jueves, 14 de junio de 2018

Breve historia del traje y la moda.- James Laver (1899-1975)


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Capítulo primero: Cómo empezó todo

«El traje, a lo largo de casi toda su historia, ha seguido dos líneas separadas de desarrollo, dando como resultado dos diferentes tipos de indumentaria. Desde un punto de vista actual el criterio de división más evidente parecería el dado por el sexo, el traje masculino y el femenino: pantalones y faldas. Sin embargo, no puede decirse que los hombres hayan llevado siempre prendas bifurcadas y que las mujeres no lo hayan hecho. Los griegos y los romanos llevaban túnicas, o lo que es lo mismo, faldas. Los pueblos de montaña como los escoceses o los griegos de hoy en día llevan también faldas. Las mujeres del Lejano y Próximo Oriente ha usado pantalones y muchas siguen utilizándolos. Resulta, por tanto, evidente que la división de la indumentaria basada en el sexo no se confirma.
 Sí es posible hacer una distinción entre trajes "ajustados" y trajes "drapeados"; considerando a la mayor parte de la indumentaria actual dentro de la primera categoría y a los trajes de los antiguos griegos, por ejemplo, dentro de la segunda. La historia ha mostrado muchas variaciones a este respecto y es posible encontrar tipos intermedios. Quizá la distinción más útil es la que han establecido los antropólogos entre el traje "tropical" y el "ártico".
 Las grandes civilizaciones antiguas surgieron alrededor de los valles fértiles de los ríos Éufrates, Nilo e Indo; todas ellas regiones tropicales, donde la protección contra el frío no pudo haber sido la razón principal para vestirse. Se han aducido muchas causas, desde la idea ingenua, basada en la historia del Génesis de que el hombre empezó a vestirse por razones de pudor, hasta ideas más sofisticadas que basan el uso de la ropa en cuestiones de ostentación o de protección mágica. El tema de la psicología del vestido, sin embargo, ha sido abordado en otros estudios. Este libro no tiene por objeto dicha cuestión y pretende, por el contrario, concentrarse en dos puntos: el de la forma y los materiales.
 La historia del traje comienza mucho antes de que las primeras civilizaciones de Egipto y Mesopotamia hicieran su aparición. En los últimos años, un gran número de descubrimientos y el estudio de las pinturas rupestres han proporcionado documentación mucho más antigua. Los geólogos han dado a conocer la existencia de una serie de glaciaciones en las que el clima de gran parte de Europa fue extremadamente frío. Incluso al final de las culturas paleolíticas (es decir, culturas en las que los instrumentos y las armas se hacían tallando piedras duras como el pedernal) la vida se desarrolla en el límite de los grandes glaciares, que cubrían gran parte de los continentes. En tales circunstancias, aunque los detalles del vestido se hayan podido determinar gracias a consideraciones sociales y psicológicas, lo que resulta obvio es que el motivo principal para cubrirse el cuerpo era preservarse del frío, ya que la naturaleza había sido tan tacaña que no había proporcionado al homo sapiens un manto de piel.
 Los animales habían sido más afortunados y el hombre primitivo pronto se dio cuenta de que podía cazarlos y matarlos para conseguir  no sólo su carne sino también su piel. En otras palabras, empezó a cubrirse con pieles. Esto acarreaba dos problemas. La piel del animal que le cubría los hombros le estorbaba en algunos movimientos y dejaba parte del cuerpo al descubierto. Por tanto, se hacía necesario darle una forma, incluso careciendo en un principio de medios para ello.
 El segundo problema radica en que las pieles de los animales, al secarse, se endurecen y resultan intratables. Había que encontrar algún método para hacerlas suaves y flexibles. El procedimiento más sencillo era una laboriosa masticación. Las mujeres esquimales, incluso hoy en día, dedican gran parte de su tiempo, en su labor cotidiana, a mascar las pieles que sus maridos traen de la caza. Otro método consistía en humedecer la piel y golpearla con un mazo repetidamente, habiendo eliminado previamente los residuos de tejido que pudieran quedar adheridos a ella. Sin embargo, ninguno de los dos métodos era lo suficientemente satisfactorio, ya que si las pieles se mojaban había que repetir todo el proceso.
 Cuando se descubrió que al frotar aceite o grasa de ballena en la piel, ésta se mantenía flexible durante más tiempo, hasta que el aceite se secara, se adelantó mucho terreno. El siguiente paso fue el descubrimiento de los tintes; y resulta curioso comprobar que las técnicas básicas de este procedimiento, tan rudimentarias desde sus comienzos, siguen utilizándose hoy en día. La corteza de ciertos árboles, sobre todo del roble y del sauce, contiene ácido tánico que se obtiene por un proceso de maduración de la corteza en agua, sumergiendo la piel en esta solución durante un buen rato. Las pieles, gracias al baño, se hacen definitivamente flexibles e impermeables.
 A estas pieles ya preparadas se las podía cortar y dar forma; llegando así a uno de los grandes avances tecnológicos de la historia de la humanidad, comparable en importancia a la invención de la rueda o al descubrimiento del fuego: la invención de la aguja con ojo. Se han encontrado gran cantidad de estas agujas hechas con marfil de mamut, huesos de reno y colmillos de focas, en las cuevas paleolíticas donde fueron depositadas hace 40.000 años. Algunas son muy pequeñas y de una exquisita artesanía. Este invento permitió coser unas pieles con otras y hacerlas ajustadas al cuerpo. El resultado fue el tipo de traje que siguen llevando actualmente los esquimales.
 Mientras tanto, la gente que vivía en climas más templados estaba descubriendo el uso de las fibras animales y vegetales. Es posible que el afieltrado fuera el primer paso. En este procedimiento, desarrollado en Asia central por los antecesores de los mongoles, se peina la lana o el pelo, luego se humedece y a continuación se coloca en hileras sobre una esterilla, que se enrolla de forma muy tirante; después se golpea con un palo. De este modo, las hebras de pelo de lana se unen y el fieltro resultante es caliente, flexible y duradero; además se puede cortar y coser para hacer trajes, alfombras, mantas y tiendas.
 Otro método primitivo, utilizando también fibras vegetales, consistía en aprovechar la corteza de algunos árboles como la morera o la higuera. Se hacían tiras con la corteza y luego se ponían en remojo. Después se colocaban en tres capas sobre una piedra lisa -poniendo la central a contraveta, en ángulo recto con respecto a las otras dos. A continuación se golpeaban con un mazo, hasta que se unían. Después este tejido, hecho con corteza, se trataba con aceite o se pintaba para hacerlo así más duradero. Este método -muy similar al utilizado por los antiguos egipcios, para convertir el papiro en material de escritura- puede considerarse como un punto intermedio entre el afieltrado y la tejeduría.
 Las fibras de corteza pueden aprovecharse también para hacer con ellas un tejido propiamente dicho, como lo hicieron los indios americanos; pero el resultado no es tan satisfactorio como el obtenido con otras fibras como el lino, cáñamo o el algodón. Sin embargo, estas fibras tenían que cultivarse y, por tanto, apenas las utilizaron los pueblos nómadas en estado de pastoreo. Estas tribus tenían ovejas y la lana parece haber sido empleada ya en el Neolítico. En el Nuevo Mundo los animales más útiles fueron la llama, la alpaca y la vicuña.
 Tejer a mayor escala productiva requiere un lugar fijo de vivienda, ya que los telares suelen ser grandes y pesados y, por tanto, resulta difícil transportarlos de un sitio a otro. Las condiciones ideales para su desarrollo se dieron en pequeñas comunidades sedentarias, rodeadas de tierras de pastos para las ovejas. La lana se esquilaba de un modo parecido a como se realiza hoy en día. El manojo de fibra, una vez hilado, se convertía en tejido a su paso por el telar. Una vez consolidada la confección del tejido, aunque fuera a pequeña escala productiva, estaba abierto el camino para el desarrollo del traje, tal y como lo conocemos actualmente.»
 
  [El fragmento pertenece a la edición en español de Ediciones Cátedra, en traducción de Enriqueta Albizua Huarte. ISBN: 84-376-0732-9.]

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