Capítulo tercero
«Continué mi camino a paso ligero, pues estaba empezando a oscurecer. Los pájaros, que habían formado una gran algarabía cuando los últimos rayos del sol alcanzaban la arboleda, enmudecieron de pronto y me sentí sobrecogido por el murmullo solitario e imperturbable del bosque. De pronto oí ladridos a lo lejos. Seguí avanzando sin aflojar el paso, la vegetación era cada vez menos espesa y al poco descubrí, entre los últimos árboles, un hermoso claro verde y, en torno al gran tilo que se alzaba en su centro, una multitud de niños que corría armando gran alboroto. Algo más allá había una taberna y a su entrada se veían varios labradores sentados a la mesa jugando a las cartas y fumando tabaco. Al otro extremo, un grupo de jóvenes y muchachas charlaban a la fresca sentados ante la puerta con los brazos cruzados bajo los delantales.
Sin dudarlo más tiempo saqué mi violín de la bolsa y empecé a tocar una alegre danza al tiempo que salía de la arboleda. Las muchachas se mostraron sorprendidas y la risa de los viejos resonó en la profundidad del bosque. Una vez llegué al tilo y hube recostado en él la espalda sin dejar de tocar, se extendió entre los jóvenes, a derecha e izquierda, un cuchicheo y un rumor sofocados, los muchachos dejaron a un lado sus pipas de domingo y cada uno tomó a su pareja, de modo que, antes de haberme dado cuenta, todos los jóvenes campesinos giraban ya danzando a mi alrededor, los perros ladraban, volaban las blusas y los niños, formando círculo en torno a mí, observaban intrigados mi semblante y la rigidez con que ejercitaba los dedos.
Concluida la primera pieza pude apreciar el efecto que produce una buena música. Los jóvenes labradores, que momentos antes se reclinaban en los bancos con la pipa en la boca estirando sus piernas adormecidas, parecían haberse transformado de golpe. Habían prendido sus vistosos pañuelos del ojal y brincaban con tal destreza en torno a las muchachas que contemplarles era un verdadero gozo. Uno de ellos, que se daba aires de importancia, hurgó en el bolsillo del chaleco durante un buen rato, de tal forma que pudiera ser visto por los demás, y sacó al fin una pequeña moneda de plata que se proponía depositar en mi mano. Pese a no quedarme dinero en la bolsa, aquel gesto me enojó. Le dije que debía conservar sus peniques, que yo tocaba movido sólo por la alegría de saberme de nuevo entre mis semejantes. Poco después vino hasta mí una muchacha engalanada que portaba una gran jarra de vino: "A los músicos les gusta beber", dijo en tono afectuoso y, al sonreír, sus dientes, blancos como perlas, brillaron seductoramente entre sus labios carmesíes suscitándome el deseo de besarla. Mojó la boca en el vino, mientras sus ojos resplandecientes parecían lanzarme saetas por encima del vaso, y luego me alargó la copa. Apuré el vaso hasta el fondo y, ya repuesto, volví a tocar sintiendo cómo todo daba vueltas a mi alrededor.
Entretanto, los viejos habían concluido su partida y los jóvenes, sintiéndose fatigados, comenzaban a dispersarse, de modo que los alrededores de la taberna fueron quedándose poco a poco vacíos y solitarios. También la muchacha que me había ofrecido vino marchaba de vuelta hacia el pueblo, aunque lo hacía muy lentamente y se volvía con frecuencia como si hubiera olvidado algo. Al fin se detuvo y comenzó a buscar en el suelo, pero yo me di perfecta cuenta de que, al inclinarse, me miraba por debajo del brazo. Tras mi paso por el castillo había aprendido maneras, así que me planté ante ella de un salto y le pregunté: "¿Acaso ha perdido algo, bella señorita?" "Oh, no es nada", dijo enrojeciendo por completo. "Era sólo esta rosa... ¿Te gustaría conservarla?" Agradecí su obsequio y me la prendí del ojal. Me miró con gesto amable y dijo: "Tocas muy bien el violín." "Sí", repuse, "es un don del cielo". "Los músicos escasean en esta tierra", prosiguió la muchacha, se detuvo e inclinó la mirada. "Aquí podrías ganarte bien la vida... Mi padre también toca algo el violín, y le gusta saber de cuanto ocurre en otros lugares... Y mi padre es muy rico." De pronto rompió a reír diciendo: "¡Con tal de que no hagas siempre esos aspavientos con la cabeza...!" "Querida señorita", respondí, "ante todo, se lo ruego, deje por favor de tutearme; por lo que respecta a los trémolos de cabeza sepa que no puede ser de otra manera, así lo hacemos todos los virtuosos". "Ya veo", repuso la muchacha. Deseaba añadir algo más pero de pronto se formó un terrible alboroto en la taberna, las puertas se abrieron de golpe con gran estrépito y un tipo delgado salió expulsado cual baqueta de su fusil instantes antes de que la puerta volviera a cerrarse a su espalda.
Con el primer ruido, la muchacha había salido corriendo espantada como un cervatillo para perderse en la oscuridad. La figura postrada ante la taberna se incorporó en seguida del suelo y comenzó a lanzar vituperios hacia la puerta con tal atropello que causaba verdadero asombro de ver. "¿Cómo?", gritó, "¿borracho yo? ¿Acaso no he pagado ya las marcas de tiza de la puerta ahumada? ¡Borradlas! ¡Borradlas! ¿No fue ayer mismo cuando os afeité con el cucharón de la cocina, y del corte que os hice en la nariz mordisteis la cuchara hasta doblarla? Afeitar bien vale por una marca... el cucharón por otra... y el emplasto de la nariz por otra marca más. ¿Cuántas de esas malditas marcas queréis que os pague todavía? Pero está bien, de acuerdo, dejaré a todo el pueblo y al mundo entero sin afeitar. ¡Por lo que a mí respecta podéis ir por ahí con barbas tan luengas que ni el bendito Dios sabrá el día del Juicio Final si sois judíos o cristianos! ¡Sí, ahorcaos de vuestras propias barbas, osos velludos!" Aquí prorrumpió en un llanto lastimero y continuó lamentándose con voz de falsete."¿Voy a tener que beber agua como un miserable pez? ¿Es eso amor al prójimo? ¿No soy acaso un ser humano y barbero de formación? ¡Ah, estoy tan furioso! ¡Mi corazón rebosa ternura y amor a mis semejantes!" Con estas palabras fue poco a poco retirándose del lugar, viendo que en la casa todo permanecía en silencio. Al verme, echó de pronto a correr hacia mí con los brazos abiertos. Temí que aquel loco quisiera abrazarme y me hice a un lado; él siguió avanzando a trompicones y aún pude escuchar cómo continuaba discutiendo consigo mismo en la oscuridad, alternando las palabras más soeces con las más refinadas.
Por lo que a mí respecta había una idea que no lograba apartarme de la cabeza. La muchacha que me había obsequiado la rosa era joven, bonita y rica, bien podía pues aprovechar la ocasión probando mi suerte en aquel lugar. Ya podía ver ante mí las terneras y los cochinillos, los pavos y los hermosos gansos rellenos de manzanas... y al portero dirigirse a mí diciéndome: "¡Adelante, recaudador, sírvete! Nadie se arrepiente de casarse joven, afortunado quien lleva esposa a su hogar, quédate en el campo y come en abundancia". Sumido en tan profundas cavilaciones tomé asiento en una piedra del lugar, ahora del todo desierto, pues, al no quedarme un penique en el bolsillo, no me atrevía a llamar a la puerta de la taberna. La luna brillaba en todo su esplendor, desde las montañas, los bosques susurraban a través de la noche silenciosa.»
[El fragmento corresponde a la edición en español de Ediciones Cátedra, en traducción de Germán Garrido. ISBN: 978-84-376-2463-1.]
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Realiza tu comentario: