Segunda parte: El Cairo
Capítulo cuarto: El hachís
«La
decisión estaba tomada: tan pronto como volvió a El Cairo aceptó la invitación
de Tahar de ir al fumadero con la intención de comprender lo que los otros
experimentaban. Por supuesto que Hasan se mantuvo muy prudente y no hizo ningún
exceso. Aquella fuerza interior que los demás buscaban, ya la poseía él desde
hacía mucho tiempo sin tener que recurrir a ningún subterfugio, a ningún
artificio para sentirse más sólido que el resto. Pero debía conocer, sin ningún
género de dudas, los efectos de aquella planta para, a continuación, sacar
todas las ventajas que pensaba exigir a los demás, de modo que, en contra de
sus principios, aceptó probarla. Tahar, ya bajo los efectos del placer que le
proporcionaban las hierbas, le dijo:
-Por fin, hermano, eres de los nuestros desde
ahora… No te resistas… Consúmelas a tu manera, sé feliz, vuela hacia otros
mundos… Olvídate de todo…
Hasan no tenía el menor deseo de olvidarse de
nada. Optó por absorber su hachís en forma líquida, en cantidad muy pequeña,
contentándose con mojarse los labios de vez en cuando. Hubo de confesarse que
el sabor no era malo, si bien un poco ácido. Había otros que tragaban tabletas
que cortaban en minúsculas porciones y tomaban con zumo de fruta. Había, por
último, quienes inhalaban el hachís en unos recipientes tapándose la cabeza con
un paño y profiriendo gritos de satisfacción al aspirar la cálida poción.
Hasan no dejaba de observar a los que le
rodeaban al tiempo que iba sorbiendo en muy pequeñas dosis el contenido de su
copa. Nadie se ocupaba de él, entregado como estaba cada uno a su mundo irreal,
gritando éstos su placer, ronroneando de voluptuosidad aquéllos, y, en fin,
retorciéndose sobre sus esterillas y reclamando la presencia tan pronto de una
mujer, tan pronto de un muchacho, los de más allá.
En
cuanto a Tahar, parecía ausente. Hasan lo miraba, pero su amigo no lo veía. El
jerife permanecía inmóvil, aparentemente sereno. Así continuó, en aquella
postura, de codos sobre los cojines, con las piernas encogidas debajo del
cuerpo, perdido en sus sueños, sin oír nada, ajeno a todo. Hasan estaba
fascinado por aquella especie de parálisis que se había apoderado de su amigo.
Le hizo una señal con la mano, pero Tahar lo miró sin reconocerlo,
interrogándole con unos ojos desmesuradamente abiertos.
-¡Ven aquí conmigo, Tahar, levántate y ven!
El
otro hizo un esfuerzo y volvió a caer sobre los cojines. Intentó moverse de nuevo
y Hasan lo ayudó a levantarse.
-¡Sígueme, estiremos un poco las piernas!
Semejante a un autómata, el joven egipcio
siguió a su amigo persa.
Anduvieron a pasito hasta el fondo de la sala,
sin objeto preciso, rodeando las columnas, las estatuas y un pequeño estanque
interior y evitando a los consumidores tirados por el suelo. Después salieron
al frescor de la noche. Hasan tuvo frío de repente, pero Tahar no experimentó
sensación alguna. A pesar de lo ligero de su ropa, su cuerpo no temblaba al
contacto con el aire fresco.
-¡Párate, Tahar!
Su
acompañante se quedó inmóvil sin preguntar nada.
-Separa los brazos… lentamente… Quédate con
los brazos separados… ¡No te muevas!
El
otro, sin decir palabra, permaneció un buen rato con los brazos en cruz.
-¡Anda, así, con los brazos separados!
En
medio de la noche, Tahar avanzó en línea recta y en aquella postura.
-Ahora, ¡párate y vuelve aquí!
El
hijo del ministro dio media vuelta y se dirigió hacia su amigo.
-¡Baja los brazos, despacio! ¡Ponte de rodillas…
con los brazos en cruz!
Durante unos diez minutos, Hasan ordenó a
Tahar que hiciese los gestos más banales, los movimientos más corrientes y este
último, siempre con el semblante impasible y los ojos abiertos de par en par,
sin desviar la mirada derecha ni a izquierda, actuaba como se le había mandado.
Oía, obedecía y no decía palabra.
Hasan tenía ante sí una criatura dócil que se
movía a una orden suya, giraba, se levantaba, se arrodillaba y se volvía a
levantar. Hubiera podido pedirle cualquier cosa, incluso las más extravagantes
e insensatas y Tahar le habría obedecido sin duda. Bajo la influencia de la
droga, el muchacho estaba en otro mundo: oía claramente lo que se le decía pero
carecía de toda voluntad y era incapaz de reaccionar.
-¡Da vueltas sobre ti mismo… más… más!
El
egipcio, semejante a una peonza, giraba y giraba sobre sus talones con los
brazos separados, los ojos cerrados y sin perder nunca el equilibrio. Aquello
duró dos minutos, tres minutos, en una zarabanda infernal y cuando Hasan le dio
orden de parar Tahar se quedó inmóvil, bajó lentamente los brazos y abrió los
ojos. No parecía cansado ni la menor gota de sudor perlaba su frente.
El
persa se acercó a él, lo cogió por los hombros y lo sacudió suavemente.
-Tahar, amigo mío, ¿me oyes?
Tres veces le hizo la pregunta hasta que el
otro acabó por mover la cabeza de arriba abajo.
-Ven, volvamos. Tus amigos deben de estar
esperándonos.
Y
regresaron al edificio donde los demás adeptos proseguían sus sahumerios y
libaciones, cantando unos, inertes otros sobre sus pufs, como anestesiados por
sus excesos.
Hasan instaló a su compañero confortablemente
sobre una alfombra, le puso un cojín debajo de la cabeza y se marchó. El olor
de la sala y la gritería que allí reinaban le molestaban. Le picaba la garganta
y tenía irritados los ojos. El aire fresco de la noche le sentó bien. Volvió a
su casa caminando a pie, muy impresionado por lo que acababa de ver. Una vez
más recordó las palabras del maestre de la Montaña:
-Esa hierba mágica que allí encontrarás será
más poderosa que todas las cimitarras de Oriente…
Ahora necesitaba saber, por encima de todo, el
misterio de aquella planta, dónde se cultivaba, cómo se recolectaba y
preparaba. Algunos adictos la mascaban, otros la tragaban en forma de pastillas
o de líquido; otros, finalmente, aspiraban sus vapores.
¿Le
indicaría Tahar la fórmula mágica? ¿Recordaría su amigo lo que acababa de pasar
y aceptaría confiarle el secreto de la fabricación? Hasan sólo estaba seguro de
una cosa: cuando abandonase Egipto, se llevaría semillas de aquella planta y
estaría en el secreto de su preparación. Sin duda alguna, aquella hierba tenía
una potencia mágica que le daría a él un poder ilimitado si conseguía producir
la cantidad suficiente para volver dóciles a quienes le rodeasen y para
aniquilar a sus adversarios. Se imaginaba ya al frente de un ejército
totalmente entregado a su causa, echando abajo murallas, destruyendo
fortificaciones, exterminando a las tropas enemigas.»
[El texto pertenece a la edición en español de Editorial Planeta DeAgostini, 2003, en traducción de Alejandro Domaica. ISBN: 84-674-0158-3.]
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