Capítulo 11
«Mi padre era un hombre de una compasión extraordinaria. Esto se reflejó a lo largo de toda su vida en la ayuda que prestaba siempre a quienes la necesitaban, y en el visible dolor que sentía frente al dolor de los demás. Era literalmente incapaz de no ayudar a los demás si estaba en su mano. Cada vez que tenía algo de dinero -primero el que ganaba con sus negocios y, más tarde, el que obtuvo de vender la tierra y el taller- buscaba a quien tuviese necesidad de él. No podía tener dinero sin compartirlo son los demás, del mismo modo que era incapaz de comer carne y no darle una poca a los perros.
Fue así desde que era un muchacho. Durante años estuvo enviando miles de dólares a sus parientes en Yugoslavia. [...]
Abusaron de su generosidad muchas veces, pero aunque le doliese, eso no disminuía la generosidad de sus impulsos. Una vez pagó los billetes de avión de una familia entera: el marido, la mujer y los tres hijos. En aquellos días -a mediados de los sesenta- esto costaba casi lo mismo que una casa en Maryborough modesta como la suya. El marido le había asegurado a mi padre que le devolvería el dinero tan pronto como pudiese, pero en cuanto llegó a Australia y empezó a vivir en casa de mi padre con su familia, dijo que no había firmado ningún pagaré por escrito. A pesar de todo mi padre le permitió quedarse. [...] Aquel hombre se marchó y vivió durante años en Maryborough, donde trabajó duro hasta comprarse una casa y un coche, pero nunca mencionó la posibilidad de devolverle un céntimo a mi padre. [...] Los parientes de mi padre y de Milka en Yugoslavia no se portaron mejor. Solían escribir pidiendo dinero, muchas veces fingiéndose enfermos, pero cuando él y Milka fueron a visitarlos descubrieron que habían empleado el dinero que él les enviaba en arreglar y amueblar unas casas más grandes y lujosas que la suya. Estando en Yugoslavia, un familiar llegó a pedirle a Milka el abrigo que llevaba puesto. Ella se lo dio.
Aunque son ejemplos extremos, es lo que sucedía con casi todos los parientes de mi padre. [...] También hubo familiares de mi padre que se volvieron fanáticos de la religión, abandonando su fe ortodoxa para convertirse en bautistas evangélicos e instándole a él con fervor a hacer lo mismo. Hubo una epidemia de conversiones de este tipo. [...]
No había ninguna posibilidad de convertirlo. Miraba con suspicacia a todo aquel que cambiaba de religión, cualquiera que fuese su doctrina y cualquiera que fuese su razón para cambiarla. Rezaba cada día a un Dios que, para él, debía de estar dispuesto a escuchar cualquier plegaria que tuviese como origen un corazón limpio. Para él era absurdo pensar que Dios escucharía sólo las oraciones de quienes perteneciesen a una institución particular; tan absurdo como pensar que sólo escuchase las oraciones en un idioma determinado.
Mi padre vivía la religión, en su sentido más profundo, como algo distinto de las supersticiones que lo atormentaron durante su enfermedad y que más tarde se convirtieron en parte de su vida. Si esas supersticiones hubiesen tenido alguna relevancia religiosa, si hubiesen sido parte de la dimensión espiritual de su vida, entonces le habrían enfrentado polémicamente a las creencias especulativas de otras religiones. Pero tales creencias siempre le parecieron nimiedades frente a lo que él consideraba la auténtica religiosidad. No tenía ningún interés en doctrinas. La idea central de su religión era la de un corazón puro siempre dispuesto a ayudar a quien tuviera necesidad. Por sí misma, esta idea no convertía a mi padre en una persona religiosa, pero sí el hecho de que él la conectaba con la oración más que con cualquiera de sus creencias espiritualistas.
Este espiritualismo -que no tenía nada que ver con su profunda espiritualidad- era superficial y pagano: creía en espíritus que flotaban separados de los cuerpos, durante el sueño y después de la muerte, y que podían viajar a otros planetas. Hablaba a menudo sobre ellos, pero aparte de la época de su enfermedad, en que las malignas intenciones de estos espíritus lo mantenían en estado de alerta, siempre reducía estas creencias a lo que solía definir como "hablar por hablar" -especular-, y no tenían ninguna relación con su conducta moral.
Su creencia en una vida después de la muerte no estaba conectada con su sentido del bien y el mal o del castigo y la recompensa, ni tampoco con cualquier concepto del juicio final. Pero cuando hablaba sobre religión seriamente, por ejemplo cuando me suplicaba a mí que rezase, entristecido porque yo era incapaz de hacerlo, yo no tenía la sensación de que me estuviese sugiriendo que adoptase un medio sobrenatural para conseguir un fin natural -ni tampoco sobrenatural. Su profunda convicción de que teníamos que rezar obedecía a otra cosa: expresaba su creencia de que sólo una vida de oración podía permitir a una persona soportar una larga sucesión de desgracias y darle fuerzas para salvarla de la desesperación. Por eso, me parece, el único sentido en que ese espiritualismo conectaba con algún aspecto de cierta profundidad en su vida era en su fatalismo. El Dios al que rezaba era el que había conocido en las historias de la Biblia que leía en la infancia, casi todas del Antiguo Testamento: el Dios de Abraham, Isaac, Jacob y Job.
Consideraba a la mayoría de sus familiares estafadores e hipócritas, poco sinceros de palabra y hechos y movidos por la ambición pese a predicar el puritano evangelio de los baptistas. Sin embargo, cuando conseguían mantener la conversación alejada de la religión, a él le gustaba su compañía. Echaba de menos la sociedad europea y solía decir que se sentía "como un prisionero" en Australia. Con ello quería decir que, aunque tenía buenos vecinos, en Maryborough casi no tenía a nadie con quien disfrutar de las abiertas y hospitalarias formas de convivencia europeas que él había conocido. [...]
Para escapar de su "cárcel", hablaba de regresar a Yugoslavia cuando cayese el régimen comunista. Viajó allí en 1981, pero de regreso a Australia se quejó de la rudeza de muchas personas, rayana en la brutalidad, y también de su desinterés por la suerte del vecino aunque estuviesen dispuestos a charlar y a llenar la mesa de comida y slivovitz para los visitantes. Encontró pésimos los servicios públicos y hasta tuvo que pasar una noche terrible esperando que lo atendiesen en un hospital donde los pacientes yacían en sábanas manchadas con las heces de otras personas. Su experiencia en Yugoslavia renovó su aprecio por la vida en Australia, pero aun así echaba de menos -y lo haría toda su vida- la sociabilidad europea que había conocido de muchacho, incluso en Alemania, y con sus amigos y sus familiares en Melbourne.»
[El texto pertenece a la edición en español de Ediciones del Bronce, en traducción de Isabel Alonso Breto. ISBN: 84-89854-96-3.]
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Realiza tu comentario: