Capítulo IX
«Ahora llega Campos. Augusto se resiste a admitirlo y lo tiene que confirmar en su interior. Como si fuera imposible: "Ahora llega Campos. Viene a morir." Le acompañan varios oficiales, el sacerdote, el teniente médico y dos soldados armados. Camina con su lentitud habitual, cachazudo y grave, dando parsimoniosas chupadas al cigarrillo. Es el único que no tiembla. Los demás están pálidos, nerviosos.
Le mandan detenerse a unos quince metros del pelotón. Delante forma la escuadra -la suya- que va a ejecutar la sentencia.
El alférez Aldama se acerca para vendarle.
-No, gracias, mi alférez. Si me permite adelantarme un poco...
-Sí, sí, claro, lo que quieras.
Augusto oye la voz trémula del alférez. Hace poco que lo han destinado al batallón. Augusto ha hablado en contadas ocasiones con él, pero ya lo sabe amigo. Se refieren muchas hazañas de este oficial de rostro infantil y sonriente. Ostenta dos laureadas -una individual y otra colectiva- del cerco de Oviedo. Augusto ve ahora el temblor de sus manos, el rostro desencajado de este hombre que ha puesto mil veces su vida en juego. Augusto piensa que el sentimiento de la compasión es un atributo de los verdaderos valientes.
Campos está avanzando ahora. Está avanzando para que lo maten mejor. Cuatro metros y se para. Cobos, un paisano del desertor, forma en la escuadra que va a fusilarlo. Campos lo ve tan deprimido, tan asustado, que le da pena y le habla.
-¡Cobos!, ¡levanta la cabeza, hombre! No te dé vergüenza. ¡Mala suerte!
-¡Contéstale, hombre! -lo apremian.
-No, si no tengo vergüenza. Es que... -vacila tartamudeante, ruboroso, espantado.
Y Campos habla de nuevo. Por una vez -la última- se le suelta la lengua. Y habla. Su voz es firme, afectuosa.
-¡Qué le vamos a hacer! -suspira. Y, para no angustiar a sus compañeros, sonríe, como siempre, apenas. Y luego les dice-: Apuntadme bien a la cabeza y al corazón. No me hagáis sufrir -y se lleva a la frente y al pecho la manaza que Augusto ha sentido pesar tantas veces sobre su hombro.
La serenidad de Campos espeluzna. Augusto siente en la garganta un nudo que le sofoca, y su frente la empapa un sudor frío.
Campos da las últimas chupadas al pitillo. Arroja la colilla, separa un poco los pies y cruza las manos a la espalda.
-¡Que tengáis suerte, muchachos! -exclama.
Augusto cierra los ojos. Siente una sensación de desmayo. Los abre. Campos está ahí, esperando, mirándolos. Ve su cara grande, seria, cetrina. "Una cara honda." No sabe por qué. Ancestral.
Se oyen las voces de mando: "¡Caaar... guen...! ¡Aaa... punten...!" Augusto va a gritar: "¡No!, ¡por piedad, ¡no!" "¡Fuego!"
Suena la descarga. Campos cae de espaldas, violentamente, como derribado por un golpe de aire. Sus sesos han saltado en la luz, un metro sobre su cabeza, como un pañolón de seda rosada hecho una pelota. Escapan con un chillido los pájaros, se estremecen los juncos del río y el eco se lleva lejísimos, repitiéndolo, el retumbo de la explosión.
El alférez Aldama monta su pistola. Se acercan también el médico y el "pater". Huelga el tiro de gracia. La última voluntad de Campos se ha cumplido.
El teniente Barbosa arenga a los soldados. Augusto no entiende nada. Mira el cadáver de Campos. Piensa en Campos. "Ya no existe." Y su corazón lo empapa ese tremendo llanto interior de los hombres.
Poco después salieron para Sigüenza. Iba Ruiz en el camión.
-¡Anda y que se jorobe por traidor y sinvergüenza! ¡Me alegro de que se lo cargaran!
-¡Cállate, no seas bestia! -replica Augusto con furia.
-¿Es que lo defiendes?
-¡Sííí! ¡Ha pagado con su vida! ¿Qué más se le puede exigir a un hombre?
-Campos murió como un valiente -tercia otro furriel-. Y yo me descubro.
-Pues, para mí no es más que un traidor. ¡Anda y que se pudra!
El furriel y Ruiz siguen disputando violentamente. Guzmán ya no los escucha. "¿Cómo se puede ser tan cruel?", piensa.
El resto del viaje lo hizo en silencio. Anduvo por Sigüenza solo, huidizo, apartándose de los demás.
Cuando regresaron aquella tarde al pueblecillo, los soldados reían y bromeaban como de costumbre. Nadie se acordaba ya de Campos.
Augusto se quedó perplejo. ¿Sería él quien estaba equivocado? ¿Era pura sensiblería su emoción?
"¡Tal vez!", piensa Augusto mientras se dirige a la iglesia, pero no siente rubor de sus sentimientos, no se avergüenza.
Al llegar al pequeño cementerio se detiene. Por encima de la tapia contempla un trozo alargado de tierra arcillosa removida, bajo la que Campos descansa.
Augusto abre la chirriante puerta del cementerio y murmura: "¡Hola, Campos!"
El único saludo, tal vez, que llega hasta la soledad y el desamparo del muerto.»
[El texto pertenece a la edición en español de Editorial Planeta, 1997. ISBN: 84-08-46092-7.]
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