El hombre que detenía
los momentos
«¡El instante, el instante!
No sé cómo es posible que los demás, que
desconocen mi secreto, mi arte, puedan soportar la vida. No lo sé.
Yo estaba muriendo de nostalgia cuando una
noche de quimera vencí; realmente vencí, a fuerza de ansia, y encontré la más
hermosa de las artes perdidas. Yo sólo la reconstruí. Fue un recuerdo lejano
–de qué, lo ignoro- muy lejano, de más allá del sueño tal vez, lo que me mostró
el secreto. Lo desperté, no lo fui. Y tengo, verdaderamente tengo en mis manos
–puedo gritarlo- la vida que ante todos, hasta los más felices, hasta los más
poderosos, se escabulle, se deshace sin remedio, dolor tras dolor.
Vivir momentos grandiosos, tener cuerpos
magníficos, labios imperiales, y la gloria que nos unge en aureolas
ascendentes… ¿es eso la felicidad? ¡Mentira! Porque todo pasa, todo se
desvanece tan rápido como el tiempo. Y sufrimos la nostalgia: la nostalgia de
lo que fue –la menos cruel, porque ya lo sabemos-, la nostalgia de lo que será
–de lo que desconocemos-, la nostalgia de lo presente, que percibimos con
claridad, y por eso mismo se convierte en la nostalgia más violenta.
El hombre más feliz que puede haber es en
realidad un mero receptor de cuentas que se escabullen cada día entre sus
manos, mientras ve a sus hijos morir de hambre. Y así, entre los dedos del
hombre afortunado camina la belleza, es cierto, pero no permanece; minuto a
minuto se desliza en un escalofrío alucinante. E incluso si la belleza vuelve,
si ese hombre tiene alma, si es un artista, los ojos se le llenarán de
lágrimas, entristecido por lo que pasó y ya no volverá, simplemente porque ya ha sucedido.
La vida, sí, la vida, es una estrella
encantada, multicolor, de la lámpara mágica de mi infancia. Sobre la sábana en
la que extendíamos el meteoro fantástico se proyectaba inconscientemente,
apuntando nuevas formas, nuevos colores, y, como no podía creer en su mentira,
yo trataba, en vano, de fijarlo sobre la tela lanzando mis manos fascinadas
para atraparlo, para entrelazar la maravilla que se escabullía vertiginosamente
y no era más que luz que alcanzaba mis dedos, luz movediza, ilusión deshecha…
Al igual que la vida: la vida no se puede
tocar, es únicamente brillo, es sólo imagen fugitiva. Pues lo que fue no se
puede reproducir: así sucede con los besos, así con el sol, ni siquiera con los
tropiezos; nada vuelve a tener lugar. Y un secreto no se repite.
¡Qué grande sería aquel que consiguiera realizar la vida! ¡Dar forma, existencia,
a todos los momentos hermosos, dorados de angustia –y en cualquier caso,
grandes, perceptibles…- que han existido en algún momento! Para ese hombre la
vida tomaría nuevas dimensiones, sería altura, vértigo, ella que es únicamente
superficie…
Alzar la vida, sí, alzarla a almenas de oro y
bronce, adornarla con mirtos, si queremos, y poderla tocar… dar consistencia a
las pompas de gas fantástico, a la espuma rubia del champán… ¡haber tenido y tener! ¡Gloria máxima!
¡Apoteosis!
Pues bien -¡vuelos de triunfo!- en esto reside
mi secreto; éste es mi arte, mi arte perdido que, admirablemente, recuperé.
¡Sí! Yo edifico la vida en ansias eternizadas.
Tomo de ella lo que he sentido y lo alzo: lo bello, lo doloroso, lo real o lo
falso.
Así, si una tarde me ha atrapado violentamente
la sensación de haber olvidado un gran amor que nunca he tenido, ese instante
extraño, perturbador, equívoco, lo logré fijar: esculpí, lo tengo. Sé verlo,
volver a sentirlo, como quien hojea un libro que ya ha leído, pero que puede volver a leer.
Gracias a mi secreto, hojeo la existencia; la
hojeo realmente, no me limito a evocar, muerto de nostalgia, sus páginas
rasgadas. Y es que para los demás, las páginas de la vida no son más que
páginas que se han rasgado después de leerlas.
Y ¿cómo alzar el instante, cómo hacerlo
perdurable?
De mil maneras, como de mil maneras ejecuta su
arte el artista de genio. El artista de genio; no dije el Dios. Dios crea. Y
yo, lo destaco con tristeza, a pesar de que mi arte edifica la vida, no puedo
hacerla vivir: el instante dorado puedo palparlo, volver a verlo, besarlo una
vez más, pero no puedo -¡ah, no puedo!- hacer que le broten otras alas de
fuego. Únicamente los demás perdieron todo –el alma y el cuerpo de las horas-.
Yo, si perdí las almas, tengo lo cuerpos para recordar intensamente. Embalsamé
el instante.
Eso es todo.
No resucito. Petrifico.
Una de mis obras mejor trabajadas –no digo de
las mejores, pero sí de las más conseguidas- fue la fijación de un año en una
gran capital, dentro de mí, para siempre.
¡Yo sentía, amaba tan lúcidamente aquel suelo
ultracivilizado!
Cuando sentía una gran amargura, un tedio
mortal, al constatar la pérdida irremediable y definitiva de mi existencia,
volcaba con atención mi mirada fuera de mí mismo y, frente al río latino que se
deslizaba entre los puentes, tumultuosamente iluminados, frente al ruido urbano
y alejado que era la partitura del movimiento, mirando los candelabros
afilados, litúrgicos, que iluminaban aquella vida inmensa, me poseía un orgullo
alto, un júbilo infinito, por vivir en aquella capital asombrosa. Más aún.
Porque, en una ampliación del alma, yo la vivía verdaderamente –tanto era el
amor, tal vez la puerilidad, que me sutilizaba en aquella tierra,
nostálgicamente.
Y, como era inevitable, fatal, acabar
perdiéndola, decidí construirla, inalterable, en mi alma.
De este modo comencé a fijarla, emoción tras
emoción, poco a poco, pues era enorme –como quien prendiese con alfileres,
lentamente, cuidadosamente, una gran pieza de tela.
¡La petrifiqué, sí, en mi corazón, capital del
ansia; la completé para mi sentir de puntos de referencia, de rastros áureos a
través de maravillas! ¡La tengo, la tengo!
En un barrio tradicional vivía un amigo al que
muchas veces visitaba, premeditadamente.
En la misma pensión vivían algunas muchachas
del norte, de aquellas razas rubias que yo tanto quiero y, entre ellas, una que
me provocaba más nostalgia, rubia también, y eslava, de esa tierra rusa en la
que, extrañadamente, vive algo de mí.
Hablábamos los dos, lejanos y banales, con una
conversación que, no obstante, era agradable y fácil, gracias a los nombres de
los mismos artistas apreciados, las mismas obras admiradas, que, por momentos,
nos permitían reconocernos.
Esa criatura amable, tan heráldica para mi
sensibilidad, era valiosísima para mí como uno de los muchos vértices en los
que asentaría la capital deificada. Y entonces, una noche, le pedí que leyera
algunos de mis versos: su voz de encantamiento agitó durante unos instantes una
lengua misteriosa para ella, una lengua del sur que, en aquel lugar, sólo yo
podía comprender…
Ella
había hablado sólo para mí, y nunca más, nunca más, repetiría las palabras que
había murmurado sólo para mí.
Mis versos eran dorados… su boca también era
dorada…
Pero no fue todo:
Un día mi amigo vino a buscarme con una rosa
en la mano, diciendo que había ido a despedirse de ella, que se había marchado
para siempre. Y, al salir, se dejó la rosa que ella le había dado, esbelta y
ágil, al saltar al tren. Puse la rosa olvidada en un vaso de agua…
Al día siguiente, como mi amigo no había
venido a reclamarla, corté el tallo de la flor –que, sin duda, habían apretado
sus manos- y algunos pétalos marchitos. Encerré estos pobres restos en un gran
sobre que cerré posteriormente, y escribí en él su nombre sonoro, fluido y
ebrio.
Quien me hubiera visto, habría pensado: un
recuerdo amoroso, y quien me hubiera oído explicar los detalles, me diría:
“Usted obra así, amigo mío, por una ternura inconfesada. En el fondo, créame,
lo que pasa es que usted llegó a amar un poco a esa muchacha lejana, viajera
fugaz en su vida. Enternecimiento, dolor, abatimiento, nostalgia, y nada más,
se lo aseguro”.
¡Engaño, engaño! Para mí, esa criatura no era
más que un personaje, agradable, sin duda, pero espiritualmente anónima entre
la muchedumbre; una extraña como tantas otras. Simplemente, me había servido
como amable figurante de un escenario, de un tiempo de mi vida, que, por su
hermosura, yo quise retener. Y, más tarde, al revivir la pobre historia de la
rosa –enternecido, es cierto- al recitar los poemas que su boca leyó
armoniosamente, al ir a buscar en mis cajones el sobre en el que quedó algo de
ella –algo que puedo palpar, que puedo
destruir- lo reconstruiré todo en torno a la ciudad magnífica. Y una noche,
si quisiera hacerlo, rasgaré el sobre, abatiré
un instante de mi ciudad. Esta es la mayor prueba de que lo viví, de que lo
tuve: sólo quien posee puede destruir.
La suma de un gran número de instantes
retenidos es lo que produce la edificación perdurable de una época, de un
paisaje, dentro de nosotros, y gracias a este y otros detalles, conseguí
construir con momentos una maravillosa escultura urbana: leyendo letreros en
las calles, decorándolos, besando los árboles de los jardines, palpando la
tierra de los caminos, mirando rincones ignorados, ascendiendo altas columnas…
Pero tuve que luchar con la excesiva realidad
y con el exceso de cosas aprendidas.»
[El texto pertenece a la edición en español de Gadir Editorial, 2007, en
traducción de Juan José Álvarez Galán, pp. 233-239. ISBN-13:
978-84-935382-5-5.]