sábado, 2 de junio de 2018

Carta a un niño que nunca nació.- Oriana Fallaci (1929-2006)


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«Mira, empiezo por aquí. Empiezo anunciándote que ya no estarás solo y que si quieres librarte de los demás, de su forzosa compañía, no lo conseguirás.  Aquí una persona no puede bastarse a sí misma en soledad, como lo haces tú. Si lo intenta, enloquece. En el mejor de los casos, fracasa. De vez en cuando, alguien prueba y huye al bosque o al mar jurando que no necesita de los demás, que los demás no volverán a encontrarlo nunca. Pero lo encuentran. O incluso es él quien regresa. Y así, derrotado, vuelve a formar parte del hormiguero, del engranaje, para buscar en él desesperadamente su libertad. Oirás hablar mucho de libertad. En nuestro mundo es una palabra casi tan explotada como el término amor que, ya te lo dije, es el más explotado de todos. Encontrarás hombres que se dejan despedazar en aras de la libertad, sufriendo torturas e incluso aceptando la muerte. Y confío en que seas uno de esos hombres. Empero, en el momento mismo en que te hagas destrozar en aras de la libertad, descubrirás que ésta no existe; que, todo lo más, existía mientras la buscabas: sería como un sueño, como una idea nacida del recuerdo de tu vida prenatal, cuando eras libre porque estabas solo. Yo repito siempre que estás aprisionado ahí dentro; sigo pensando que tienes poco espacio y que desde ahora incluso estarás a oscuras, pero en esa oscuridad, en ese reducido espacio, eres libre como no lo serás jamás en este mundo inmenso y despiadado. A nadie has de pedir permiso, ahí dentro, ni ayuda, porque nadie está a tu lado e ignoras qué es la esclavitud. Aquí afuera, en cambio, tendrás mil amos. Y el primer amo seré yo que, sin quererlo -tal vez sin siquiera darme cuenta-, te someteré a imposiciones que son justas para mí pero no para ti. Esos lindos zapatitos, por ejemplo, son lindos para mí, mas ¿para ti? Gritarás, chillarás cuando te los ponga. Te molestarán, estoy segura, pero yo te los pondré igualmente, argumentando quizá que tienes frío. Poco a poco, te acostumbrarás a ellos. Te plegarás, domado, hasta el punto de sufrir si te faltan tus zapatitos. Y así comenzará una larga cadena de esclavitudes cuyo primer eslabón estará siempre representado por mí, de quien no podrás prescindir. Seré yo quien te alimente, quien te cubra, quien te lave, quien te lleve en brazos. Luego empezarás a caminar por tus propios medios, a comer solo, a elegir adónde ir y cuándo lavarte. Aparecerán entonces otras esclavitudes: mis consejos, mis enseñanzas, mis exhortaciones y tu propio miedo de causarme dolor al obrar de manera distinta a como yo te habré enseñado. Pasará mucho tiempo, a tus ojos, hasta que yo te deje partir como los pájaros arrojados del nido por sus progenitores cuando ya saben volar solos. Por fin ese momento llegará y yo te dejaré partir, te permitiré atravesar la calle solo, con semáforo verde o rojo. Te empujaré a ello. Pero esto no aumentará tu libertad porque quedarás encadenado a mí por la esclavitud de los afectos y las añoranzas. Algunos la llaman esclavitud de la familia. Yo no creo en la familia. La familia es una mentira construida por quien organizó este mundo para poder controlar mejor a la gente y explotar mejor la obediencia a las normas y a las leyendas. Uno se rebela más fácilmente si está solo y se resigna mejor si vive en compañía de otros. La familia no es más que el portavoz de un sistema que no puede permitirte desobedecer y su santidad no es tal. Sólo existen grupos de hombres, mujeres y niños obligados a llevar el mismo nombre y a vivir bajo el mismo techo, a menudo detestándose, odiándose. Y también existen la añoranza y las ataduras, arraigadas en nosotros como árboles que no ceden ni siquiera ante un huracán, inevitables como la sed y el hambre. Nunca puedes librarte de ellas, incluso si lo intentas con toda la fuerza de tu voluntad y de tu lógica. Acaso crees haber logrado superarlas cuando, un día, vuelven a aflorar irremediablemente, y más despiadadas que cualquier verdugo, te anudan al cuello una soga y te estrangulan.
 Junto con esas esclavitudes conocerás las que te serán impuestas por los otros, es decir, por los miles y miles de habitantes del hormiguero: sus costumbres y sus leyes. No imaginas hasta qué punto son asfixiantes sus costumbres, que has de imitar, y sus leyes, que has de respetar: no hagas esto, no hagas lo otro, haz esto y haz lo otro... Y todo ello, tolerable cuando vives entre buenas gentes que tienen cierta idea de la libertad, se vuelve infernal cuando vives entre prepotentes que te niegan hasta el lujo de soñar esa libertad, de realizarla en tu fantasía. Las leyes de los prepotentes sólo ofrecen una ventaja: puedes reaccionar contra ellas luchando y muriendo. Las leyes de las buenas gentes, en cambio, no te dejan escapatoria porque te inducen a convencerte de que no es noble aceptarlas. Cualquiera que sea el sistema en que vivas, no puedes rebelarte contra una ley que otorga siempre la victoria al más fuerte, al más prepotente, al menos generoso. Menos aún puedes contravenir la ley de que hace falta dinero para comer, para dormir, para caminar dentro de un par de zapatos y para calentarte en invierno, y que para tener dinero hace falta trabajar. Te explicarán un montón de cuentos acerca de la necesidad, la alegría y la dignidad del trabajo. No les creas jamás. Se trata de otra mentira inventada para conveniencia de quien organizó este mundo. El trabajo es un chantaje que sigue siendo tal incluso si te gusta. Trabajas siempre para alguien, nunca para ti mismo. Trabajas siempre con fatiga, nunca con alegría. Y jamás en el momento que te apetece. Aunque no dependas de nadie y cultives tu trozo de tierra, debes trabajar cuando lo quieran el sol, la lluvia y las estaciones. Aunque no obedezcas a nadie y te dediques al arte, es decir, te liberes, debes plegarte a las exigencias o los avasallamientos de otros. Quizá en un pasado muy lejano, tan lejano que toda memoria de él se  ha perdido, las cosas no funcionaban así, y trabajar era una fiesta, una alegría. Pero existían pocas personas, en aquel tiempo, y podían aislarse y estar solas. Tú vienes al mundo mil novecientos setenta y cinco años después del nacimiento de un hombre que llaman Cristo, quien vino al mundo centenares de miles de años después de otro hombre cuyo nombre se ignora; y en estos tiempos las cosas están como te he dicho. Una estadística reciente afirma que ya somos cuatro mil millones. ¡Y cómo añorarás tu solitario chapotear en el agua, niño!»
 
 [El extracto pertenece a la edición en español de BackList, en traducción de Atilio Pentimalli. ISBN: 978-84-08-00412-7.]
 

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