23.-Plantar las vides a mano
«Era primavera y había llegado el momento de
plantar las vides.
Lo
que me faltaba. Además de las docenas de decisiones que tenía que tomar
diariamente para terminar el interior de la casa –encontrar mármol para la
encimera de la cocina, elegir el mobiliario del baño, las luces, los pomos de
las puertas, los armarios y cómodas-, ahora tenía que empezar a tomar docenas
de decisiones para poner en marcha el viñedo.
Primero tenía que decidir cuál sería la
orientación de las filas. Lo más común es que las filas sigan la orientación
del terreno para facilitar el drenaje. La razón es comprensible: si conduces el
tractor perpendicular a la pendiente acabará formando largos surcos que
retendrán el agua. Además, justo después de la lluvia hay que entrar con unas
máquinas especiales, pues es cuando las vides tienen más necesidad de
tratamientos de sulfuro, de cobre.
Por desgracia, la fortuna no quería ponernos
las cosas fáciles.
Un
tractor necesita seis metros y medio para dar la vuelta. En propiedades como la
nuestra, con muchos campos pequeños, dejar amplias franjas sin trabajar en los
márgenes de cada plantación consume mucha tierra, así que la solución es
simple: cuantas menos filas, mejor. Y eso significaba que nuestras filas tenían
que ser bien largas. La mejor opción era, entonces, orientarlas en
perpendicular con respecto a la cuesta.
El
sol y el viento son también dos factores importantes a tener en cuenta a la
hora de elegir la dirección de las filas. En zonas con pocas horas de luz es
mejor hacerlas correr en el eje norte-sur para asegurar que darán el sol en los
dos lados. Así madurarán equitativamente. Sin embargo, nuestra zona es también
de las que reciben más lluvias. En ese caso, es mejor hacer correr las filas en
la dirección que sopla el viento. Así el suelo y las hojas se secan más
rápidamente y se evita que salgan hongos y moho.
Bueno, si creéis que es aburrido leer sobre
estos asuntos, imaginaos lo que es tener que tomar centenares de decisiones de
este tipo. Fabrizio y yo pasamos horas discutiendo los pros y los contras,
hasta que él tomó la decisión definitiva casi sin darse cuenta:
-Sería hermoso ver todas las viñas de cara al
llegar en coche por el camino. Que pasaran una por una, como una espina de
pescado.
Funcionó como un hechizo, de repente todo
encajaba: la parte que tenía más dificultades con el drenaje recibiría más
viento, la otra recibiría un poco más de sol.
Después tuvimos que decidir la distancia
óptima entre una fila y otra y también la que separaría cada vid de su vecina.
Según la teoría, el espacio ideal entre vides es de un metro. El problema es
que si quieres meter tres mil vides en media hectárea de terreno hay que
apretar mucho las filas. Entonces, o bien compras un tractor de juguete para
pasar entre ellas o máquinas gigantes que abarcaran dos filas en cada pasada.
Dejamos en setenta y cinco centímetros la distancia entre vides y separamos las
filas algo más de un metro y medio.
Tras un cálculo rápido, nos dimos cuenta de
que, para nuestras seis hectáreas, necesitábamos por lo menos unos 7.500
postes, uno cada seis plantas. La pregunta que se planteaba era: ¿qué longitud
debería tener cada poste, y cuál era el material idóneo? Durante esos días no
me separaba ni un minuto de la botella de vino.
La
altura es de vital importancia: si los postes son demasiado altos, cada fila
hace sombra a la base de la contigua y la maduración no se produce de forma
equitativa. Si los postes son demasiado bajos, el cable más cercano al suelo
(donde a menudo se apoyan los racimos) queda tan bajo que habrá que contratar
liliputienses para podar y recoger. Así que elegimos los postes de un metro y
medio, ideales para trabajar y poder chismorrear con el compañero que trabaja en la fila de al
lado.
Los castaños que crecían cerca del volcán
siempre se habían usado para hacer postes. Había que cortarlos cuando la sabia
dejaba de circular, para que la madera fuera más resistente a la intemperie. El
extremo de los postes se afilaba y se quemaba, para protegerlo de la podredumbre.
Pero estos postes no nos servían, pues tienden a ser demasiado gruesos e
irregulares, y pasar con el tractor por entre las filas estrechas hubiera sido
peligroso. Había que elegir unos postes distintos. Por favor, tened la bondad
de pasarme la botella.
Los postes hechos con pino se tratan con
sal, y eso no le conviene al terruño.
Los postes de cemento son baratos pero se rompen si los tocas con las ruedas
del tractor. Los postes de metal son muy adecuados porque están galvanizados y
tienen pequeños garfios que sirven para fijar los cables, pero son feos.
Así que al final, en un arranque de
patriotismo, me decidí por los postes de acacia de Hungría. Son muy
resistentes, densos y tan duros que no se puede ni clavar un clavo en ellos. Lo
cual no es poco inconveniente cuando hay que clavar cinco en cada uno de los
7.500 postes. Tuvimos que preparar previamente cada uno de los agujeros, y en
eso se evaporaron, como la grapa de Josef, otras dos semanas de nuestras vidas.
***
Un día vi a Fabrizio que venía corriendo a
través de los campos pelados, agitando una hoja de papel.
-¿Es que no has leído el análisis del
terreno? -me dijo. Parecía enfadado-. Te
dije que nos faltaban microorganismos. ¡Las vides jóvenes los necesitan!
No tenía ni idea de qué eran esos
microorganismos pero me golpeé la frente y dije:
-Mon
Dieu! Se me fue completamente de la cabeza.
-Pues buena jugarreta me has hecho
–refunfuñó-. He pedido quince camiones de… ¿cómo se dice fertilisante organique de primera clase?
-Mierda de vaca –propuse.
Llegaron quince remolques de estiércol e
hicieron una montaña que tenía la altura de un rascacielos. Durante una semana
estuvimos cavando, removiendo, inhalando y caminando hundidos hasta las
rodillas en la mierda. Cuando acababa la jornada, nuestras cavidades nasales
estaban forradas con su hedor penetrante.
Y esto sólo para que tú puedas recostarte
cómodamente a la luz de las velas y sorber un buen trago de vino.
***
Pero aún estábamos en el calentamiento. La verdadera
diversión empezó cuando un camión con matrícula francesa apareció en el camino
de entrada. Dentro había una montaña de sacos de plástico blancos llenos de lo
que sería nuestro futuro viñedo. En ese momento descubrimos cuán minucioso
podía llegar a ser Guillaume. Cada saco tenía anotada la variedad –Sangiovese,
Merlot, Cabernet Sauvignon y Syrah- y el tipo de rizoma, la parte que va
hundida en la tierra. También estaba marcado el tipo de cepa, la parte que
sobresale del suelo y de la que saldrán los brotes. Pero había una
complicación: las hojas de instrucciones decían que los contenidos debían
mantenerse refrigerados a una temperatura no menor de 1,6 grados o se abrirían
y se romperían cuando intentáramos plantarlas. Acababa de llover y las viñas estaban
hechas un cenagal. No podíamos empezar a plantar hasta dentro de una semana,
por lo menos. Imaginé que para entonces las bolsas se habrían convertido en
fantásticas parras llenas de uvas.
Tommi Bucci vino de nuevo al rescate y nos
ofreció la habitación refrigerada de Banfi durante el tiempo que quisiéramos.
Me temo que no saldaremos la deuda con este hombre hasta dentro de tres
generaciones.
***
La mayoría de los vinicultores modernos
plantan las vides con máquinas. Pero no los Máté. En este caso, el método
“artesanal” no lo pusimos en práctica por manías personales sino porque nos
pareció que era la vía más rápida de acabar en el asilo. El procedimiento con
máquinas es bien sencillo: se proyecta un rayo láser de un extremo a otro de la
fila y la máquina lo usa como referencia para plantar vides. Es un sistema
eficiente y veloz pero sólo se puede usar si los extremos de las filas están
bien alineados. Si las filas tienen forma de arco como las nuestras –y eran así
para hacer rendir cada centímetro de nuestro extravagante terreno-, era
prácticamente imposible programar el recorrido que debía hacer la máquina. Así
que plantamos 42.000 de esos pequeños cabroncetes a mano, uno a uno.
En realidad fue casi tan divertido como
recoger las uvas.»
[El texto pertenece a la edición en español de la editorial Seix Barral, 2009, en traducción de Ferran Mendoza Soler. ISBN: 978-84-322-3193-3.]
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