Cuerpos y bienes
El dinero
«Creo sinceramente que las relaciones que
cada uno de nosotros mantiene con el dinero son tan fundamentales y
corresponden tanto a su personalidad como las que tiene con el sexo, Dios o la
muerte. Por ejemplo, quien haya visto día tras día a sus padres peleando en
sórdidas disputas alrededor de un monedero vacío, conservará unas heridas
psicológicas que podrían influir en él durante toda la vida. Probablemente hará
fortuna, orientando todos sus actos –sin siquiera darse cuenta de ello- a la
acumulación de dinero.
Demos pues ejemplo de confesión financiera.
Sin duda, yo represento el caso exactamente contrario al anterior. Mi padre no
poseía ninguna fortuna familiar, pero se ganaba la vida muy bien. Resultado: yo
jamás oí hablar de “dinero” en casa. Si no era para establecer este principio,
que es una de las poquísimas lecciones que me diera mi padre: cuando se tiene
dinero, se gasta; cuando no queda, se gana.
Yo
tenía siete años cuando todo el mundo hablaba del secuestro del hijo de Charles
Lindberg (1932). Acabé preguntándole a mi padre: “Si los gángsters me raptaran,
¿cuánto dinero darías para recuperarme?” Él fingió sumirse en un cálculo mental
y por fin me dijo: “Quizá llegaría hasta los cincuenta francos, ¡pero ni un
céntimo más!” La suma me pareció enorme y quedé imbuido, a la vez, de la
generosidad de mi padre y de mi propio precio. Por desgracia, mi madre lo
estropeó todo diciéndome: “Tu padre bromea. Puedes estar seguro de que tu padre
daría todo lo que tiene para recuperarte.” Aquellas palabras me escandalizaron.
Me parecieron excesivas, pasionales y a la postre inquietantes. Ya me veía como
la causa de la ruina de toda la familia. ¡Realmente, las mujeres resultan
imprevisibles!
Sea como sea, el caso es que sigo sin tener el
menor sentido del dinero. Será que gano el suficiente para no tener que pensar
en él. ¿Qué más se puede desear? Si acudo a mis recuerdos, me doy cuenta de que
durante muchos años viví en una pobreza extrema. Ni siquiera me daba cuenta de
ello.
En
lo que se refiere al “tren de la casa”, como se decía antes, voy bastante de
acuerdo con mi tiempo. La desaparición del “servicio” me parece una buena cosa.
Me habría horrorizado tener criados. La verdadera libertad consiste en
hacérselo todo uno mismo. En cambio, me parece que me habría encantado ser un
mayordomo con mucho estilo en una gran mansión aristocrática. Ser testigo de
todo sin ser visto por nadie, porque uno no forma parte de “la sociedad”.
Cuando los invitados y los señores se ríen de una broma, el rostro del mayordomo
debe permanecer helado. Una sonrisa por su parte constituye una grosera falta
de profesionalidad. La señora de la casa le recibe a horcajadas sobre el bidé.
Es que no es un hombre. En el fondo, yo debo tener alma de criado.
Compadezco a aquellos que tienen un respeto
sacrosanto por el dinero. Desprecio a aquellos que lo temen o lo odian. Hay una
profunda afinidad entre el dinero y el sexo. Dar dinero a un(a) compañero(a)
sexual es el gesto más natural y sin duda el más arcaico del mundo. Es la Morgengabe de los antiguos germanos.
Lean el capítulo “Matrimonio” del Código Civil. No se habla en él más que de
dinero. La diferencia de sexos no es condición indispensable para el
matrimonio, de manera que los matrimonios homosexuales son perfectamente
legales. El odio hacia el dinero es sólo la máscara del odio hacia el sexo. La
ecuación sexo=dinero es causa de grandes satisfacciones. Quien da dinero se
asegura una especie de dominio feudal sobre el cuerpo y el alma de quien lo
recibe. “Bolsa: 1.Saco pequeño para el dinero; 2. Envoltorio de los testículos”
(Larousse).
Pero llega el momento de hablar del oro y ahí,
para mí, todo cambia. Para ser completo, tengo que contar la historia de mi
lingote.
[…]
Un jugador en el mar
Ocurrió en Montignac-l’Océan, una estación
famosa por su playa y por su casino. Como no sabía qué hacer por la noche,
decidí que iría a tentar la suerte con la ruleta, cosa que constituía para mí
una auténtica novedad. Me rondaba por la cabeza la frase de un amigo mío
matemático: “En comparación con la Loto o el Quarté, la ruleta es una auténtica
inversión de padre de familia.” Sin duda ello es cierto para un calculador de
probabilidades, pero la ruleta también es más apetitosa y no se sabe de nadie
que se haya arruinado jamás con la Loto.
Cambié doce fichas y las deposité tímidamente,
una tras otra, sobre el tapete verde. La raqueta del croupier las arrastró
inexorablemente, una tras otra. Lo había perdido todo. Ya estaba iniciado, pero
también vacunado para siempre jamás contra la fiebre del juego. Pensé
agriamente que la diosa Fortuna no tenía absolutamente ninguna psicología. Si
hubiera querido seducirme, tendría que haberme dejado ganar un poquito, ¡qué
caray!
Fui a sentarme en la terraza y dejé reposar la
mirada abarcando con ella el horizonte fosforescente en el que parpadeaba un
faro rojo.
-¿Me permite?
Un
hombre se inclinaba ante mí. Pude distinguir su pelo blanco, un rostro ascético
y un smoking raído que me pareció el colmo de la elegancia, puesto que
visiblemente era usado cada noche. Pensé que quería coger una silla. Pero no,
lo que quería era sentarse a mi mesa. Después de todo, estábamos en una especie
de club. Así pues, se sentó frente a mí.
No
me había visto nunca en el casino. No, en efecto, era la primera vez que venía.
Y sin duda, también la última. Le
informé de mi breve experiencia. En total, estuvimos dos horas hablando y fue
entonces cuando fui realmente iniciado en el juego. Mis modestas pérdidas me
permitían cuando menos pagar las consumiciones. Era todo lo que me pedía a
cambio de las lecciones que me dio.
Al
llegar al final se puso lírico y perentorio:
-Sepa usted, caballero, que nosotros, los
hombres de suerte, formamos una raza aparte que obedece a unas leyes que
ustedes, los hombres de razón, ignoran. No pretendo iniciarle en unos secretos
a los que se muestra usted totalmente refractario. Pero escuche esta anécdota
que tal vez le hará calibrar las dimensiones del abismo que nos separa.
En
mi juventud tuve un compañero de juego; cada noche nos jugábamos nuestra
fortuna, cada noche nuestras vidas, cada mañana nuestro honor… Precisamente una
mañana, después de una noche de infierno, mi amigo se precipitó en brazos de su
padre. Le confesó sumido en llanto que lo había jugado todo y todo lo había
perdido. Las deudas de honor se habían comido sus bienes, sus tierras, los
castillos de toda la familia. Sólo le quedaba la mano para hacer señales en la
carretera y los ojos para llorar. El viejo lo empujó con una mirada flamígera:
“No, te queda otra salida.” Se acerca a la pared, descuelga de una panoplia una
antigua pistola de plata, se toma el tiempo necesario para cargarla y la pone
en la mano de su único heredero. “Y ahora, ve y cumple con tu deber.” Pues es
bien cierto que el hombre devorado por las deudas de honor se libera de ellas
suicidándose.
El
joven huyó. El padre estuvo esperando angustiado la detonación que le diría que
había perdido a su hijo. Pero no pasaba nada. Pasó el día. Pasó la noche. El
anciano creyó morir de pena.
Al
día siguiente, a la misma hora que el día anterior, el joven interrumpió en su
habitación. Estaba riendo y llevaba en las manos bolsas de oro. “¡Hurra, padre!
–exclamó-. Vendí el arma preciosa que me diste. Y regresé al casino. ¡Y he
ganado, he ganado, he ganado! ¡He recuperado todo lo que había perdido y mucho
más!”
Esta historia contiene dos lecciones. La
primera es que estamos poseídos por una esperanza indestructible.
In-des-truc-ti-ble, ¿comprende usted? No hay catástrofe capaz de abatirnos.
¿Sabe usted por qué? Porque toda pérdida contiene en sí la promesa de una
ganancia, toda ruina la certeza de una inmensa e inminente fortuna. A veces el
mundo se presenta como un tejido de causas y efectos con un desarrollo
inexorable. No hay lugar para la esperanza, para el sueño. Ese determinismo
implacable tranquiliza al hombre de razón. Al jugador, le desespera. El azar
que el jugador introduce por la fuerza entre las mallas de esa red mediante las
cartas o la ruleta, es para él una bocanada de oxígeno. Se dice que la
naturaleza tiene horror al vacío. Pero el jugador siente una necesidad vital de
ese vacío. El hombre de razón y él obedecen a dos principios opuestos. “No
dejar nada al azar” es la ley del hombre de razón. “Dar siempre una oportunidad
al azar” es la del jugador.
La
otra lección de esta anécdota es el amor por la vida que anima al jugador, que
es su ánima. Sin duda, para usted,
esto es lo más ininteligible, el amor por la vida. Henry Miller decía: “A quien
no sigue su destino, la mala suerte le arrastra por la cola.” Discúlpeme, pero
creo que eso es lo que le ha ocurrido a usted esta noche.
Y
ahora recuerden esto, por favor. La pasión por el juego es la más puramente
espiritual de todas las pasiones. No tiene prolongación psicológica como la del
sexo o el alcohol. Por tanto, no perjudica la salud. Y –paradoja suprema- es
desinteresada. Sí, señor, desinteresada, por sorprendente que pueda parecerle.
En ustedes, los hombres de razón, el interés orienta todas las palabras y los
actos, como el imán dirige en un único sentido todas las limaduras de hierro.
El dinero concebido así mata todo lo que vive a su alrededor. El único recurso
que les queda a ustedes es fingir que se olvidan de esa parte sórdida de su
existencia. Para nosotros, al contrario, es el carburante de nuestros sueños,
un elixir mágico, el genio bueno y todopoderoso que se nos lleva volando.»
[Los fragmentos pertenecen a la edición en español de Editorial Acantilado, 2002, en traducción de Luis María Todó. ISBN: 84-95359-88-X. ]
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