martes, 10 de julio de 2018

Un inglés gordo.- Kingsley Amis (1922-1995)


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Capítulo 8

«-[...] Actualmente la gente es más amable para con el prójimo de lo que lo era en tiempos pasados. Ahora, la gente es previsora, ahora la gente intenta medir de antemano los probables o posibles efectos que en los demás causarán los planes que proyectan llevar a cabo. Los individuos se dicen: me propongo iniciar una cierta cadena de hechos. Y a continuación se preguntan: ¿cuáles son los resultados que cabe esperar de ello y qué otras cadenas de hechos nacerán a consecuencia de la mía?
 Mientras Roger esperaba que se produjera una grieta en aquella muralla de palabras, advirtió que diez o doce chicos y chicas los habían rodeado. Aquellos chicos y chicas, pese a ser alumnos de la Universidad de Budweiser, Pensilvania, ya de primero ya de último curso, no tenían el aspecto tan irremediablemente bárbaro como cabía esperar. Ninguno de ellos masticaba chicle, ni fumaba un cigarro de diez centavos, ni llevaba una pelliza, ni bebía Coca- Cola, ni estaba en trance de devorar una hamburguesa, ni aspiraba cocaína, ni contemplaba la televisión, ni se dedicaba a romperle la cara a otro, ni había comparecido al volante de un Cadillac. Evidentemente, era un grupito cultural minoritario. Claro que algunos de ellos forzosamente habían ingresado por propia voluntad en aquel club estudiantil en cuya sede se encontraba ahora Roger, y gracias a cuya hospitalidad estaba comenzando a emborracharse, pero si aquellos muchachos no fueran miembros del club no estarían allí y Roger necesitaba tener algo parecido a un público para poder decir a gusto lo que estaba planeando decir. Uno de los espectadores, muchacha rubia que llevaba camisa de hombre, pero que en sus demás rasgos visibles nada había de masculinidad, hasta el punto de que tenía un aspecto decididamente afeminado, le miraba muy interesada. Estas universitarias yanquis se pasaban todo el día duro que duro, decían por ahí. Pero esta clase de actividades tendrían que esperar hasta el momento en que Roger hubiera dado su conferencia, cuando los invitados volvieran a reunirse aquí o, mucho mejor, en la casa de alguien. Por el momento, Roger tenía que centrar toda su atención en demostrar a aquella rubia, y a cualquier ser situado a una distancia que le permitiera oír sus palabras, cuán maravillosamente sabía él dar para el pelo a los tipos como Colgate.       
El eclesiástico en cuestión había desarrollado ya todo lo referente a la previsión y ahora navegaba por las aguas de la responsabilidad. Decía que ambas cualidades comportaban el uso de la razón. Roger esperó a que el otro hubiera terminado de explicar la primera de las dos alternativas definiciones de la palabra -perfecta ocasión para él-, en cuyo momento en voz muy alta y hablando aprisa, Roger dijo:
 -Francamente, no sé qué es lo que más me aterra, su amor a lo evidente o su humanitarismo simplón. Oyéndole hablar cualquiera imaginaría que Dios es una especie de gerente de sociedad anónima, fanático de la moral de grupo, de la unidad de espíritu y demás memeces por el estilo. Sí, sí, hay que conseguir una buena y saludable atmósfera de creatividad. Lealtad por aquí, lealtad por allá y lealtad por todos lados. Ya le imagino clavando en las paredes aquellos imbéciles cartelitos que dicen: Piense. Sí, sí, todos somos una gran familia la mar de feliz, en que cada miembro triunfa más que nadie. Sí, sí, ya lo imagino, es el viejo de cabello blanco que tiene su despacho en el último piso del edificio, que se sabe al dedillo lo que pasa hasta en el último rincón de la empresa, y que siempre tiene tiempo para escuchar los problemas de todos los empleados, tanto si se dedican a fregar los suelos como si se trata del ascensorista. Es un ser sobrehumano, sólo en cuanto a escala.
 Sin dejar de hablar, ni alterar la dirección de su mirada, Roger metió las dos manos en una cargada bandeja que llevaba una muchacha negra vestida de blanco. De las dos bebidas así conseguidas se quedó una en la mano y dejó la otra para su consumo, poco después, en una cercana mesa:
 -¿Es que tiene usted tan poca imaginación que ni siquiera vislumbra el inmenso terror y horror del misterio? ¿Es que jamás se le ha ocurrido que estamos ligados al más allá, no sólo por vínculos de amor, sino también por vínculos de miedo, ira y resentimiento? ¿Es que no sabe usted lo que es la desesperación? ¿Y por qué razón ha llegado usted a creer que sabe algo acerca de la postura de Dios respecto a nosotros? Yo no digo que sea una postura de amor, porque tampoco lo sé, pero si de amor se trata, no cabe la menor duda de que es un amor un tanto extraño, ¿verdad? Bastante rarillo. Sin embargo, no hay razón alguna para creer que haya podido usted darse cuenta de todo lo anterior. No, su sensibilidad ha sido empaquetada, aireacondicionada y congelada hasta el punto de situarla fuera de la existencia. Reconozco que nadie podrá decir que no está usted en contacto con el mundo moderno. Y confieso que me da usted cierta envidia, con sus hábitos de la Quinta Avenida, sus fieles de barrios residenciales, su divinidad de neón y sus arrepentidos con resaca. ¿Qué penitencia les da? ¿Una Avemaría por cada Martini, a partir del tercero? Sí, debe de ser muy divertido. El único mal estriba en que a esto insiste usted en llamarlo religión. ¿O es que también le ha quitado el nombre?» 
 
 [El fragmento pertenece a la edición en español de Editorial Argos Vergara, 1982, en traducción de Carlos Ribalta. ISBN: 84-7178-520-X.]

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