Capítulo segundo [Vol. 10, cap. XII]
«La
puerta del cuarto que me asignó el posadero tenía un cerrojo por fuera y nada,
por dentro, de lo que yo pudiera servirme para cerrar mi puerta cuando fuera a
acostarme; la puerta sólo se abría y cerraba con el picaporte. Yo no dije nada
la primera ni la segunda noche, pero la tercera le dije a mi cochero que no
quería soportar aquello. Me respondió que tenía que soportarlo en España
porque, debiendo la Santa Inquisición ser siempre dueña de mandar a ver lo que
los extranjeros podían hacer de noche en su cuarto, los mismos extranjeros no
podían encerrarse en él.
-¿De qué puede ser tan curiosa vuestra maldita
Santa Inquisición?
-De todo. De ver si coméis carne un día de
vigilia. De ver si en el cuarto hay varias personas de los dos sexos, si las
mujeres se acuestan solas o con los hombres, y para saber si las que están
acostadas con los hombres son sus mujeres legítimas, y para poder encarcelarlos
si los certificados de matrimonio no testifican a su favor. La Santa Inquisición,
señor don Jaime, vela continuamente en nuestro país por nuestra salvación
eterna.
Cuando nos encontramos con un clérigo que iba
a administrar el Santo Sacramento a un moribundo, el señor Andrea se detuvo y
me dijo en un tono imperioso que me apease del coche y me arrodillase, incluso
en el barro, si lo había allí; había que obedecer. El gran asunto de entonces
en materia de religión en las dos Castillas era el de los pantalones sin
portañuela (1). Metían en la cárcel a quienes los llevaban y castigaban a los
sastres, pero a pesar de ello seguían llevándose, y los curas y los frailes se
desgañitaban en vano desde sus púlpitos lanzando invectivas contra esta
indecencia. Era de esperar una revolución que habría hecho reír a toda Europa,
pero afortunadamente todo terminó sin derramamiento de sangre. Se proclamó un
edicto y se lo fijó impreso en la puerta de todas las iglesias. Decía que sólo
se permitiría al verdugo llevar pantalones hechos de aquella manera. Entonces
se pasaron de moda, porque nadie quería que le tomasen por verdugo ni valerse
de semejante privilegio.
Empezando así a conocer poco a poco a la
nación en la que iba a vivir, llegué a Guadalajara, Alcalá y Madrid.
¡Guadalajara y Alcalá! ¿Qué son estas palabras, qué estos nombres de los que no
entiendo más que la vocal a? Es que la lengua de los moros, de los que España
había sido patria durante varios siglos, había dejado en ella cantidad de
palabras. Todo el mundo sabe que la lengua árabe es abundante en aes. Y los
eruditos no se equivocan al deducir de ello que el árabe debe de ser la más
antigua de las lenguas, puesto que la a es la más fácil de todas las vocales
porque es la más natural. […] Sea de ello lo que quiera, la lengua española es
sin contradicción una de las más bellas del universo, sonora, enérgica,
majestuosa, si se pronuncia ore rotundo
(2), apta para la armonía de la poesía más sublime y que sería igual que el
italiano en relación a la música si no tuviera las tres letras guturales que
echan a perder su dulzura, a pesar de todo lo que los españoles, que como es
lógico son de opinión contraria, puedan decir. Hay que dejarlos que digan: quisquis amat ranam, ranam putat esse Dianam
(3). Sin embargo, su acento la hace parecer a los oídos imparciales más
imperativa que el resto de las lenguas.
Al
entrar por la Puerta de Alcalá, se me hizo una inspección y como la mayor
preocupación de los empleados eran los libros, mostraron su descontento cuando
no me encontraron más que la Ilíada en griego. Me la quitaron y me la llevaron
tres días después a la calle de la Cruz, al café donde fui a alojarme a pesar
del señor Andrea, que quería llevarme a otro sitio. Un buen hombre me había
proporcionado esta dirección en Burdeos. Una ceremonia de la que fui objeto en
la Puerta de Alcalá me molestó mucho. Un empleado me pide un pellizco de
tabaco. Se lo doy: era rapé.
-Señor, este tabaco está maldito en España.
Y
al decir estas palabras, echa todo mi tabaco al suelo y me da la tabaquera
vacía.
En
ningún sitio se es tan riguroso con el tabaco como en España, donde, sin
embargo, triunfa el contrabando más que en otras partes. […] El aire de Madrid
es malo para todos los extranjeros porque es puro y sutil; sólo es bueno para
los españoles, todos ellos delgados, escuchimizados, frioleros hasta el extremo
de que cuando sopla el menor viento, incluso en el mes de agosto, no se exponen
a él más que envueltos hasta las cejas en una capa grande paño. Las
inteligencias de los hombres de este país están limitadas por una infinidad de
prejuicios; las de las mujeres son en general bastante más desenvueltas; y los
unos y las otras se hallan sujetos a unas pasiones y unos deseos tan vivos como
el aire que respiran. Todos ellos son enemigos de lo extranjero; y no se
encuentran en condiciones de dar una buena razón para ello, porque su enemistad
no procede más que de su odio innato; añadid a este odio un desprecio que sólo
puede nacer de que lo extranjero no es español. […]
Capítulo sexto [Vol. 11, cap. IV]
Como había dado mi palabra al marqués de Mora
y al coronel Rojas de ir a verlos a Zaragoza, he querido mantenerla. He llegado
completamente solo a primeros de septiembre y he pasado allí quince días. He
observado las costumbres de los aragoneses. Las leyes del conde de Aranda no
tienen vigencia en aquella ciudad; encontraba en la calle, de día y de noche,
hombres con un gran sombrero de ala ancha y una capa negra que les llegaba a
los talones; eran verdaderas máscaras, porque la misma capa les envolvía el
rostro hasta los ojos. No se veía nada. Debajo de la capa, la máscara tenía el
espadín, que era una espada la mitad más larga que la ordinaria que los hombres
de bien llevan en Francia, en Italia y en Alemania. Estas máscaras eran muy
respetadas. Las más de las veces eran unos tunantes, pero podían ser grandes señores.
He observado en Zaragoza la gran devoción que se tenía a Nuestra Señora del Pilar. He visto procesiones en las
que llevaban estatuas de madera gigantescas. Me llevaron a reuniones en las que
he encontrado frailes. Me presentaron a una señora muy gruesa, a la que me
anunciaron como sobrina del bienaventurado Palafox, esperando verme
transportado de veneración, y he conocido a un canónigo Pignatelli que presidía
la Inquisición y que todas las mañanas hacía meter en la cárcel a la alc… que
le había dado de cenar el día de antes con una p…(4) que había pasado la noche
con él. Se levantaba y, después de esta ejecución, iba a confesarse, decía
misa, comía después, el demonio de la carne se apoderaba de él, le buscaban
otra mujerzuela, la gozaba y al día siguiente por la mañana hacía lo que había
hecho el precedente; y todos los días era igual. Siempre luchando entre Dios y
el diablo, este canónigo era durante la velada el más feliz y por la mañana el
más desgraciado de los hombres.
Los combates de toros en Zaragoza eran más
bonitos que en Madrid; no sujetaban a los toros con sogas, iban libremente por
la liza y las carnicerías eran mayores. El marqués de Mora y el conde de Rojas
me dieron muy buenas comidas. Este marqués de Mora era con toda seguridad el
más amable de todos los españoles; ha muerto muy joven, dos años después. Me
hicieron ver a unas cortesanas, pero con la imagen de doña Ignacia, que me
seguía a todas partes, era imposible que encontrase una mujer agradable. La
gran iglesia de Nuestra Señora del Pilar estaba junto a las murallas de la
ciudad. Consideraban a este baluarte como inexpugnable; están más que seguros
de que, en el caso de un sitio, puede que los enemigos entrasen por todas
partes pero nunca por allí.»
(1) Es decir, sin la tira de tela con la
que se tapa la bragueta.
(2)
“Con la boca redonda.” Horacio, Ars
poetica, 323.
(3)
“Quien ama a las ranas se imagina que Diana es una rana.”(4) Alcahueta… puta.
[Los fragmentos pertenecen a la edición en español de Ediciones Áltera, 2011, en traducción de Ángel Crespo. ISBN: 84-89779-25-2.]
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