sábado, 16 de junio de 2018

Bajo el león de San Marcos.- Ana Alcolea (1962)


Resultado de imagen de ana alcolea   

«-¿Por qué has dicho que estos platos son un tesoro, Giusseppe? A mí me gustan más los otros, los que llevan el ribete rojo y el escudo de los Lusignan.
 -También son magníficos, sí, propios de un rey. Aquellos los mandó hacer en Francia el padre del difunto esposo de la señora; pero estos que acabas de poner en la mesa tiene aún más valor. Fueron un regalo. Vienen de la persona más importante de la República de Venecia -y bajó la voz para susurrarle casi al oído a Angélica-.  Fue el mismo dogo el que se los regaló a Caterina cuando llegó de Chipre. El dogo Barbarigo, Agostino Barbarigo, el que provocó la muerte de su hermano de un disgusto.
 A Angélica aquello le pareció interesante para sus investigaciones. Estaba allí para averiguar cosas, no sabía el qué, pero consideraba que todo lo que oyera sobre los patricios venecianos podría interesar a su señora. ¿A su señora? Su señora también era Caterina, a la que estaba traicionando con cada frase que oía y le parecía digna de ser contada a Mariana. Aquello le producía un malestar en el estómago que no habría sabido definir. La historia del dogo Barbarigo y de su hermano muerto la había oído antes pero nunca le habían interesado los tejemanejes políticos. Y ahora estaba metida en uno de ellos. Sólo que no sabía en cuál, ni en qué. La tripa le dio una punzada que le cambió la cara. Agradeció la poca luz de la sala que evitó que Giusseppe se diera cuenta de la expresión de su rostro.
 -¿Y por qué se los regaló? -acertó a preguntar.
 -Los señores se hacen regalos así para quedar bien, aunque por detrás se den puñaladas -musitó a la vez que miraba a su alrededor para comprobar que nadie podía escuchar aquellas palabras que podrían ser consideradas de traición a la Serenísima-, que es lo que Agostino Barbarigo le hizo a la pobre Caterina: primero la mandaron a Chipre como reina consorte y luego él la obligó a abdicar. Su marido y su hijo muertos, quién sabe por qué razón -y bajó aún más la voz al decirlo-. Aquellas tierras marinas son demasiado calurosas y no son sanas. La reina sigue enfermando de vez en cuando desde que llegó. En fin. A cambio de todo, el dogo le regaló los platos que ves, con su propio escudo: banda azul sobre campo blanco, con el gorro dogal como corona. Aquí lo tienes, en el medio, para recordar a Caterina el acto ignominioso. Una puñalada por la espalda, ya ves.
 -Algo más le daría, ¿no? Este palacio, por ejemplo... -empezó a hablar Angélica.
 -Ya, ¡qué menos después de todo lo que la habían obligado a hacer! Tuvo todo lo que no había pedido, amó antes y después al hombre que le comunicó que debía volver para siempre a la laguna, a la vez que él tornaba para siempre a Chipre. Tuvo marido, hijo y una isla. Lo perdió todo, y su amante se casó con una prima suya, prima a su vez de tu señora, doña Mariana.
 -¿Cómo sabes todas esas cosas Giusseppe? -a Angélica le parecía apasionante lo que el hombre le estaba contando, pero enseguida se dio cuenta de que no era útil para su labor, supuso que todo aquello ya lo sabría la Contarini. No habría nada nuevo para Mariana en las palabras del jardinero.
 -Yo estuve siempre a su servicio: me enviaron a Chipre con ella y luego la acompañé en su exilio y aquí permanezco, a su lado. Yo también me he quedado solo. Mi mujer también murió de las mismas fiebres que el rey en aquella insana ciudad de Famagusta, y mis dos hijos. Allí hace demasiado calor. Los venecianos querían Chipre a toda costa. Está en un lugar estratégico, cerca de Egipto y del imperio turco. Desde allí controlan todo el comercio del Mediterráneo. Pero no es un buen sitio, créeme. Hay muchas enfermedades que surcan los mares desde tierras lejanas y se aposentan allí -a Angélica le dio un temblor al escuchar aquello. Se acordaba de Giovanni-. Mucho ha luchado la Serenísima República para hacerse con el poder de la isla. De nada les servirá dentro de poco. Ya hace unos años que el genovés ha encontrado otra ruta para llegar a Oriente sin tener que pasar por las tierras de los infieles. Y el portugués acaba de rodear el Cabo de Buena Esperanza para ir a Oriente. El declive de Venecia está a punto de empezar. Yo no lo veré. Soy viejo, pero tú sí. Eres una niña y verás caer la República. Me lo contarás cuando nos veamos en el infierno.
 A Angélica le dio un escalofrío. Ella no tenía ninguna intención de ir al infierno y tampoco creía que aquel hombre fuera a parar ahí. No le gustaba el calor y seguro que haría lo posible para no acabar en el fuego del reino de Plutón.
 -¿Quién es ése al que llamas "el genovés"? -consiguió preguntar.
 -Un tal Cristoforo Colombo. Ha descubierto un nuevo camino a través del gran océano. Y lo ha hecho para el rey de Aragón, el enemigo mortal de Venecia. La mayor revuelta que vivimos en la isla fue organizada por los aragoneses y por los napolitanos. Seguro que el rey Fernando, al que llaman "el Católico" estaba detrás de todo aquello. Creo que uno de los invitados de su majestad es un súbdito de Fernando y de Isabel, su mujer, la reina de Castilla. Acaban de vencer a los pocos árabes que quedaban en sus reinos y de expulsar a los judíos. Conozco en Venecia una familia recién instalada. Gente de Zamora, una ciudad de Castilla, joyeros. Nuestra reina había sido informada sobre la llegada de estos artesanos y me mandó a que echara un vistazo sobre las cosas que hacen. Es un maestro de la orfebrería, micer Isaías de Alcalá.
 -Pues yo he oído que el invitado es un tal Tuzio Costanzo, de Castelfranco, un noble de mi pueblo, que frecuentaba a mis antiguos amos -dijo Angélica-. Nada de embajadores de ningún Fernando ni de ninguna Isabel.
 -Ay, pequeña, me habré equivocado. Quizá ese vino el mes pasado. A mi memoria le gusta jugar conmigo, ¿sabes? No me hagas mucho caso. De todos modos, no nos importa, ¿a qué no? Tú limítate a terminar de colocar la mesa y yo pondré las flores, que es para lo que estamos aquí. La política se la dejaremos a los señores. Voy a la cocina para que Teresa me dé algo que comer mientras terminas. Luego regresaré. Adiós.
 Y se fue sin decir nada más. Angélica se quedó allí quieta unos segundos, intentando registrar todo aquello que le había contado Giusseppe. En aquellos momentos, le habría gustado saber escribir como los secretarios de los señores, para poder apuntar todo y no dejarse nada de lo que le parecía importante. Por otra parte, cada vez iba sintiendo más simpatía por aquella mujer que había sido reina y ahora era espiada por su envidiosa prima a través de ella. Ella que, al fin y al cabo, no era más que una insignificante criada.»
 
 
 [El fragmento pertenece a la edición en español de Algaida editores, 2009. ISBN: 978-84-9877-224-1.]
 

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Realiza tu comentario: