lunes, 30 de julio de 2018

Chico de barrio.- Ermanno Olmi (1931-2018)


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Seis
6

«Estábamos acabándonos el tazón de leche de la mañana, antes de ir a la escuela, cuando entró corriendo en el comedor el cocinero Antonio. Fue derecho hasta el profesor de pelo blanco, que estaba comiendo en una mesa con el personal de la secretaría. Antonio no tuvo siquiera tiempo de acabar, cuando el otro ya se había puesto de pie de un salto y juntos desaparecieron corriendo en las cocinas. Las vigilantes, como nosotros, no entendían qué sucedía. Después una secretaria se acercó a la ventana que daba a la placita exterior y entonces también nosotros miramos afuera. Allí estaba parada y mirando hacia nosotros una camioneta con morro de guerra y una larga antena que, por estar atada con un cordel, describía una amplia curva. A su lado, la habitual motocicleta con sidecar y dos soldados alemanes con casco. Se abrió la portezuela de la camioneta y se apeó un cabo. Nosotros mirábamos todo aquello desde detrás de los cristales. Apareció la directora y el cabo fue a su encuentro. Cuchichearon brevemente y después se pusieron en marcha y desaparecieron de nuestra vista. “¡Venga, venga, que vais a llegar tarde a la escuela!”, dijo una vigilante y nosotros obedecimos.
 Los soldados alemanes plantaron una emisora de radio oculta entre los árboles. Una antena altísima, sujeta con cables de acero, llegaba a superar las cimas de los árboles. Junto a la camioneta habían montado una tienda de campaña con sus catres. A veces, íbamos a curiosear dentro de la camioneta por una puerta que estaba casi siempre entornada. Dentro había los complejos mecanismos de la emisora de radio y siempre uno de los soldados con los auriculares puestos. A veces nos miraban, decían algo entre sí que nosotros no entendíamos y después se reían alegres.
 Entre nosotros corrían suposiciones de todas clases: “Buscan radios clandestinas”. “¡Qué va, qué va! Escuchan a los ingleses cuando pasan con sus aviones, ¡para saber dónde van a bombardear!” “Pero, ¡qué dices!” “¿Qué te apuestas?”
 Después de la partida de Tiberio, se habló menos de chicas y más de partidos de fútbol. Queríamos formar un equipo y desafiar a todos los demás. Jugábamos con una pelota de goma no mayor que un círculo hecho con los dedos. Todos los días echábamos un partido, por lo que yo estaba descuidando un poco mis estudios: estaba preocupado por las notas de Navidad. Mi madre me las había recordado tantas veces…
 Una vez, mientras estábamos jugando el habitual partido de la tarde, vimos aparecer desde el fondo del campo a un tipo extraño: un hombre con pantalones cortos, camiseta y botas militares, pero lo más extraño y para nosotros fascinante era que traía bajo el brazo un gran balón de cuero. ¡Un balón de verdad! Después de la desorientación inicial, lo reconocimos por sus inconfundibles gafas: montura negra y cristales azulados. ¡Era el cabo alemán! Quería jugar con nosotros un partido con balón. Con gestos nos daba a entender que él quería jugar con los peores, precisamente porque era mayor y más fuerte. Nosotros no cabíamos en nosotros ante la idea de jugar por fin con un balón como el de los futbolistas. Mientras se hacían los preparativos para el nuevo partido, cada uno de nosotros lo toqueteaba, lo probaba botándolo y alguno incluso lo olía. A una orden del cabo, comenzó el partido. Los primeros tiros eran torpes, porque no estábamos acostumbrados al balón. En cambio, el cabo, en cuanto tuvo oportunidad, exhibió un tiro potentísimo que mandó el balón entre los árboles, al final del campo. Un gran tiro, pero totalmente inútil.
 Entretanto, llegó al campo también la directora. Evidentemente, alguien la había avisado. En seguida alguien señaló su presencia: “¡La directora! ¡Ha venido la directora!” Cuando el cabo advirtió su llegada detuvo el juego, fue a su encuentro y, como la directora llevaba siempre un silbato al cuello, le dio a entender que debía hacer de árbitro. Ella, un poco confusa, tuvo que aceptar, porque él la llevaba hacia el centro del campo. Después le hizo una seña para que pitara y se reanudó el juego. Entre nosotros había un pequeñín que se llamaba Erba: jugaba de maravilla. Ágil como un gato, sabía sortear a todos, incluso al cabo, que siempre se veía sorprendido por la agilidad de aquel chavalín, pero una vez, sin querer, el cabo alargó con fuerza un pie, que acabó destalonando una sandalia de Erba. La reacción del chavalín fue inmediata y espontánea, como si fuera dirigida a un compañero normal de juego: “¡Pero bueno! ¡Vete a tomar por culo!” La directora se apresuró a pitar: “¡Fuera! ¡Descalificado! ¡Esa no es forma de comportarse!” Erba, que ya no podía volver a tragarse el improperio, se levantó y se fue con su sandalia desatada en la mano, pero en aquel momento intervino el cabo: “¡No, no! ¡Es normal!”, iba repitiendo. “¡Es normal!” Y fue a buscar al chico para llevarlo de nuevo al campo: “¡Él, muy buen jugador! ¡Aún jugar!” Y hacía señas para continuar a la directora, que volvió, resignada, a pitar y se reanudó el juego.
[…]
8
 Volvíamos de la escuela. Era una tarde gris de nieves otoñales. A la mitad de la subida que conducía a la colonia, uno de nosotros dijo, al tiempo que se volvía: “Mirad.” Y también nosotros nos volvimos. A lo largo de la carretera que bordeaba el lago, estaba desfilando una larga columna de gente: algunos llevaban también carteles pegados a un asta, pero estaban demasiado lejos para poder leer lo que estaba escrito en ellos. “Pero, ¿qué es? ¿Una procesión?”, se preguntó uno de nosotros. También vimos soldados alemanes con fusiles apuntados y entonces comprendimos que era un asunto de guerra.
 “Parecen prisioneros.”
 “Pero no son soldados. ¡También hay mujeres!”
 En el comedor, mientras acabábamos la cena, la noticia pasó de boca en boca: los alemanes habían fusilado a más de cuarenta personas que habían apresado en un pueblo de montaña donde habían matado a unos compañeros suyos. “¿Los alemanes?”, nos preguntábamos, asombrados. Nos parecía imposible que alguien como el cabo que jugaba al balón con nosotros pudiese fusilar a gente común. “Pero, ¡no han sido nuestros alemanes, sino los otros!”, dijo uno. Y otro: “Los nuestros parecen buenos.”
 Antes de Navidad, las chicas prepararon una representación: algo así como un cuento. Con el traje de la representación, una de ellas estaba bellísima, pero nunca llegué a saber quién era, porque no conseguí volver a ver su cara entre las de las muchachas de la colonia. Tampoco mis compañeros la reconocieron, porque durante la representación estaban todas caracterizadas y ella llevaba, además, una peluca rubia.» 
 
 [Los fragmentos pertenecen a la edición en español de la editorial Libros del Asteroide, 2008, en traducción de Carlos Manzano. ISBN: 978-84-936597-7-6.]

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