viernes, 27 de julio de 2018

Memorias de España.- Giacomo Casanova (1725-1798)


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Capítulo segundo [Vol. 10, cap. XII]

«La puerta del cuarto que me asignó el posadero tenía un cerrojo por fuera y nada, por dentro, de lo que yo pudiera servirme para cerrar mi puerta cuando fuera a acostarme; la puerta sólo se abría y cerraba con el picaporte. Yo no dije nada la primera ni la segunda noche, pero la tercera le dije a mi cochero que no quería soportar aquello. Me respondió que tenía que soportarlo en España porque, debiendo la Santa Inquisición ser siempre dueña de mandar a ver lo que los extranjeros podían hacer de noche en su cuarto, los mismos extranjeros no podían encerrarse en él.
 -¿De qué puede ser tan curiosa vuestra maldita Santa Inquisición?
 -De todo. De ver si coméis carne un día de vigilia. De ver si en el cuarto hay varias personas de los dos sexos, si las mujeres se acuestan solas o con los hombres, y para saber si las que están acostadas con los hombres son sus mujeres legítimas, y para poder encarcelarlos si los certificados de matrimonio no testifican a su favor. La Santa Inquisición, señor don Jaime, vela continuamente en nuestro país por nuestra salvación eterna.
 Cuando nos encontramos con un clérigo que iba a administrar el Santo Sacramento a un moribundo, el señor Andrea se detuvo y me dijo en un tono imperioso que me apease del coche y me arrodillase, incluso en el barro, si lo había allí; había que obedecer. El gran asunto de entonces en materia de religión en las dos Castillas era el de los pantalones sin portañuela (1). Metían en la cárcel a quienes los llevaban y castigaban a los sastres, pero a pesar de ello seguían llevándose, y los curas y los frailes se desgañitaban en vano desde sus púlpitos lanzando invectivas contra esta indecencia. Era de esperar una revolución que habría hecho reír a toda Europa, pero afortunadamente todo terminó sin derramamiento de sangre. Se proclamó un edicto y se lo fijó impreso en la puerta de todas las iglesias. Decía que sólo se permitiría al verdugo llevar pantalones hechos de aquella manera. Entonces se pasaron de moda, porque nadie quería que le tomasen por verdugo ni valerse de semejante privilegio.
 Empezando así a conocer poco a poco a la nación en la que iba a vivir, llegué a Guadalajara, Alcalá y Madrid. ¡Guadalajara y Alcalá! ¿Qué son estas palabras, qué estos nombres de los que no entiendo más que la vocal a? Es que la lengua de los moros, de los que España había sido patria durante varios siglos, había dejado en ella cantidad de palabras. Todo el mundo sabe que la lengua árabe es abundante en aes. Y los eruditos no se equivocan al deducir de ello que el árabe debe de ser la más antigua de las lenguas, puesto que la a es la más fácil de todas las vocales porque es la más natural. […] Sea de ello lo que quiera, la lengua española es sin contradicción una de las más bellas del universo, sonora, enérgica, majestuosa, si se pronuncia ore rotundo (2), apta para la armonía de la poesía más sublime y que sería igual que el italiano en relación a la música si no tuviera las tres letras guturales que echan a perder su dulzura, a pesar de todo lo que los españoles, que como es lógico son de opinión contraria, puedan decir. Hay que dejarlos que digan: quisquis amat ranam, ranam putat esse Dianam (3). Sin embargo, su acento la hace parecer a los oídos imparciales más imperativa que el resto de las lenguas.
 Al entrar por la Puerta de Alcalá, se me hizo una inspección y como la mayor preocupación de los empleados eran los libros, mostraron su descontento cuando no me encontraron más que la Ilíada en griego. Me la quitaron y me la llevaron tres días después a la calle de la Cruz, al café donde fui a alojarme a pesar del señor Andrea, que quería llevarme a otro sitio. Un buen hombre me había proporcionado esta dirección en Burdeos. Una ceremonia de la que fui objeto en la Puerta de Alcalá me molestó mucho. Un empleado me pide un pellizco de tabaco. Se lo doy: era rapé.
 -Señor, este tabaco está maldito en España.
 Y al decir estas palabras, echa todo mi tabaco al suelo y me da la tabaquera vacía.
 En ningún sitio se es tan riguroso con el tabaco como en España, donde, sin embargo, triunfa el contrabando más que en otras partes. […] El aire de Madrid es malo para todos los extranjeros porque es puro y sutil; sólo es bueno para los españoles, todos ellos delgados, escuchimizados, frioleros hasta el extremo de que cuando sopla el menor viento, incluso en el mes de agosto, no se exponen a él más que envueltos hasta las cejas en una capa grande paño. Las inteligencias de los hombres de este país están limitadas por una infinidad de prejuicios; las de las mujeres son en general bastante más desenvueltas; y los unos y las otras se hallan sujetos a unas pasiones y unos deseos tan vivos como el aire que respiran. Todos ellos son enemigos de lo extranjero; y no se encuentran en condiciones de dar una buena razón para ello, porque su enemistad no procede más que de su odio innato; añadid a este odio un desprecio que sólo puede nacer de que lo extranjero no es español. […]

Capítulo sexto [Vol. 11, cap. IV]
 Como había dado mi palabra al marqués de Mora y al coronel Rojas de ir a verlos a Zaragoza, he querido mantenerla. He llegado completamente solo a primeros de septiembre y he pasado allí quince días. He observado las costumbres de los aragoneses. Las leyes del conde de Aranda no tienen vigencia en aquella ciudad; encontraba en la calle, de día y de noche, hombres con un gran sombrero de ala ancha y una capa negra que les llegaba a los talones; eran verdaderas máscaras, porque la misma capa les envolvía el rostro hasta los ojos. No se veía nada. Debajo de la capa, la máscara tenía el espadín, que era una espada la mitad más larga que la ordinaria que los hombres de bien llevan en Francia, en Italia y en Alemania. Estas máscaras eran muy respetadas. Las más de las veces eran unos tunantes, pero podían ser grandes señores. He observado en Zaragoza la gran devoción que se tenía a Nuestra Señora del Pilar. He visto procesiones en las que llevaban estatuas de madera gigantescas. Me llevaron a reuniones en las que he encontrado frailes. Me presentaron a una señora muy gruesa, a la que me anunciaron como sobrina del bienaventurado Palafox, esperando verme transportado de veneración, y he conocido a un canónigo Pignatelli que presidía la Inquisición y que todas las mañanas hacía meter en la cárcel a la alc… que le había dado de cenar el día de antes con una p…(4) que había pasado la noche con él. Se levantaba y, después de esta ejecución, iba a confesarse, decía misa, comía después, el demonio de la carne se apoderaba de él, le buscaban otra mujerzuela, la gozaba y al día siguiente por la mañana hacía lo que había hecho el precedente; y todos los días era igual. Siempre luchando entre Dios y el diablo, este canónigo era durante la velada el más feliz y por la mañana el más desgraciado de los hombres.
 Los combates de toros en Zaragoza eran más bonitos que en Madrid; no sujetaban a los toros con sogas, iban libremente por la liza y las carnicerías eran mayores. El marqués de Mora y el conde de Rojas me dieron muy buenas comidas. Este marqués de Mora era con toda seguridad el más amable de todos los españoles; ha muerto muy joven, dos años después. Me hicieron ver a unas cortesanas, pero con la imagen de doña Ignacia, que me seguía a todas partes, era imposible que encontrase una mujer agradable. La gran iglesia de Nuestra Señora del Pilar estaba junto a las murallas de la ciudad. Consideraban a este baluarte como inexpugnable; están más que seguros de que, en el caso de un sitio, puede que los enemigos entrasen por todas partes pero nunca por allí.»

(1) Es decir, sin la tira de tela con la que se tapa la bragueta.
(2) “Con la boca redonda.” Horacio, Ars poetica, 323.
(3) “Quien ama a las ranas se imagina que Diana es una rana.”

(4) Alcahueta… puta.

  [Los fragmentos pertenecen a la edición en español de Ediciones Áltera,  2011, en traducción de Ángel Crespo. ISBN: 84-89779-25-2.]
 

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