Química
«Siempre he sido un hombre escéptico y, por lo tanto, dudo de que exista una relación en que la magia de los primeros encuentros no acabe por desarticularse y revelar su lado tramposo. Habrá quienes prefieran vivir en la ignorancia con tal de seguir maravillados el mayor tiempo posible. Sin embargo, tarde o temprano, la verdad acaba por descubrirse. Uno comprende que los rizos cautivadores se fabrican cada dos semanas en la peluquería o que los senos amados deben su firmeza al bisturí de un cirujano con talento. Y, como por casualidad, es justo en el detalle que más admiramos donde se esconde casi siempre el artificio o el engaño. En lo que a mí respecta, prefiero saber cuanto antes los mecanismos de la seducción -aunque dejen de resultarme efectivos- a vivir en la incertidumbre, sin saber en qué momento se romperá el resorte que sostiene la sutil escenografía. Si mi novia quiere usar peluca y enfrentarse a la humanidad con una falsa cabellera, que lo haga; pero yo necesito, para sentirme bien, estar al tanto del secreto. De modo que, en cierta medida, agradezco una vez más a la casualidad por haberme permitido descubrir los artilugios de mi temba. Recuerdo que a los seis meses de haberla conocido, descubrí la causa de su fascinante resignación. Habíamos templado más de lo habitual. Yo estaba tan cansado que me quedé dormido antes de que ella alcanzara el orgasmo y desperté en la madrugada con la sensación de tener algún trabajo pendiente. En su mesita de noche estaba encendida una lámpara y Ruth, apoyada en la cabecera de la cama, bebía agua con una avidez que yo nunca había visto en ella. Sus manos sostenían una tableta de medicamentos, semejante a las pastillas anticonceptivas que tomaba Susana.
-¿Te estás cuidando? -pregunté en voz baja para no despertar a sus hijos, que esa noche dormían en el cuarto de junto-. Pensé que ya habías pasado la menopausia.
Ella me miró asustada, como quien se ve descubierta segundos antes de cometer algún delito.
Tomé de sus manos la tableta y leí el nombre de la medicina: Tafil 1,5 mg.
De cerca, las pastillas dejaban de semejarse a las que había visto años atrás, en el bolso de mi primera novia. Le pregunté si alguien vigilaba de cerca el tratamiento. Y ella asintió con la cabeza, con actitud infantil.
-Me las dio el doctor después del divorcio. Lo veo una vez a la semana. Me ha ayudado mucho, pero me gustaría dejar de tomar medicinas. Siento que me insensibilizan, como si me aislaran de la realidad en que vivo. No querría que lo supieras, me avergüenza.
Le dije que prefería saberlo y que no me importaba. Al contrario, estaba de acuerdo con su médico: si las necesitaba, era mejor que las siguiera tomando.
-Además, así no habrá secretos entre nosotros -comenté aliviado-. ¿Existe alguna otra cosa que no me quieras decir?
Se quedó pensativa unos minutos.
-Creo que no.
Su voz me pareció sincera. Aparté con el dorso de mi mano el mechón de pelo que tenía sobre la cara y le besé la mejilla como a una niña buena a quien se ha reprendido injustamente. Volví a poner la tableta en la mesita de noche y apagué el velador sin decir nada. Cuando desperté, las medicinas que Ruth me había estado escondiendo seguían ahí. Junto a ellas encontré también un vaso de agua y un pastillero con píldoras más pequeñas que después aprendería a identificar como "las de la mañana".
Ruth tomaba antidepresivos tres veces al día y ansiolíticos por las noches. Lo hacía recetada por el doctor Paul Menahovsky cuyo consultorio, situado en la Tercera Avenida, visitaba una vez a la semana. Prozac y Tafil combinados. Ése era el secreto de su inquebrantable tranquilidad y yo no podía sino agradecer a la farmacología moderna por haber inventado la receta de la mujer adecuada a mi temperamento. A pesar de lo que algunos puedan pensar, saber que esa tranquilidad no era natural en ella sino inducida no me decepcionó en lo más mínimo. Diría incluso que sucedió lo contrario. Es mucho más confiable una reacción química provocada por medicinas que una actitud basada en circunstancias vitales, siempre tan impredecibles. Además, como he dicho antes, no creo en el amor como un encantamiento, pero sí en una serie de pactos y complicidades, de recreos compartidos y preferencias. Claro está que los pequeños placeres que Ruth y yo nos dábamos no eran en nada comparables a los que yo me procuro a mí mismo en los instantes de soledad y recogimiento. Jamás me habría venido a la mente, por ejemplo, la idea de recitarle un poema de Vallejo. Tampoco podría sentarme a escuchar junto a ella alguno de mis discos favoritos, ni siquiera a leerle una página de Walter Benjamín o de Theodor Adorno. No, las aficiones que Ruth y yo compartíamos eran pequeñas, casi nimias, como el buen vino, las películas francesas y los embutidos polacos. Esas afinidades, por minúsculos que fueran, resultaban lo suficientemente sólidas como para sostener nuestra vida común, el equilibrio que nos permitía convivir armónicamente una o dos veces por semana. Por desgracia, pocas cosas son tan efímeras como el placer.
En cuanto me acostumbré a ellos, tanto la tranquilidad como el silencio de Ruth dejaron de conmoverme. Es triste si se piensa: cuando dos personas no están enamoradas, como era el caso -al menos para mí-, el aburrimiento siempre termina infiltrándose como los hongos en la comida que uno deja demasiado tiempo en el refrigerador, y así sucedió con nosotros. Llegó un día en que el tedio se introdujo en nuestros encuentros. No es que la estuviera viendo con demasiada frecuencia, en realidad sólo pasábamos juntos uno o dos días a la semana. Tampoco es que me presionara con demasiadas exigencias o preguntas sobre mi vida. Sus intentos por cambiar mi manera de vestir -manía que comparten todas las mujeres- se manifestaban en ella en forma de regalitos dulces y bienintencionados: una billetera, un pulóver de cachemira, nada a lo que uno pudiera oponerse. Sin embargo, las almas, incluida la mía, se hacen débiles si uno deja de entrenarlas. Me había vuelto demasiado afecto a las comidas del sábado o a ciertas tardes de cine, seguidas de cena íntima, a las que no estaba dispuesto a renunciar. Tal vez movido por esto, o por el cariño sincero que Ruth me tenía, decidí mantener la relación, aun si muchas veces, estando con ella, me ocupaba cumpliendo obligaciones laborales como corregir algunas pruebas en las que debía avanzar el fin de semana o encendía el televisor para ver las noticias.»
[El fragmento pertenece a la edición en español de Editorial Anagrama, 2014. ISBN: 978-84-339-9784-5.]
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