado en un hotel o no se fía de los secadores de los hoteles. ¿Zapatillas?
Una estancia más prolongada. ¿El minibar saqueado? Desmesura. ¿No hay pijama en
la cama? El huésped ha dormido desnudo, no, el pijama está en el armario, lo ha
tirado de cualquier manera. Lynn deja el pijama donde está, cierra el armario,
estira la colcha, pero no se puede quitar de la cabeza el pijama. Mira el
reloj, abre el armario, saca la chaqueta del pijama, la sacude. Se puede
abotonar como una camisa. Lynn se la echa por encima. Se queda un rato así.
Excitación al imaginar que la puerta se abre. Devuelve la chaqueta al armario y
cierra el armario. Sobre todo, pijamas: ¿un pijama rosa junto a unos patucos
amarillos? La mujer sigue siendo una niña: quiere que la metan en la cama. ¿Un
vestidito de noche, tirantes finos? ¿Para quién se lleva algo así? La mujer
está allí sola, habitación individual, la cama sólo está revuelta en un lado.
Lynn se desviste, deprisa, se planta desnuda delante de la cama. Tira el
uniforme sobre la silla. Se enfunda el vestidito. Es demasiado pequeño, la tela
apenas le cubre el pubis. Entonces oye voces ante la puerta, se saca el trapo,
está intacto, Lynn respira agitada, pero las voces se extinguen. Se pone de
nuevo el uniforme y arregla la cama.
Sucede un martes.
Lynn les ha dado colores a los días. Los
martes son del color de la cáscara de huevo. Por la mañana cascó un huevo pero
no se lo comió. Ahora está en la habitación 303, oye pasos en el pasillo, se
asusta, ha perdido la noción del tiempo, mira el reloj, hace tiempo que ha
terminado su jornada y al oír los pasos Lynn sabe que se detendrán delante de
la habitación en la que ella está y no debería estar ya. Lynn lleva la chaqueta
del pijama del huésped sobre el uniforme. Se la ha abotonado. Las mangas le
quedan demasiado largas. Oye cómo entra la llave en el ojo de la cerradura. La
puerta se abre, el huésped penetra en la habitación.
¿Y
Lynn?
Ha
desaparecido.
Por fin su corazón da señales de vida.
Está debajo de la cama.
Es
una cama doble.
Todavía lleva puesta la chaqueta del pijama.
Lynn ladea la cabeza. Ve las piernas del hombre, que va al cuarto de baño. Oye
correr el agua de la ducha. Es su oportunidad. Abandona el escondite. Mira
hacia la puerta del baño, nada, Lynn dobla la chaqueta del pijama y la mete
bajo la colcha.
¿Y
ahora?
Sólo tiene que salir de la habitación sin
hacer ruido. Y no pasaría nada. Titubea. Todavía se oye la ducha.
Lynn no abre la puerta.
Se
queda.
Juega.
Quiere hacerlo.
Siente el cosquilleo de la tentación en la
piel. Otro breve titubeo: ¿qué estoy haciendo? Y Lynn pasa a la acción.
Vuelve a meterse debajo de la cama.
Se
queda allí.
Espera.
Así es la vida.
Unos minutos bastan para explorar el
territorio, husmearlo, marcarlo. Está oscuro y hay polvo, pero no siente
opresión en el pecho. De no ser por los laterales abiertos, estaría como en un
ataúd, pero están los laterales abiertos, dejan entrar luz y aire. Entre la
punta de la nariz y la parte inferior del somier hay más de un palmo. Puede
agarrarse al somier con las manos. Puede apoyar la cabeza en las manos. Puede
introducir las manos bajo las caderas. Lamas, leve brillo en los colchones,
somier, dos somieres, uno para cada colchón, cada uno de ellos de ochenta
centímetros de ancho, dos metros de largo, allí donde descansan los hombros hay
cuatro puntales un poco combados, no demasiado, apenas incomodan, la cama tiene
cuatro patas, ningún sostén adicional en el centro. Lynn apoya las manos en los
puntales transversales que hay a la altura de las caderas.
El
hombre vuelve a la habitación. Enciende el televisor. El chasquido de un
mechero, una exhalación larga, relajada. Primero una película que Lynn no
conoce. Le divierte formarse imágenes con lo que escucha. Después un canal de
noticias. Suave respiración de dormido, pero el hombre no ronca. ¿Cómo puede
dormir así? ¿Tal vez el sonido monótono de las palabras? Ahora una voz que Lynn
atribuye al presidente americano. Dice: When
I talk about war, I actually talk about peace. Al cabo de una hora el
programa se repite, noticias casi idénticas, un bucle infinito. Lynn cabecea.
Finalmente también ella se queda dormida. En un momento dado, despierta, el
televisor está apagado, la nuca le duele, pero Lynn se siente bien allí, bajo
la cama, escucha un rato la respiración de arriba. Por la mañana sale de su
escondite cuando el huésped está en la ducha.
El
miércoles es el día libre de Lynn. Abandona el hotel por la salida de atrás,
sin que nadie la vea. El corazón le late más aprisa cuando piensa en la noche.
Cuando piensa en lo que podría haber pasado. Cuando piensa en lo que podría
haber escuchado. Cuando piensa que podrían haberla pillado. Tiene el cansancio
pegado al cuerpo. Todo es un extraño pegote. Pero sabe que volverá a hacerlo,
que ha de hacerlo, sabe que ha encontrado algo. Todos los martes, dice Lynn, lo
haré todos los martes.»
[El fragmento pertenece a la edición en español de la editorial Seix Barral, en traducción de María José Díez Pérez. ISBN: 978-84-322-2861-2.]
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