jueves, 7 de junio de 2018

El Palacio de los Sueños.- Ismaíl Kadaré (1936)


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IV.-El día de descanso

«Había llegado por fin ante el Café de los Peregrinos, donde acudía habitualmente cuando estaba... (de modo instantáneo su cerebro eludió las palabras "vivo" y después "despierto"). Había llegado, pues, ante el local al que acudía de forma cotidiana cuando no era más que un joven desocupado de la capital. Empujó la puerta y entró. Sin echar siquiera una mirada en torno, caminó hacia el rincón izquierdo del salón, donde acostumbraba  instalarse y se sentó en un sillón. Le gustaba aquel lugar porque, al contrario que los salones de té a la vieja usanza, los divanes y cojines habían sido sustituidos por taburetes bajos tapizados de cuero muy confortables.
 El rostro del patrón le pareció ceniciento.
 -¿Mark-Alem? -exclamó sorprendido, acercándose con la taza de café en la mano-. ¿Dónde te has metido todo este tiempo? Imaginé que estarías enfermo porque, si quieres que te diga la verdad, me resistía a creer que te hubieras hecho cliente de ningún otro.
 Mark-Alem sustituyó la explicación que el otro le demandaba por una sonrisa. Su interlocutor sonrió también y, acercando la cabeza, le dijo en voz baja:
 -Pero después me enteré de qué se trataba... El café, ¿como de costumbre, con poco azúcar? -añadió al comprobar que el rostro de su cliente se tornaba adusto.
 -Sí, como siempre -asintió Mark-Alem sin levantar los ojos.
 Hizo lo posible por ahogar un suspiro, siguiendo con la vista el chorro de café que se vertía en la gruesa taza. Después, cuando el camarero se hubo alejado, miró con cautela alrededor en busca de los parroquianos habituales. Estaban prácticamente todos allí, el mullá de la mezquita vecina en compañía de dos hombres altos de los que jamás se oía una palabra: el acróbata Alí, rodeado como siempre de un grupo de admiradores; un hombre calvo y bajito, doblado como de costumbre sobre unos viejos escritos, acerca de los cuales el patrón daba explicaciones diferentes de acuerdo con su propio humor. Unas veces afirmaba que eran manuscritos antiguos que su cliente, un erudito, se esforzaba en transcribir; otras, documentos de un viejo pleito perdido; otras, en fin, unos garabateos inútiles y carentes de sentido, hallados en no se sabe bien qué baúl mohoso de puro viejo.
 Allí están también los ciegos, se dijo Mark-Alem. Estaban sentados en el lugar que solían ocupar, a la derecha de la entrada. ¡La que me ha caído encima con ellos!, se le había lamentado un día el camarero. Yo podría tener sin duda una clientela respetable si esos tipos, con su aspecto repulsivo, no vinieran a diario y ocuparan, como a propósito, el lugar más visible del café. Pero qué le voy a hacer, tengo las manos atadas. Los protege el Estado, es imposible echarlos. Mark-Alem le preguntó qué significaba "los protege el Estado" y entonces el patrón, que esperaba la pregunta, le relató algo que le dejó estupefacto. Los ciegos que acudían al café no lo eran por causa de una enfermedad o algún accidente, ni tampoco por haber sido heridos en la guerra. De ser así les daría gustoso la bienvenida en su establecimiento. Pero la causa de su ceguera era bien distinta y, por otro lado, de muy difícil explicación. Aunque vagamente, Mark-Alem recordaba de la infancia un decreto famoso, el Firmán de la Ceguera, por medio del cual el Estado impuso el cegamiento de decenas de miles de personas que, con su mirada maléfica, hacían peligrar el Imperio; pero fue sólo gracias al dueño del café como supo que había sucedido en realidad: el terror generalizado, la caza de los poseedores de tal mirada, finalmente las pensiones que el Estado concedió a todos aquellos que se presentaron voluntariamente para librarse de sus propios ojos. ¿Comprendes ahora por qué no puedo echarlos del café? Se sienten orgullosos del sacrificio de sus ojos. Vete a saber por quiénes se toman a sí mismos, seguro que por verdaderos héroes.
 Era curioso pero, al contrario que tiempo atrás, ni siquiera con su trapo negro atado sobre la frente le parecían ese día tan espantosos a Mark-Alem. Él había visto allí infinidad de miradas que helaban la sangre, y ahora que los recordaba, majestuosos y terroríficos a un tiempo, eran ojos que no se abrían sobre una frente humana sino en la misma orilla del cielo o en las entrañas de un monte, bañados a veces por un llanto de luna que chorreaba helado de sus bordes, como las aguas con la escarcha.
 Su mente regresó de nuevo, esta vez casi con emoción, a los territorios rasos de allí, al avellanar o el erial del otro lado, en medio del cual su vecina podía igualmente aparecerse bajo la apariencia de una novia o de un hoxha virgen. A veces pensaba que al cabo de unos años no le causarían la menor impresión las maravillas ni los horrores de este mundo; a fin de cuentas no eran más que pálidas cuentas de los de allí, que habían logrado franquear la línea divisoria entre este mundo y el otro. Infierno y paraíso están juntos allí, se decía cuantas veces escuchaba las palabras qué maravilla o qué horror...
 La puerta del café se abrió para dejar paso a unos funcionarios del consulado extranjero cuyo edificio se encontraba enfrente. Así que continúan viniendo a tomar café aquí, pensó Mark-Alem. En la mesa del acróbata se hizo un breve silencio. Antes también él acogía con cierta envidia y emoción la entrada de los extranjeros y sus ojos admiraban secretamente sus indumentarias europeas, pero hoy, qué extraño, éstos se le antojaban asimismo desprovistos de todo misterio.
 Era mediodía, la hora de mayor afluencia en el café. Mark- Alem reconoció a los funcionarios de la Banca Vaki*, que se encontraba a unos veinte pasos; después entró el policía de la esquina, quien, al parecer, acababa de terminar el servicio; y tras él algunos clientes desconocidos. En la mesa del acróbata y sus admiradores se dejó oír una risa apagada. Por qué no vais a reír, se dijo Mark-Alem; para vuestros cerebros huecos el mundo es un lecho de flores...»
 
*Banca Vaki: bienes de mano muerta, de las fundaciones religiosas, procedentes de los impuestos y propiedad formal del sultán, que servían al mantenimiento de las mezquitas y escuelas, y a la manutención de los dedicados a la contemplación y al estudio.
 
 [El fragmento pertenece a la edición en español de Ediciones Cátedra, en traducción de Ramón Sánchez Lizarralde. ISBN: 84-376-1761-8.]

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