"Los que pretenden que los animales no tienen alma, por temor a que el hombre deba incluirse en su clase y limitarse a ser el primero entre iguales, en vano acumulan fuerzas y más fuerzas, argumentos y más argumentos. Los dardos que lanzan estos temerarios recaen sobre ellos y no alcanzan esta sublime sustancia.
Sé que el rostro de los animales nada tiene que ver con el humano, pero ¿no hay que ser muy limitado, muy llano y muy poco filósofo, para condescender así a las apariencias y juzgar el árbol únicamente por la corteza? ¿Qué cambia la forma más o menos bella, allí donde encontramos los mismos rasgos sensiblemente grabados por la misma mano? La anatomía comparada nos ofrece las mismas partes, las mismas funciones, por doquier el mismo juego y el mismo espectáculo. Los animales no carecen de los sentidos internos como tampoco de los externos, por consiguiente, se hallan dotados como nosotros de todas las facultades espirituales que derivan de ellos, me refiero a la percepción, a la memoria, a la imaginación, al juicio, al razonamiento, cosas que, según ha demostrado Boerhaave, pertenecen todas a estos sentidos. De donde se deduce que sabemos, sea a través de la teoría como por la práctica de sus operaciones, que los animales tienen un alma producto de las mismas combinaciones que la nuestra, y, no obstante, como se verá a continuación, completamente distinta de la materia. Nada tan verdadero como esta paradoja.
Abandonemos estas consideraciones triviales. Los sueños de los animales en voz alta o baja, su sobresalto al despertar, el buen servicio que les rinde su memoria, estos temores, estas inquietudes, su aire embarazado en tantas ocasiones, su alegría al ver al amo y al plato favorito, su elección de los medios más adecuados para desenvolverse, todo se nos asemeja. ¿No bastarían, pues, signos tan numerosos y sorprendentes para probar que nuestra vanidad, tras asignar el instinto a los animales, adornándonos con este ser extraño, inconstante y veleidoso, llamado razón, nos ha distinguido más de palabra que otra cosa? Pero, se dice, que los animales carecen de habla. ¡Admirable objeción! Agregad también que andan a cuatro patas, y que no ven el cielo si no es tendidos de espaldas, reprochando en fin al autor de la naturaleza el inocente placer que ha tenido en variar sus obras.
¿Qué priva a los animales del don del habla? Quizá nada. Esta nada de Fontenelle, que lo distingue tanto a sí mismo de casi todos los demás hombres, como éstos se distinguen de los animales irracionales. Tal vez, además, este débil obstáculo desaparezca un día: ello no es imposible, según el autor del Hombre -Máquina. ¡Seductor ejemplo de su gran mono! ¡Y qué bellos proyectos le han pasado por la cabeza!
Pese a que los hombres hablen, deben recordar que no han hablado desde siempre. Mientras no han estado en otra escuela que la de la naturaleza, su primer lenguaje ha consistido en sonidos inarticulados, tales como los de los animales. El de la máquina es anterior al arte y a la palabra, sólo pertenece a ella. Por lo demás, ¡mediante cuántos gestos y signos puede hacerse entender el lenguaje más mudo! ¡Qué expresión tan inocente e ingenua! ¡Qué energía -que a todo el mundo asombra, y que todo el mundo comprende- en esas contraposiciones de sonidos arbitrarios, que azotan el aire y no expresan nada para el extraño que los oye? ¿Acaso es necesario hablar, para parecer sensible y reflexivo? Bastante habla quien muestra sentimiento. Primera prueba del alma de los animales. La perfecta analogía que se encuentra entre ellos y nosotros, procura la segunda y la demuestra; es la conciencia íntima que tienen, al igual que nosotros, de sus propias sensaciones.
Si se pudiera ser autor, sin hacer, como el piadoso Rollin, una ostentación de lo que se hace y de lo que no se hace, ¿se necesitaría algo más para tener el derecho de concluir que tan injusto es negar un alma a los animales, como que ellos no reconocieran la nuestra con toda su superioridad?"
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