«En 1985, Jacques Cousteau, el famoso
explorador de las profundidades marinas, probaba un traje de buzo frente a las
costas de Francia. Estaba hecho de bauxita prensada y acero industrial y
Cousteau creía que permitiría bajar a más de sesenta metros, el récord de
profundidad por aquel entonces. Eligieron para la prueba un despejado día de
junio, la época del año en que las corrientes son más débiles. La inmersión
estaba prevista para las tres de la tarde.
Cousteau era un anciano por entonces, pero
insistió en llevar personalmente el traje. Un médico y un técnico estaban
preparados para actuar en el Calypso
y el hijo de Cousteau, Émile, manejaba las bombonas de oxígeno. Aparte de
ellos, los únicos testigos eran la tripulación del buque, media docena de
marinos mercantes de Marsella y un periodista del suplemento dominical de un
periódico de la localidad. El cielo era claro y azul. En las proximidades había
unos yates anclados, pero nadie prestaba mucha atención. Después de tomar la
temperatura del agua y comprobar de nuevo los accesorios de la escafandra,
Cousteau se metió en el agua.
Al
principio procuró no bajar deprisa. Se detenía cada tres metros y comprobaba
cada uno de los indicadores, haciendo luego una marca con tiza en una pequeña
pizarra. Pero a los nueve metros y medio –el récord mundial de inmersión
libre-, recibió una tremenda impresión. De pronto había un hombre a su lado,
flotando en posición vertical y saludándolo con la mano, vestido únicamente con
unos calzoncillos de algodón. Cousteau decidió no hacer caso y proseguir la
inmersión. Para su asombro, el hombre lo siguió y al cabo de cinco metros más
ya estaban de nuevo a la par. Cousteau hizo lo posible por continuar pero
cuando, a los treinta metros –quince metros más del récord de inmersión sin
bombonas de oxígeno- el hombre continuaba frente a él, se rindió y le escribió
un mensaje en la pizarra, preguntándole cómo podía seguir vivo a aquella
profundidad. El hombre le cogió la pizarra, escribió su respuesta y se la dio.
-¿Y entonces? –preguntó Emily-. ¿Qué le dijo?
-¡Me
estoy ahogando, gilipollas!
Ella se tapó la boca con la mano.
-Ése no me lo sabía, Heller. No tiene mucha
gracia.
-Lo sé –contestó Lowboy-. Ayer ni siquiera
podía contar chistes.
-Pero tiene buenos detalles. –Apagó el
cigarrillo y se apartó el pelo de los ojos-. ¿Qué es la bauxita?
-Es con lo que hacen los trajes isotérmicos
–explicó él. Se pellizcó la nariz y le fallaron las rodillas.
-Voy a contarte uno –dijo ella, pasándole el
mechero y el paquete-. ¿Preparado?
-Preparado.
Estaban en la esquina de Christopher con la
Séptima y la gente y los coches pasaban como pájaros asustados. Ella lo cogió
del brazo y le hizo detenerse, como si sólo pudiera contarlo estando parada. A
su espalda había una valla publicitaria que decía: LA META MATA. Ella contuvo
la respiración, mirándolo fijamente hasta que le prestó atención, luego dejó
escapar el aliento. Un vehículo policial de tres ruedas pasó petardeando frente
a ellos.
-Un oso y un conejito están cagando en el
bosque. El oso pregunta al conejo: “¿No te molesta que se te quede la mierda
pegada a la piel?” El conejo lo piensa un poco y luego dice: “No mucho, no.” De
manera que el oso… -Lo miró con ojos entornados-. ¿Lo pillas, Heller?
Él
asintió con la cabeza.
-No, en realidad no.
-El oso se limpia el culo con el conejo.
Lowboy alzó la cabeza y la miró. Seguía siendo
un poco más alta. Algo más de un centímetro, calculó. Estaba inmóvil de
espaldas a la calle Christopher, con el pelo de punta aquí y allá como el de
una mujer posesa. Una mujer, no una chica. Sonriendo como si lo conociera desde
el día en que nació.
-Tiene gracia –observó al fin-. Pobre conejo.
-Entonces deberías reírte, Heller. Por
educación.
Ella se rió por él y lo condujo entre los
coches aparcados en dirección al río. Pasando frente a establecimientos donde
cortaban el pelo, vendían comida griega, fetiches, vídeos, trajes de goma, tapas y tatuajes.
-¿Adónde vamos?
Ella frunció el ceño e hizo un mohín con los
labios. También se había olvidado de eso.
-A
ninguna parte. A un sitio que me gusta.
-¿Es bonito? –dijo él, pero sólo por emitir
algún sonido. Lo mismo podía haber ladrado. Había meado la última medicina en
la esquina de Grove con Bedford, pero estaba contento, interesado por todo y
nada confuso. Si ésta es una enfermedad, que me den una docena, dijo para sí.
Si estoy enfermo, entonces las medicinas son un delito. Un crimen mayor que la
Bomba Atómica.
El
Gordo y el Chaval, dijo para sus adentros. Otro nombre perfecto para Calavera y
Esqueleto. Pensó ahora en ellos con una especie de afecto. Se preguntó si se
habían dado por vencidos y se habían ido a casa. A lo mejor están comiendo en
algún sitio, pensó. Se los imaginó zampando tortitas en un restaurante barato.
-Bastante bonito –repuso Emily-. Creí que el
sitio te importaba un comino.
Ha
pasado un segundo, pensó. Menos de un segundo. ¿Cómo puedo haber tenido todos
esos pensamientos? Extendió las manos, las palmas vueltas como las de un santo,
admirando su peso y simetría. Sería capaz de correr un maratón con las manos.
Podría mover los coches como un trilero los naipes. La ciudad tenía un aspecto
nuevo, destellante a la luz del día, una cebolla sin la primera capa. Veía
monedas en la acera y fachadas cubiertas de hiedra y viejas e inútiles astas de
banderas y bolsas de la compra colgando como vampiros de los árboles. Veía
marquesinas y aldabones y limusinas y perros arropados con anoraks. Había
tantas cosas que ver que sentía vértigo. Los niños pequeños contemplan así el
mundo, pensó. Luego lo olvidan.
-Me
persiguen –dijo al cabo-. Son dos.
Emily no contestó. Él respiró hondo y decidió
intentarlo de nuevo.
-Son del colegio –dijo, observándola. Ella
tenía las manos metidas en los bolsillos de atrás-. Del sitio adonde me
mandaron. Calavera y Esqueleto.
-¿Te
enviaron a un sitio que se llama Calavera y Esqueleto?
-Ahora estoy viendo el mundo como un niño
pequeño –anunció tapándose la cara y mirando entre los dedos extendidos-. Es
interesante.
-Antes
pensaba que eras como un niño. –Ella sonrió tímidamente, mirando a la acera-.
Me parece que ya no.»
[El fragmento pertenece a la edición en español de la editorial Anagrama, en traducción de Benito Gómez Ibáñez. ISBN: 978-84-339-7520-1.]
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Realiza tu comentario: