viernes, 20 de julio de 2018

Lowboy.- John Wray (1971)


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«En 1985, Jacques Cousteau, el famoso explorador de las profundidades marinas, probaba un traje de buzo frente a las costas de Francia. Estaba hecho de bauxita prensada y acero industrial y Cousteau creía que permitiría bajar a más de sesenta metros, el récord de profundidad por aquel entonces. Eligieron para la prueba un despejado día de junio, la época del año en que las corrientes son más débiles. La inmersión estaba prevista para las tres de la tarde.
 Cousteau era un anciano por entonces, pero insistió en llevar personalmente el traje. Un médico y un técnico estaban preparados para actuar en el Calypso y el hijo de Cousteau, Émile, manejaba las bombonas de oxígeno. Aparte de ellos, los únicos testigos eran la tripulación del buque, media docena de marinos mercantes de Marsella y un periodista del suplemento dominical de un periódico de la localidad. El cielo era claro y azul. En las proximidades había unos yates anclados, pero nadie prestaba mucha atención. Después de tomar la temperatura del agua y comprobar de nuevo los accesorios de la escafandra, Cousteau se metió en el agua.
 Al principio procuró no bajar deprisa. Se detenía cada tres metros y comprobaba cada uno de los indicadores, haciendo luego una marca con tiza en una pequeña pizarra. Pero a los nueve metros y medio –el récord mundial de inmersión libre-, recibió una tremenda impresión. De pronto había un hombre a su lado, flotando en posición vertical y saludándolo con la mano, vestido únicamente con unos calzoncillos de algodón. Cousteau decidió no hacer caso y proseguir la inmersión. Para su asombro, el hombre lo siguió y al cabo de cinco metros más ya estaban de nuevo a la par. Cousteau hizo lo posible por continuar pero cuando, a los treinta metros –quince metros más del récord de inmersión sin bombonas de oxígeno- el hombre continuaba frente a él, se rindió y le escribió un mensaje en la pizarra, preguntándole cómo podía seguir vivo a aquella profundidad. El hombre le cogió la pizarra, escribió su respuesta y se la dio.
 -¿Y entonces? –preguntó Emily-. ¿Qué le dijo?
 -¡Me estoy ahogando, gilipollas!
 Ella se tapó la boca con la mano.
 -Ése no me lo sabía, Heller. No tiene mucha gracia.
 -Lo sé –contestó Lowboy-. Ayer ni siquiera podía contar chistes.
 -Pero tiene buenos detalles. –Apagó el cigarrillo y se apartó el pelo de los ojos-. ¿Qué es la bauxita?
 -Es con lo que hacen los trajes isotérmicos –explicó él. Se pellizcó la nariz y le fallaron las rodillas.
 -Voy a contarte uno –dijo ella, pasándole el mechero y el paquete-. ¿Preparado?
 -Preparado.
 Estaban en la esquina de Christopher con la Séptima y la gente y los coches pasaban como pájaros asustados. Ella lo cogió del brazo y le hizo detenerse, como si sólo pudiera contarlo estando parada. A su espalda había una valla publicitaria que decía: LA META MATA. Ella contuvo la respiración, mirándolo fijamente hasta que le prestó atención, luego dejó escapar el aliento. Un vehículo policial de tres ruedas pasó petardeando frente a ellos.
 -Un oso y un conejito están cagando en el bosque. El oso pregunta al conejo: “¿No te molesta que se te quede la mierda pegada a la piel?” El conejo lo piensa un poco y luego dice: “No mucho, no.” De manera que el oso… -Lo miró con ojos entornados-. ¿Lo pillas, Heller?
 Él asintió con la cabeza.
 -No, en realidad no.
 -El oso se limpia el culo con el conejo.
 Lowboy alzó la cabeza y la miró. Seguía siendo un poco más alta. Algo más de un centímetro, calculó. Estaba inmóvil de espaldas a la calle Christopher, con el pelo de punta aquí y allá como el de una mujer posesa. Una mujer, no una chica. Sonriendo como si lo conociera desde el día en que nació.
 -Tiene gracia –observó al fin-. Pobre conejo.
 -Entonces deberías reírte, Heller. Por educación.
 Ella se rió por él y lo condujo entre los coches aparcados en dirección al río. Pasando frente a establecimientos donde cortaban el pelo, vendían comida griega, fetiches, vídeos, trajes de goma, tapas y tatuajes.
 -¿Adónde vamos?
 Ella frunció el ceño e hizo un mohín con los labios. También se había olvidado de eso.
 -A ninguna parte. A un sitio que me gusta.
 -¿Es bonito? –dijo él, pero sólo por emitir algún sonido. Lo mismo podía haber ladrado. Había meado la última medicina en la esquina de Grove con Bedford, pero estaba contento, interesado por todo y nada confuso. Si ésta es una enfermedad, que me den una docena, dijo para sí. Si estoy enfermo, entonces las medicinas son un delito. Un crimen mayor que la Bomba Atómica.
 El Gordo y el Chaval, dijo para sus adentros. Otro nombre perfecto para Calavera y Esqueleto. Pensó ahora en ellos con una especie de afecto. Se preguntó si se habían dado por vencidos y se habían ido a casa. A lo mejor están comiendo en algún sitio, pensó. Se los imaginó zampando tortitas en un restaurante barato.
 -Bastante bonito –repuso Emily-. Creí que el sitio te importaba un comino.
 Ha pasado un segundo, pensó. Menos de un segundo. ¿Cómo puedo haber tenido todos esos pensamientos? Extendió las manos, las palmas vueltas como las de un santo, admirando su peso y simetría. Sería capaz de correr un maratón con las manos. Podría mover los coches como un trilero los naipes. La ciudad tenía un aspecto nuevo, destellante a la luz del día, una cebolla sin la primera capa. Veía monedas en la acera y fachadas cubiertas de hiedra y viejas e inútiles astas de banderas y bolsas de la compra colgando como vampiros de los árboles. Veía marquesinas y aldabones y limusinas y perros arropados con anoraks. Había tantas cosas que ver que sentía vértigo. Los niños pequeños contemplan así el mundo, pensó. Luego lo olvidan.
 -Me persiguen –dijo al cabo-. Son dos.
 Emily no contestó. Él respiró hondo y decidió intentarlo de nuevo.
 -Son del colegio –dijo, observándola. Ella tenía las manos metidas en los bolsillos de atrás-. Del sitio adonde me mandaron. Calavera y Esqueleto.
 -¿Te enviaron a un sitio que se llama Calavera y Esqueleto?
 -Ahora estoy viendo el mundo como un niño pequeño –anunció tapándose la cara y mirando entre los dedos extendidos-. Es interesante.
 -Antes pensaba que eras como un niño. –Ella sonrió tímidamente, mirando a la acera-. Me parece que ya no.»
 
[El fragmento pertenece a la edición en español de la editorial Anagrama, en traducción de Benito Gómez Ibáñez. ISBN: 978-84-339-7520-1.]

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