domingo, 1 de julio de 2018

Cómo ver una corrida de toros.- Manual de tauromaquia para nuevos aficionados.- José Antonio del Moral (...)


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4.-¿Qué es la lidia?
¿Qué es torear?

«En su acepción más general y sencilla, torear es incitar a un toro a que acometa y sortearlo cuando lo hace. Pero esta definición es incompleta por la evolución del toreo a través de los siglos. En un principio, el toreo consistía en luchar con el toro tratando por cualquier medio de matarlo sin resultar herido en el empeño. Pero lo que empezó siendo un mero ejercicio defensivo y sin ventajas para los contendientes fue perfeccionándose poco a poco hasta llegar a lo que se entiende por suertes: cada uno de los actos que los toreros ejecutan en la lidia del toro.
 Impuesta la lidia y su orden, cada una de las suertes fueron transformadas desde el simple rudimento a la progresiva belleza de las formas con que se llevaron a cabo. La lidia, así, dejó de ser tosca preparación del toro para la muerte y fue dando paso a otra clase de lidia a medida que iba impregnándose de mayor estética en cada uno de sus actos hasta convertirlos en creaciones artísticas por sí mismas, sin que ello supusiera renunciar a su más primitiva y última razón: el dominio y la muerte del toro.
 La primera normativa escrita que describe la ejecución de las distintas suertes se debe al torero "Pepe Hillo" y se publicó en 1796. Como vemos, anterior a la que todavía está considerada como fundamental para el toreo, la de Francisco Montes "Paquiro" publicada cuarenta años después. Sin embargo, el torero que sin dictar por escrito ninguna norma cambió totalmente el toreo hasta revolucionarlo fue Juan Belmonte. Describió su legado en los ruedos, frente al toro. Y durante los muchos años que estuvo en activo perfeccionó su insólito hallazgo técnico. Hasta que llegó Belmonte, el toreo se hacía sobre las piernas y en continuo movimiento de pies para sortear las acometidas del toro. De ahí la sorpresa y el estupor que supuso la quietud de sus pies mientras burlaba al toro moviendo los engaños sobre los brazos y muñecas, que es como se hace actualmente y cada vez mejor. Aunque las normas dictadas por los grandes maestros y, sobre todo, las belmontinas siguen vigentes, han sido llevadas a grados de absoluta perfección superándolas en temple, armonía, suavidad, largura, intensidad y hasta con bastante más quietud con que toreó Belmonte.
 Todas las suertes tienen sus reglas fijas para que los toreros se conduzcan con mayor seguridad, independientemente de su resultado estético. Los espectadores instruidos deben conocer también estas reglas para calibrar el mérito o demérito de los lidiadores y para no quedarse sólo en las imágenes del toreo.
 Esta simbiosis de exigencias y la selección del toro bravo han conducido la tauromaquia hasta grados de insospechada perfección. Cada vez se torea y se toreará mejor. De ahí que la definición del toreo se vea ampliada continuamente con nuevos factores técnicos y artísticos. Con Belmonte se empezó a "parar", a "mandar", a "templar" las embestidas de los toros. Luego se habló de "cargar" las suertes (alargarlas, prolongarlas hasta el máximo de lo posible cargando el peso del cuerpo sobre la pierna que marca la salida al viaje del toro) y de "ligarlas" (unirlas, juntarlas, coser unas a otras). Ahora se habla de más cosas y el toreo tiene muchísimos matices: tal la "distancia" que debe guardar el torero en el cite según convenga en cada toro; o la situación del diestro en el cite, "cruzado" en el camino del toro o "fuera de cacho" (al margen de su viaje natural y por ello menos comprometido); o el lugar por donde deben sujetarse los engaños (capote y muleta) en cada caso; o de la altura idónea de presentarlo según el toro meta la cara, por arriba o por abajo; o en función de su velocidad y fuerza.
 Cada toro tiene su sitio, su distancia, su altura, su velocidad, su temple... De encontrarlos y acoplarse a ellos depende la categoría y la calidad del toreo.
 Torear, por todo ello, en el sentido más actual de la palabra, y en primer término es dominar todas las embestidas del toro hasta agotarlas, dejándolo en la mejor tesitura para entrarlo a matar con mayor facilidad. En segunda instancia, torear es llevar a cabo lo anterior -expresarlo- con naturalidad, con garbo, con belleza en definitiva. Sin lo primero, sin dominar al toro y, por tanto, sin la seguridad que ello supone, es difícil por no decir imposible que el arte -última consecuencia del toreo- tenga consistencia. Desconfiad de los diestros crispados por el miedo y fíjense los nuevos espectadores en el gesto del torero, en su cara, en sus manos, en sus dedos para descubrir si torea tranquilo, relajado, como el que está bebiendo un vaso de agua; o lo hace asustado, atenazado, retorcido. El dicho de que la cara es el espejo del alma se traduce fielmente al toreo. La cara del torero mientras torea suele ser el espejo donde se refleja el fondo de su valor.
 Naturalmente, hay toreros de todas clases y para todos los gustos. Los hay que todo lo cimentan en el dominio de los toros y los que todo lo basan en el arte por el arte, por lo que su intención esteticista solamente tiene solución con un reducidísimo número de toros, los que se acoplan a sus exquisitas maneras. Profesionalmente, debemos considerar mejores toreros a los primeros, a los que más toros logran dominar y torear. Pero el mejor de todos es el que además de dominar toda clase de toros, lo hace transmitiendo a los espectadores su propio sentimiento, su más íntima emoción. O sea, lo hace con el arte. Y lo decimos así, con arte, porque el arte es tan vario como sus intérpretes. Otra cosa es lo que algunos llaman "estilismo", una manera muy especial y determinada del arte de torear que distingue a muy pocos toreros, no precisamente poderosos ni regulares en el éxito, aunque haya habido algunos casos excepcionales al respecto, por lo que supone aunar la gran clase artística con el valor y la regularidad que caracteriza a las verdaderas figuras, como lo fue durante muchos años el maestro rondeño Antonio Ordóñez.
 Ya explicamos antes que no todos los toros se prestan con facilidad a la creación estética, por lo que no cabe exigirla cuando el toro presenta dificultades insalvables. Pero también hemos de decir que no todos los toreros son capaces de transmitir sentimientos artísticos sin que por ello pierdan categoría profesional.
 Los espectadores, y mucho más los aficionados, por más entendidos, no deberían exigir a todos los toreros por igual, sino pedir a cada uno lo que es capaz de hacer según sus virtudes, sus limitaciones y siempre en función de la calidad del toro que tienen enfrente. El acoplamiento entre el toro y el torero -hay que repetirlo- es sustancial para el toreo. El público demanda el mayor entendimiento posible entre ambos y, los propios toreros, si se aprecian como tales, se autoexigen. Para conseguirlo con buen fin y lograrlo en cada uno de sus actos con acierto sirve la lidia y sus tres partes o tercios. Cada uno de los tres tiene su lógica y su utilidad siempre que cada uno se encadene al otro como consecuencia armónica del anterior.»
 
 [El fragmento pertenece a la edición en español de Alianza Editorial, 1994. ISBN: 84-206-0671-5.]
 

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