Capítulo sexto.- La marcha de la muerte
«Empezó la marcha, como siempre en filas de a cinco encuadradas por los capos y las SS. El zafarrancho de salida duró todo el día; hubo que poner en fila a millares de hombres (las mujeres salieron antes). Era la noche del 18 al 19 de enero de 1945 y la columna iba a paso de marcha. Nuestros guardianes llevaban todo lo que habían podido coger. Al mirar hacia atrás, parecía que la columna no tuviera fin. ¿Adónde íbamos? Era seguro que corrían rumores, pero yo no había oído nada. Me di cuenta de que nos dirigíamos hacia el noroeste. Los rusos debían de estar ya cerca y me imaginé que dejábamos el frente a nuestras espaldas. Pero ¿íbamos a meternos en otro frente?
Nadie conocía exactamente la estrategia que habían establecido nuestros verdugos para la evacuación. Desde luego, nos hacían desaparecer para que no pudiéramos vengarnos de ellos y no querían correr el riesgo de ser acusados después de la derrota, por lo que tendrían que borrar todo rastro de hombres torturados antes de que el enemigo llegara, al igual que los lugares donde se había asesinado a tantas personas. Me parecía que estaban suficientemente preparados como para no dejar ninguna prueba de lo que habían hecho. Fieles a su ideología nos iban a llevar a algún sitio en el centro del Reich, equidistante de los rusos, al este, y de los americanos, al oeste. Levantarían nuevas instalaciones en campos y llevarían a término la total aniquilación de los judíos. No me hacía ilusiones.
Después de quince kilómetros, avanzábamos cada vez más lentamente; la marcha era más penosa. Helados, a 20º bajo cero, perdíamos sensibilidad en piernas y pies. El pisoteo de los millares de pies que nos precedían había transformado la nieve en hielo. Resbalábamos, nos caíamos al suelo, no podíamos más. Entonces, oí detrás de mí, al final de la columna, un primer disparo que, rápidamente, fue seguido de otros. ¿Eran los rusos? ¿Los partisanos? No, en absoluto; eran las SS, que remataban a los que caían al suelo agotados por la dureza de la marcha.
Seguí andando como un autómata, al igual que los otros que todavía podían hacerlo y que parecían sonámbulos. Muchos se dejaban caer; querían ser olvidados y que el rebaño siguiera su marcha sin ellos, lo que suponía, a la vez, el rechazo a la obediencia nazi y la obediencia al sentido de la muerte. Las SS no los olvidaban, al menos vivos, por lo que los disparos se multiplicaron.
Aunque estábamos fuera de la prisión del campo, fuera de Auschwitz, la terrible selección seguía y confirmaba el hecho de que en el exterior de la alambradas la arbitrariedad continuaba reinando. Los presos, sobre todo los presos judíos, estábamos a su merced, al menos mientras durara el Reich.
Sin embargo, en la columna había quienes no sabían bien lo que eran esos disparos. Klieger nos contó que su compañero de la derecha, un judío alemán llamado Auerbach, le aclaró sus dudas: "¿Rematar a los retrasados? Por favor. Una nación civilizada nunca haría eso." Ese Auerbach había pasado por los mismos sufrimientos que todos nosotros -miedo, hambre, asesinatos, selecciones-, pero era un judío alemán y seguía pensando que la nación alemana encarnaba la civilización.
Durante todo el tiempo, estábamos encuadrados por dos cabos de varas de las SS, que amenazaban a gritos y golpeaban a los presos que no podían seguir el ritmo de la marcha o que no iban en orden de formación. Uno de los SS que iba a mi altura gritó a uno de mis compañeros: "Cerdo judío, date prisa, que si no te apaleo." El acento de su alemán me dejó atónito: era un acento que reconocía entre miles pues correspondía al de Bucovina, incluso me pareció de Czernowitz. Me olvidé por segunda vez -la primera fue el incidente del sótano- de la norma más sagrada del campo: nosotros, seres infrahumanos, teníamos prohibido mirar, y mucho menos dirigir la palabra, a uno de las SS.
-Señor Scharführer, ¿no será usted de Czernowitz? -le pregunté.
Tuve la prudencia de darle tratamiento de suboficial, cuando en realidad no era más que un soldado raso, lo que solía dar resultado, dado que la vanidad era general -se da en cualquier parte del mundo-, y podía mitigar su cólera, aunque no estaba acostumbrado a recibir de las SS más que gritos y golpes. Me miró con curiosidad, en Auschwitz, probablemente, no tropezó con muchos presos de Bucovina.
-Sí, soy de Bucovina; y tú también, creo yo.
Mientras avanzábamos al mismo paso y con el mismo esfuerzo, nos pusimos a charlar como dos iguales.
-En efecto, soy de Czernowitz. ¿Dónde vivías?
-En la calle Gregor, al lado de la universidad. ¿Y usted?, señor Scharfürer.
-Yo vivía en Roscha.
Roscha era un barrio de Czernowitz que yo conocía muy bien. Envalentonado con el tono amistoso de nuestra conversación tuve la increíble desfachatez de hacerle una pregunta comprometida.
-¿No cree usted que la guerra se va a terminar muy pronto? ¿Qué hará usted, entonces?
Hubo una pausa en la conversación. En ese momento se oyeron ruidos sordos más lejanos que los que provenían de la marcha; eran disparos de los rusos y de los polacos. Su contestación me dejó estupefacto.
-¿Que qué haré cuando termine la guerra? Bueno, no tendré el menor problema. Hablo el yiddish y cuando vea que esto se acaba para nosotros, me cambiaré el uniforme por el pijama a rayas de preso judío y que me echen un galgo.
No me esperaba eso. Evidentemente, entonces no sabíamos que los aliados formarían brigadas especiales para buscar a los miembros de las SS y los reconocerían por el tatuaje que llevaban en la axila con su grupo sanguíneo, aunque muchos criminales de guerra se lo hicieron borrar. Para confirmarme su destreza siguió la conversación en yiddish y tuve que reconocer que hablaba mucho mejor que yo el judío moderno, del que no conocía más que algunas expresiones que había aprendido en el campo.
Así pues, a unos veinte kilómetros de Auschwitz, en medio de una columna de presos helados y agotados, que formaban parte de lo que la historia llamaría la marcha de la muerte, se estableció un extraño diálogo, casi amistoso, entre un Häftling y un soldado de las SS; ambos éramos de Bucovina y charlábamos, aunque, a decir verdad, no tan de igual a igual, pues yo le hablaba de usted y él me tuteaba. Por otra parte, aunque hablara el yiddish mejor que yo, él pertenecía al estamento de los señores, mientras que yo seguía siendo un ser infrahumano, a quien por decreto se le negaba el derecho a la existencia.
-¿Cómo es posible que hable usted tan bien el yiddish?
-Pues mira. ¿Te acuerdas del peluquero judío N., de Russischengasse?
-Naturalmente que me acuerdo de él.
-Entonces, te acordarás también de su hija Rosa.
-Sí, claro; también la conocía.
-Pues Rosa era mi novia -me contestó con un orgullo mal disimulado.
En Czernowitz, todo el mundo conocía a esa chica. Era una prostituta muy afamada; los hombres se pasaban las señas unos a otros. Era muy probable que ese soldado de las SS no fuera más que su maschornik, su chulo.
-Y como éramos novios -siguió diciéndome el hombre-, iba a menudo a su casa y veía con frecuencia a sus padres, que me invitaban a todas las fiestas judías, como Pessa y Purim y hasta fui con ella a la sinagoga. Te puedes imaginar que me sé de memoria todos los festejos de los judíos.
Faltó poco para que creyese que ese miembro de las SS y yo teníamos algo en común, pero en ese preciso momento, el compañero que marchaba a mi lado cayó bruscamente en la cuneta. ¿Había intentado huir o se había derrumbado, agotado? Mi amable SS de Czernowitz se echó el fusil a la cara y apuntó al hombre.
-Señor Scharführer -le grité-, por favor, no dispare. ¡Déjele vivir! ¿Qué puede ganar usted matándolo?
Me miró y me dijo algo así como "las órdenes, ¡son órdenes!". Y apoyando el fusil en la nuca del pobre tipo, disparó. No le volví a ver después de aquella barbaridad.
Horas después de mi conversación con el tipo de las SS y el disparo en la nuca, seguíamos andando como autómatas.»
[El extracto pertenece a la edición en español de Editorial Planeta, en traducción de José María Escriña. ISBN: 84-08-03732-3.]
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