Seis
6
«Estábamos acabándonos el tazón de leche
de la mañana, antes de ir a la escuela, cuando entró corriendo en el comedor el
cocinero Antonio. Fue derecho hasta el profesor de pelo blanco, que estaba
comiendo en una mesa con el personal de la secretaría. Antonio no tuvo siquiera
tiempo de acabar, cuando el otro ya se había puesto de pie de un salto y juntos
desaparecieron corriendo en las cocinas. Las vigilantes, como nosotros, no
entendían qué sucedía. Después una secretaria se acercó a la ventana que daba a
la placita exterior y entonces también nosotros miramos afuera. Allí estaba
parada y mirando hacia nosotros una camioneta con morro de guerra y una larga
antena que, por estar atada con un cordel, describía una amplia curva. A su
lado, la habitual motocicleta con sidecar y dos soldados alemanes con casco. Se
abrió la portezuela de la camioneta y se apeó un cabo. Nosotros mirábamos todo
aquello desde detrás de los cristales. Apareció la directora y el cabo fue a su
encuentro. Cuchichearon brevemente y después se pusieron en marcha y
desaparecieron de nuestra vista. “¡Venga, venga, que vais a llegar tarde a la
escuela!”, dijo una vigilante y nosotros obedecimos.
Los soldados alemanes plantaron una emisora de
radio oculta entre los árboles. Una antena altísima, sujeta con cables de
acero, llegaba a superar las cimas de los árboles. Junto a la camioneta habían
montado una tienda de campaña con sus catres. A veces, íbamos a curiosear
dentro de la camioneta por una puerta que estaba casi siempre entornada. Dentro
había los complejos mecanismos de la emisora de radio y siempre uno de los
soldados con los auriculares puestos. A veces nos miraban, decían algo entre sí
que nosotros no entendíamos y después se reían alegres.
Entre nosotros corrían suposiciones de todas clases:
“Buscan radios clandestinas”. “¡Qué va, qué va! Escuchan a los ingleses cuando
pasan con sus aviones, ¡para saber dónde van a bombardear!” “Pero, ¡qué dices!”
“¿Qué te apuestas?”
Después de la partida de Tiberio, se habló
menos de chicas y más de partidos de fútbol. Queríamos formar un equipo y
desafiar a todos los demás. Jugábamos con una pelota de goma no mayor que un
círculo hecho con los dedos. Todos los días echábamos un partido, por lo que yo
estaba descuidando un poco mis estudios: estaba preocupado por las notas de
Navidad. Mi madre me las había recordado tantas veces…
Una vez, mientras estábamos jugando el
habitual partido de la tarde, vimos aparecer desde el fondo del campo a un tipo
extraño: un hombre con pantalones cortos, camiseta y botas militares, pero lo
más extraño y para nosotros fascinante era que traía bajo el brazo un gran
balón de cuero. ¡Un balón de verdad! Después de la desorientación inicial, lo
reconocimos por sus inconfundibles gafas: montura negra y cristales azulados. ¡Era
el cabo alemán! Quería jugar con nosotros un partido con balón. Con gestos nos
daba a entender que él quería jugar con los peores, precisamente porque era
mayor y más fuerte. Nosotros no cabíamos en nosotros ante la idea de jugar por
fin con un balón como el de los futbolistas. Mientras se hacían los
preparativos para el nuevo partido, cada uno de nosotros lo toqueteaba, lo
probaba botándolo y alguno incluso lo olía. A una orden del cabo, comenzó el
partido. Los primeros tiros eran torpes, porque no estábamos acostumbrados al
balón. En cambio, el cabo, en cuanto tuvo oportunidad, exhibió un tiro
potentísimo que mandó el balón entre los árboles, al final del campo. Un gran
tiro, pero totalmente inútil.
Entretanto, llegó al campo también la
directora. Evidentemente, alguien la había avisado. En seguida alguien señaló
su presencia: “¡La directora! ¡Ha venido la directora!” Cuando el cabo advirtió
su llegada detuvo el juego, fue a su encuentro y, como la directora llevaba
siempre un silbato al cuello, le dio a entender que debía hacer de árbitro.
Ella, un poco confusa, tuvo que aceptar, porque él la llevaba hacia el centro
del campo. Después le hizo una seña para que pitara y se reanudó el juego.
Entre nosotros había un pequeñín que se llamaba Erba: jugaba de maravilla. Ágil
como un gato, sabía sortear a todos, incluso al cabo, que siempre se veía
sorprendido por la agilidad de aquel chavalín, pero una vez, sin querer, el
cabo alargó con fuerza un pie, que acabó destalonando una sandalia de Erba. La
reacción del chavalín fue inmediata y espontánea, como si fuera dirigida a un
compañero normal de juego: “¡Pero bueno! ¡Vete a tomar por culo!” La directora
se apresuró a pitar: “¡Fuera! ¡Descalificado! ¡Esa no es forma de comportarse!”
Erba, que ya no podía volver a tragarse el improperio, se levantó y se fue con
su sandalia desatada en la mano, pero en aquel momento intervino el cabo: “¡No,
no! ¡Es normal!”, iba repitiendo. “¡Es normal!” Y fue a buscar al chico para
llevarlo de nuevo al campo: “¡Él, muy buen jugador! ¡Aún jugar!” Y hacía señas
para continuar a la directora, que volvió, resignada, a pitar y se reanudó el
juego.
[…]
8
Volvíamos de la escuela. Era una tarde gris de
nieves otoñales. A la mitad de la subida que conducía a la colonia, uno de
nosotros dijo, al tiempo que se volvía: “Mirad.” Y también nosotros nos
volvimos. A lo largo de la carretera que bordeaba el lago, estaba desfilando
una larga columna de gente: algunos llevaban también carteles pegados a un
asta, pero estaban demasiado lejos para poder leer lo que estaba escrito en
ellos. “Pero, ¿qué es? ¿Una procesión?”, se preguntó uno de nosotros. También
vimos soldados alemanes con fusiles apuntados y entonces comprendimos que era
un asunto de guerra.
“Parecen prisioneros.”
“Pero no son soldados. ¡También hay mujeres!”
En
el comedor, mientras acabábamos la cena, la noticia pasó de boca en boca: los
alemanes habían fusilado a más de cuarenta personas que habían apresado en un
pueblo de montaña donde habían matado a unos compañeros suyos. “¿Los alemanes?”,
nos preguntábamos, asombrados. Nos parecía imposible que alguien como el cabo
que jugaba al balón con nosotros pudiese fusilar a gente común. “Pero, ¡no han
sido nuestros alemanes, sino los otros!”, dijo uno. Y otro: “Los nuestros
parecen buenos.”
Antes de Navidad, las chicas prepararon una
representación: algo así como un cuento. Con el traje de la representación, una
de ellas estaba bellísima, pero nunca llegué a saber quién era, porque no
conseguí volver a ver su cara entre las de las muchachas de la colonia. Tampoco
mis compañeros la reconocieron, porque durante la representación estaban todas
caracterizadas y ella llevaba, además, una peluca rubia.»
[Los fragmentos pertenecen a la edición en español de la editorial Libros del Asteroide, 2008, en traducción de Carlos Manzano. ISBN: 978-84-936597-7-6.]
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Realiza tu comentario: