jueves, 19 de julio de 2018

La camarera.- Markus Orths (1969)


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«Lynn regresa cada vez más a menudo a las habitaciones. No a las que quedan libres, no, sino a las ocupadas: cuando cree saber que sus ocupantes han salido, que no van a volver antes de que anochezca. Y Lynn husmea. ¿Cómo huele el hombre que se aloja aquí? ¿Huele a lavanda? ¿Apesta el pijama a sudor? ¿Con qué detergente ha lavado la ropa de la maleta? ¿Melocotón? ¿Violeta? ¿Fragancia primaveral? ¿Se afeita en seco o en mojado? ¿Qué ha apuntado en la nota? ¿Cuelga ordenadamente la ropa en el respaldo de la silla? ¿Qué hay en los bolsillos? ¿Por qué está aquí? ¿Para montar una máquina? ¿Por una reunión de negocios? ¿Un viaje particular?
 En la siguiente habitación, una mujer: los zapatos que hay junto a la silla son altísimos, quien lleva esos zapatos ha de estar segura de sí misma, ha de tener confianza, ha de verse guapa, quien lleva esos zapatos ha de querer descollar en el mundo, las bragas presentan restos de flujo, en el cuarto de baño Lynn encuentra el medicamento, un tanto escondido, en el fondo, en el neceser, KadeFungin, contra los hongos, en la maleta hay una etiqueta pegada, Sabrina Hutwelker, piensa Lynn, suena a Humphrey Bogart.
 Habitación 309, una bolsa del Lidl en la silla, cómo se puede permitir este hombre pasar una noche en el Edén, demasiado caro para él, probablemente su empresa pague la estancia, en la bolsa de Lidl hay patatas fritas, cacahuetes, chocolate y además una botella de vino con el tapón de rosca, es bajo, el hombre, bajo y gordo, una pomada vulneraria, se habrá caído, excoriación, los restos de una tirita en la papelera, o, piensa Lynn, ha recibido golpes, una paliza, tal vez sea uno de esos de los que la gente se ríe, de esos a los que les gastan bromas, ya desde el colegio, ese gordo gafotas, hoy lleva lentillas, ahí está el estuche vacío abierto, de pequeño siempre llevaba esas gafas de culo de vaso que le deforman los ojos, un novelón en la mesilla, muy sobado, un ejemplar defectuoso, encontrado en una mesa de ofertas, por uno cincuenta, y como si esa cantidad constituyera un valor incalculable, el hombre ha garabateado unas tristes palabras en la primera página: propiedad de Bernie Willms.
 Con cada día que pasa Lynn cada vez permanece más tiempo. Ya no tiene nada más que buscar en la habitación en la que se encuentra, a media tarde, su trabajo está hecho horas atrás. Si el huésped ha olvidado algo o si ha aplazado una cita, si apareciera de improviso, inesperadamente en su habitación, Lynn se vería en un aprieto. No sabe si creerían la excusa que tiene preparada. Pero precisamente ahí reside el atractivo: el riesgo de ser pillado. ¿Un secador de viaje? La mujer nunca ha estado en un hotel o no se fía de los secadores de los hoteles. ¿Zapatillas? Una estancia más prolongada. ¿El minibar saqueado? Desmesura. ¿No hay pijama en la cama? El huésped ha dormido desnudo, no, el pijama está en el armario, lo ha tirado de cualquier manera. Lynn deja el pijama donde está, cierra el armario, estira la colcha, pero no se puede quitar de la cabeza el pijama. Mira el reloj, abre el armario, saca la chaqueta del pijama, la sacude. Se puede abotonar como una camisa. Lynn se la echa por encima. Se queda un rato así. Excitación al imaginar que la puerta se abre. Devuelve la chaqueta al armario y cierra el armario. Sobre todo, pijamas: ¿un pijama rosa junto a unos patucos amarillos? La mujer sigue siendo una niña: quiere que la metan en la cama. ¿Un vestidito de noche, tirantes finos? ¿Para quién se lleva algo así? La mujer está allí sola, habitación individual, la cama sólo está revuelta en un lado. Lynn se desviste, deprisa, se planta desnuda delante de la cama. Tira el uniforme sobre la silla. Se enfunda el vestidito. Es demasiado pequeño, la tela apenas le cubre el pubis. Entonces oye voces ante la puerta, se saca el trapo, está intacto, Lynn respira agitada, pero las voces se extinguen. Se pone de nuevo el uniforme y arregla la cama.
 Sucede un martes.
 Lynn les ha dado colores a los días. Los martes son del color de la cáscara de huevo. Por la mañana cascó un huevo pero no se lo comió. Ahora está en la habitación 303, oye pasos en el pasillo, se asusta, ha perdido la noción del tiempo, mira el reloj, hace tiempo que ha terminado su jornada y al oír los pasos Lynn sabe que se detendrán delante de la habitación en la que ella está y no debería estar ya. Lynn lleva la chaqueta del pijama del huésped sobre el uniforme. Se la ha abotonado. Las mangas le quedan demasiado largas. Oye cómo entra la llave en el ojo de la cerradura. La puerta se abre, el huésped penetra en la habitación.
 ¿Y Lynn?
 Ha desaparecido.
 Por fin su corazón da señales de vida.
 Está debajo de la cama.
 Es una cama doble.
 Todavía lleva puesta la chaqueta del pijama. Lynn ladea la cabeza. Ve las piernas del hombre, que va al cuarto de baño. Oye correr el agua de la ducha. Es su oportunidad. Abandona el escondite. Mira hacia la puerta del baño, nada, Lynn dobla la chaqueta del pijama y la mete bajo la colcha.
 ¿Y ahora?
 Sólo tiene que salir de la habitación sin hacer ruido. Y no pasaría nada. Titubea. Todavía se oye la ducha.
 Lynn no abre la puerta.
 Se queda.
 Juega.
 Quiere hacerlo.
 Siente el cosquilleo de la tentación en la piel. Otro breve titubeo: ¿qué estoy haciendo? Y Lynn pasa a la acción.
 Vuelve a meterse debajo de la cama.
 Se queda allí.
 Espera.
 Así es la vida.
 Unos minutos bastan para explorar el territorio, husmearlo, marcarlo. Está oscuro y hay polvo, pero no siente opresión en el pecho. De no ser por los laterales abiertos, estaría como en un ataúd, pero están los laterales abiertos, dejan entrar luz y aire. Entre la punta de la nariz y la parte inferior del somier hay más de un palmo. Puede agarrarse al somier con las manos. Puede apoyar la cabeza en las manos. Puede introducir las manos bajo las caderas. Lamas, leve brillo en los colchones, somier, dos somieres, uno para cada colchón, cada uno de ellos de ochenta centímetros de ancho, dos metros de largo, allí donde descansan los hombros hay cuatro puntales un poco combados, no demasiado, apenas incomodan, la cama tiene cuatro patas, ningún sostén adicional en el centro. Lynn apoya las manos en los puntales transversales que hay a la altura de las caderas.
 El hombre vuelve a la habitación. Enciende el televisor. El chasquido de un mechero, una exhalación larga, relajada. Primero una película que Lynn no conoce. Le divierte formarse imágenes con lo que escucha. Después un canal de noticias. Suave respiración de dormido, pero el hombre no ronca. ¿Cómo puede dormir así? ¿Tal vez el sonido monótono de las palabras? Ahora una voz que Lynn atribuye al presidente americano. Dice: When I talk about war, I actually talk about peace. Al cabo de una hora el programa se repite, noticias casi idénticas, un bucle infinito. Lynn cabecea. Finalmente también ella se queda dormida. En un momento dado, despierta, el televisor está apagado, la nuca le duele, pero Lynn se siente bien allí, bajo la cama, escucha un rato la respiración de arriba. Por la mañana sale de su escondite cuando el huésped está en la ducha.
 El miércoles es el día libre de Lynn. Abandona el hotel por la salida de atrás, sin que nadie la vea. El corazón le late más aprisa cuando piensa en la noche. Cuando piensa en lo que podría haber pasado. Cuando piensa en lo que podría haber escuchado. Cuando piensa que podrían haberla pillado. Tiene el cansancio pegado al cuerpo. Todo es un extraño pegote. Pero sabe que volverá a hacerlo, que ha de hacerlo, sabe que ha encontrado algo. Todos los martes, dice Lynn, lo haré todos los martes.»
 
[El fragmento pertenece a la edición en español de la editorial Seix Barral, en traducción de María José Díez Pérez. ISBN: 978-84-322-2861-2.]

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