jueves, 21 de junio de 2018

El mal del ímpetu.- Iván A. Goncharov (1812-1891)


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«A partir de ese momento me convertí en un triste espectador de la evolución del "mal del ímpetu". A veces se me ocurría librarlos aun en contra de su voluntad, aunque sólo fuera por poco tiempo, de aquella seducción diabólica: cerrar la puerta justo en el momento en que estuvieran a punto de salir o lanzarme en busca de los médicos más famosos y, despertando primero su interés y luego su compasión, rogarles que ayudaran a los desdichados mártires. Pero eso habría significado enemistarme con ellos para siempre, porque no habían perdido el juicio y, cuando no se mencionaban los paseos, seguían siendo los "Zúrov de invierno", es decir, eran tan amables y generosos como en los meses invernales.
 No voy a importunar al lector con la descripción de los distintos matices y casos particulares del "mal del ímpetu": en el relato de mi amigo Tiazhelenko, que he reproducido casi literalmente, se encuentra la noción general de esta dolencia y a mí solo me queda añadir, para mayor claridad y precisión, la crónica de uno o dos de los paseos, los más reveladores del estado enfermizo en el que se encontraba el alma de mis conocidos.
 Cada paseo se distinguía, invariablemente, por alguna aventura en particular: o porque se rompía el eje de la calesa y ésta volcaba, y de ella, como del cuerno de la abundancia, surgían y se esparcían los más diversos objetos en un desorden prodigioso: cacerolas, huevos, carne asada, caballeros, tazas, bastones, chanclos, damas, un samovar, bollos, sombrillas, cuchillos, cucharitas; o porque una lluvia de varios días y el cansancio acumulado los obligaban a buscar refugio en alguna cabaña que se convertía en un divertido escenario dada la diversidad que albergaba: terneros, niños, estanterías vacías, paredes mugrientas, hombres rusos y fineses, cucarachas, cazuelas, platos, damas rusas y de origen finlandés, abrigos femeninos, impermeables, ropones campesinos, elegantes sombreros de mujer y calzado rural, todo colocado sin ningún orden, formando un variopinto divertimento. Además de la peripecia principal, solían tener lugar pequeños e impredecibles accidentes: alguno de los niños caía al agua, Zinaída Mijáilovna mojaba por error su esbelto piececito en un cenagoso cauce... Pero, ¿acaso es posible referir todo lo que sucedía durante sus incursiones a campos y bosques? ¿Y acaso podría haber sido diferente tomando en cuenta que estos infelices, aun cuando nadie los empujaba, se lanzaban al encuentro de tanta incomodidad? Recuerdo que una mañana, cuando el tiempo todavía era bueno, nos pusimos de acuerdo para ir a Strelna después de la comida y visitar el palacio y los jardines. Mientras comíamos, un nubarrón plomizo cubrió el cielo y a lo lejos retumbó un trueno. Los estampidos sonaban cada vez más cerca hasta que, finalmente, se soltó un chubasco terrible. Yo me alegré pensando que sin duda alguna el paseo quedaría aplazado, sobretodo porque el aguacero no tardó en convertirse en una lluvia fina y persistente; pero mi alegría fue vana: a eso de las cinco se aproximaron a la escalinata varios carruajes de alquiler.
 -¿Qué significa esto?
 -¿Cómo qué significa? ¿Y Strelna? -exclamaron a coro.
 -¿Pero quién se va a atrever a ir con un tiempo como este?
 -¿Qué le ocurre al tiempo? Sólo está lloviendo.
 -¡Y les parece poco! Podemos coger frío, constiparnos y morir.
 -¿Y qué importa? ¡A cambio, habremos paseado! Llevamos cinco paraguas, siete capas impermeables, doce pares de chanclos y...
 -¡Y las cañas de pescar! -añadió Alexéi Petróvich.
 No tuve alternativa; les había dado mi palabra y fui. Diluvió hasta la mañana siguiente y por eso, al llegar a Strelna, en vez de visitar el palacio, nos vimos obligados a entrar en una taberna en la que tuvimos el placer de degustar un té de muy extraña consistencia, color y sabor y de deleitarnos con un correoso bistec.
 A partir de ese momento, comencé a espaciar mis visitas a los Zúrov, porque gracias a aquellos paseos caí enfermo en tres ocasiones y, por otro lado, con frecuencia no los encontraba en casa y, si los encontraba, siempre estaban atareados preparando alguna salida, o descansando de ellas; aunque lo habitual era que estuvieran indispuestos. Sin embargo, a pesar de todo, no perdía la esperanza de que sanaran y pensaba que los consejos de los amigos, la ayuda de los médicos y, finalmente, la salud que se les escapaba, acabarían por destruir la raíz de su infortunada monomanía. Pero, ¡ay!, qué cruelmente equivocado estaba. La descripción de los siguientes tres ataques, o -según la denominación que ellos les daban- tres paseos, será suficiente para  mostrar hasta qué punto "el mal" se había apoderado de aquellos infelices.
 En una ocasión llegué a visitarlos por la noche y me asombró el silencio que reinaba en esa casa donde las alegres exclamaciones, las risas y los sonidos del piano se sucedían ininterrupidamente. Le pregunté  al sirviente cuál era el motivo de aquel incomprensible silencio.
 -Ha ocurrido una desgracia, señor -respondió en un susurro.
 -¿Qué desgracia? -pregunté alarmado.
 -La vieja señora ha tenido a bien perder la vista.
 -¡No es posible! ¡Dios! ¡Pobre abuela! ¿Cómo ha sucedido?
 -Ayer, durante el paseo, tuvo a bien sentarse largo rato al rayo del sol y mirarlo fijamente y, cuando llegó a casa, tuvo a bien dejar de ver.
 Alexéi Petróvich me recibió en la sala y confirmó lo que me habían dicho añadiendo, además, que lamentaba lo de la abuela sobre todo porque esta circunstancia paralizaba temporalmente los paseos. Yo meneé la cabeza cinco veces: una de ellas intentaba expresar mi compasión por la abuela y cuatro mi indignación por las palabras de Alexéi Petróvich.
 "Bueno -pensé-, a ver si así se sosiegan por lo menos cuatro días. Cómo me alegro; tal vez con esto se vayan tranquilizando poco a poco."
 Acompañado de estas consoladoras reflexiones me fui a casa y me acosté a dormir.
 A la mañana siguiente, antes de las seis, distintas voces entremezcladas y el ruido de muchos pasos en la acera me despertaron y me obligaron a levantarme. Suponiendo que se tratase de algún incendio que se hubiera declarado por los alrededores, me asomé a la ventana ¡y qué fue lo que vi! Alexéi Petróvich, sin gorro, con los cabellos flotando al viento y una alegría salvaje en los ojos, devoraba a grandes zancadas el espacio; llevaba puesto un impermeable que se hinchaba con el aire como si fuese una vela; en las manos tenía dos cañas de pescar con sus aparejos. Detrás de él venían los niños, uno más pequeño que otro, saltando llenos de alegría, algunas veces quedándose rezagados y otras, por el contrario, adelantándose. Me quedé petrificado. Hasta entonces "el mal" no se había manifestado de una manera tan violenta. Miré de nuevo: la pandilla entera se había detenido y se había puesto a bostezar frente a mis ventanas.
 -¿Adónde dirigen sus apresurados pasos, miserables, y por qué perturban la tranquilidad del prójimo? -les espeté con voz inspirada.
 En aquel momento me parecieron seres excepcionales en los que estaba impreso el sello de la maldición y creí necesario utilizar, como se hace en esos casos, un lenguaje especial para dirigirme a ellos.
 -¡Iremos andando a Párgolovo!- gritaron a coro. [...]
 -¿Pero están ustedes en sus cabales? ¡Hasta Párgolovo hay doce verstas!»
 
 [El fragmento pertenece a la edición en español de Editorial Minúscula, en traducción de Selma Ancira. ISBN: 978-84-95587-73-2.]
 

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