jueves, 28 de junio de 2018

Los palacios distantes.- Abilio Estévez (1954)


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«Son pocos los que saben que en La Habana existió, existe, este teatro, muchos más los que ignoran quién pudo ser el dueño, o la dueña, a quién se le ocurrió la construcción de este oculto prodigio, usted, hijo mío, de seguro pensará en alguna de las grandes familias cubanas, Gómez-Mena, Falla-Bonet, Bacardí-Bosch..., ¡craso error!, nada tuvieron que ver estos eximios linajes con el teatrico caprichoso, lo que sucedió fue algo más raro y parecido a los cuentos de hadas, la verdad: a La Habana llegó a principios de este siglo XIX, en viaje de placer -no era en realidad de placer, sino viaje de amores contrariados-, una belleza rusa, la princesa Voljovskoi, joven, adinerada, medio poetisa, medio pintora, medio violinista y aventurera completa, que dedicaba largas horas a escribir versos románticos, o pintar al pastel, o dedicada al Steiner del Tirol que su padre le había regalado un día de su cumpleaños, y le cuento de amores contrariados, y pienso que así son todos los amores, ¿no?, ay, hijo mío, sucedió en día de cumpleaños que la princesa conoció a un dios, el dios hizo su aparición en una sala de conciertos y en la forma inesperada de un dandy negro, cuarentón, entre tímido y arrogante, que manejaba el violín como nadie, era un dios que llegaba de Cuba y se llamaba Claudio, estaba casado con una noble alemana y se desempeñaba como músico de cámara del emperador Guillermo II, y ¿qué sucedió a Marina al verlo y escucharlo?, pues lo que debía suceder, la princesa Voljovskoi quedó sobrecogida, paralizada y ni siquiera pudo aplaudir la brillante ejecución del tema de Paganini, esa noche no pudo dormir, las noches siguientes tampoco, la infortunada princesa asistió cada noche a la sala de conciertos, se sentó en la misma butaca, que era la última de la extrema izquierda de la primera fila, dispuesta a contemplar el perfil del negro violinista, perfecto en muchos sentidos, y a escuchar la ejecución de sus conciertos, perfecta en todos los sentidos, luego llegaba a su palacio, se encerraba en el estudio y repetía y repetía con esmero piezas de Tartini, Francouer, Wieniawski y hasta la Chacona de Juan Sebastián Bach, el amanecer la encontraba ojerosa, trémula, sin dejar de tocar, la penúltima noche fue capaz de una osadía, escuchó de pie el concierto, aplaudió sin decoro la Barcarola del propio violinista y después del último acorde se acercó a él, se identificó Soy la princesa Voljovskoi, dijo entre tímida y arrogante, le entregó una esquela y se fue a su palacio a esperar, con la seguridad de que él acudiría y, en efecto, a la tarde siguiente el mayordomo abrió el portón para dejar pasar al dandy, sorprendentemente negro, y conducirlo por un largo corredor hasta el estudio de la princesa, el violinista Claudio Brindis de Salas, negro habanero, barón y Caballero de la Legión de Honor, acostumbrado a trasponer los más regios umbrales, pasó adelante con porte distinguido, pero no pudo conservar la elegancia de la indiferencia mucho tiempo pues allí estaba la belleza rusa, completamente desnuda, que ejecutaba la Barcarola sin cometer el más mínimo error; maravillado, sin perder segundo, Brindis de Salas también se desnudó, tomó con donaire el violín y acompañó a la joven en lo que sin lugar a dudas debió constituir (lástima que no hubiera ningún crítico; mayor lástima que no hubiera ningún fotógrafo) uno de los dúos más turbadores del arte violinístico.
[...]
 Así fue, amigo mío, que en honor a su pasión por las artes en general, y a Brindis de Salas en particular, mi amiga Marina Voljovskoi se dio el gusto de construir este templete donde éramos ella y yo los únicos espectadores, a veces algún invitado, a veces alguna sobrina, a veces diez o doce monjas oblatas -sus favorecidas-, y años después, monseñor Carlos Manuel de Céspedes, quien por entonces no era aún monseñor, sino un joven culto, lector voraz, melómano y bondadoso estudiante del seminario de San Carlos y San Ambrosio, y como la princesa no quiso compartir sus aficiones, salvo conmigo, que fui el mejor de sus amigos, y con monseñor de Céspedes, prefirió que todos ignoraran su poderosa economía, hizo que este teatro no tuviera jamás fachada de teatro, nada de marquesinas, nada de boatos exteriores, portada sin grandeza, largo pasillo, puerta carente de fulgores, escalones medio ocultos... y ¡la gloria!, sí, la gloria, porque Ana Pavlova, la Eximia, bailó aquí, para su compatriota, para el obispo y para mí (monseñor Céspedes ni pensaba nacer), La muerte del cisne, así como Enrico Caruso cantó lo más sobresaliente de su repertorio, y te digo, la verdad, resultaba cierto aquello de "oír a Caruso y después morir", y Sarah Bernhardt, aquella francesa tan francesa tan francesa que se atrevió a insinuar que los cubanos éramos "indios con levita", todo porque no la aplaudimos como esperaba, ¡histérica como buena actriz y, para colmo, francesa!, la francesa, digo, hizo una selección de sus mejores papeles ante auditorio compuesto por la princesa y este servidor, y la verdad era una excelente actriz, con un estilo que ahora usted consideraría antiguo, pero convincente, muy convincente, lo cual demuestra una vez más que el arte verdadero no es viejo ni joven, ni antiguo ni moderno ni posmoderno ni transmoderno ni novísimo ni postnovísimo, según la retórica sifilítica de los críticos que no tienen nada que decir, el arte es arte y punto, ¿sabía usted, Victorio, que María Callas visitó La Habana?, según todas las versiones, la Diva nunca pisó tierras cubanas, puesto que como plaza operística La Habana pertenecía a su gran rival, Renata Tebaldi, los empresarios cubanos se abstuvieron de mortificar a esta última extendiéndole contrato a la Callas, sin embargo, se sabe que un hermoso y reservado yate blanco entró cierta mañana en el fondeadero de Santa Fe, donde han hecho hoy eso que llaman "Marina Hemingway", el yate se llamaba Tosca y pertenecía a la flota del famoso armador griego, y de él sólo bajaron una joven doncella y una dama elegantísima de discreto y fresco vestido azul, pañuelo negro en la cabeza, gafas oscuras, un práctico del puerto amante de la ópera, no se sorprenda, la vida es así, amigo mío, gran confusión de paradojas, el práctico amante del bel canto creyó reconocer a la Callas en la diosa que bajaba del yate, y gritó ¡María!, y ella ni lo miró, ¡María!, volvió a gritar el práctico, y ella volteó hacia él una máscara impávida, ¿María...?, dijo María con expresión de ingenuidad, no, no, monsieur, vous vous êtes trompé..., y no se hospedó en ningún hotel, el inmenso Cadillac que la esperaba la llevó a un hermoso chalet de maderas preciosas en una quinta cercana a la playa de Baracoa, al noroeste de La Habana, la quinta pertenecía a la princesa Voljovskoi, dos días después María, la Diva, la gran Callas, dio un recital para la princesa, y la princesa se hizo acompañar por un servidor y por monseñor Carlos Manuel de Céspedes, y por las hermanas oblatas, en el Pequeño Liceo de La Habana, la prensa cubana no se enteró, el ridículo mundo de la farándula no se enteró [...]»
 
 
 [El texto pertenece a la edición en español de Tusquets Editores, 2002. ISBN: 84-8310-214-5.]

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