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«Encontré un trabajo temporal en un depósito del ayuntamiento. Un depósito desconchado con miles de archivos viejos de gente que ya había muerto, de casas que no existían y fábricas de las cuales sólo quedaban esos papeles. Un trabajo adecuado para un extranjero que no quiere seguir en casa. Tenía que abrir las cajas y ordenar los papeles. Separar las fotos. Quitar los corchetes oxidados y colocar todo ordenadamente sobre una mesa. Al medio día siempre venía un funcionario.
"Ganando unos cuartos, ¿verdad? Bien hecho. En todas partes hay un dinerillo, pero nadie quiere ganarlo."
A veces olvidaba venir. Temía que accidentalmente cerraran con llave la puerta y me dejaran allí, en el depósito y en la oscuridad. Yo solo con las viejas ratas residentes. Por norma controlaba la puerta.
Aunque quería quedarme en el depósito. Las cosas no iban nada bien entre mi mujer y yo. Iba a tener una entrevista en una fábrica de chocolate. Iba a construir una vida por sí misma. Cada día perdía un poco más de autoridad. En mi país era un hombre de cierto nivel. Ahora era el que le llevaba la escalera a Jacobus, mi vecino. Compañero de trabajo de las ratas viejas. Pero no importaba. Debía tener confianza y reconocer mi nueva existencia. Seguir trabajando en el depósito. Seguir viviendo un poquito como un hombre. Pasar un tiempo bajando cada mañana para leer diarios viejos. Mi experiencia me decía que las cosas no iban a ser así para siempre. Una mañana, cuando iba a abrir las cortinas, noté que todo estaba cubierto por un grueso manto de nieve. De pronto vi a un maquinista en el jardín de Jacobus. Tenía puesto el gorro, llevaba un maletín y estaba mirando la antena. Abrí las cortinas completamente y me asomé por la ventana.
"¡Buenos días!", exclamé.
El hombre se quitó el gorro.
¡Jacobus!
Jacobus era un maquinista de trenes.
"Jacobus es el hombre que atropelló a René", fue lo primero que pensé.
No podía hacer razonar a mi pensamiento. Si lo formulaba en voz alta, sonaba sin sentido. Si lo ponía en papel, faltaban los hechos. Si se lo hubiese explicado a mi mujer, habría pensado que desvariaba. Pero no tenía que formular mis pensamientos en voz alta. No tenía que compartirlos con nadie. Los latidos del corazón, la tensión de mis ojos, la temperatura de mi piel, la antena, el árbol, el gorro, el maletín me gritaban que Jacobus era el hombre. El maquinista de trenes. Yo no era tonto, que digamos. En mi país natal hasta había estudiado matemáticas. Y también allí había tenido trabajos diversos. Había aprendido a pensar con lógica. Lo sabía, pero también sabía que ya no era el mismo. De la vieja lógica no había quedado mucho. Era un fugitivo. Y las fugas tienen su propia lógica. Todo se razona de otra manera. En verdad, yo y las viejas ratas nos ocupábamos de quitarme la vieja lógica de la cabeza y desarrollar una nueva.
En el depósito del ayuntamiento tenía bastante tiempo para reflexionar. Progresivamente llegué a la conclusión de que debería vivir de otra manera. Más flexible. Más arriesgada. Debería dejar de importarme que estuviese permitiendo que mi mujer se me escapara de las manos. Tampoco debería preocuparme si mi hijito no quería decir ni una palabra en nuestra lengua. Al principio pensé que mi vida iba al revés. No, no de cabeza, pero en un nuevo orden. Por eso le di más espacio a mi cerebro. Era un jugador de la vida. Mi cabeza reaccionaba más ágilmente: Jacobus era el hombre.
Paulatinamente aprendí algo más para confiar en mi cerebro. Antes pensaba que mi huida había sido una gran equivocación. Que no debía haberme marchado de mi país natal. Pero ahora estaba llegando a una conclusión diferente. La huida no era cuestión de elección sino de acción. Es un proceso que ocurre fuera de uno. No se puede dirigir. Pensemos en una manzana, en un manzano: cuando la manzana está madura, con el primer viento se desprende del árbol. La culpa no existe. El castigo no tiene sentido. El proceso lo define. El sol, la luna, el árbol, la rama, la tierra se juntan y deciden que es hora de que caiga la manzana.
Tenía que seguir adelante, sin más. El proceso estaba lejos de ser acabado. Ahora el maquinista estaba en el jardín y era precisamente el hombre que necesitaba. tenía que acercarme a él, a Jacobus, el maquinista.
"Jacobus, ¿tú atropellaste a René?"
Nunca se lo pregunté. Era problema mío y no tenía nada que ver con él.
-¿Qué haces cuando de pronto ves a un hombre que se ha lanzado frente a tu tren? -lo interrogué súbitamente mientras me daba la espalda, sentado ante su aparato.
Me miró, impactado. No sabía que había subido al desván.
-Tú, que eres maquinista de tren, imagina que de repente ves salir de detrás de los árboles a un hombre corriendo hacia las vías. ¿Qué haces en un momento como ése?
No había pensado hacer esa pregunta. Lo cierto es que la pregunta se me escapó de la boca. Jacobus hizo un esfuerzo por responder, pero no pudo. No pudo encontrar una buena respuesta. En realidad, debería haber mandado la pregunta al espacio. Y yo debería haberme instalado en algún lugar, tras un aparato, para ir en su busca. Y cuando de pronto la hubiese encontrado, habría tenido que llamar: "Aló, aló. ¿Eres el maquinista? ¡Dime! ¿Qué haces si estás al mando de la locomotora y de pronto ves que un hombre corre hacia los raíles para dejarse caer?"
Me pareció infame por mi parte.
Naturalmente, yo sí conocía la respuesta. Anneke me la había dado. Anneke, la ex mujer de René.
Pudo ver el informe del policía que había investigado el lugar del accidente. Había llegado con las sirenas sonando, avanzando en paralelo a las vías. El agente tenía que interrogar al maquinista. Con el cuerpo destrozado de René no había nada que hacer. Sólo se detuvo y lo miró un momento. Después de conectar su teléfono móvil y buscar al maquinista, corrió hacia un tren de mercancías que estaba a un kilómetro de distancia. Vio que la puerta de la locomotora estaba abierta. Emitió su información:
-Hola. Soy yo de nuevo. La puerta está abierta, pero el maquinista no está en la cabina.
-¡Busca mejor! -le dijo su jefe-. Peina los alrededores.
-No encuentro nada -dijo por su teléfono móvil-. El maquinista se ha marchado. [...]
Algunos cientos de metros más allá distinguió a alguien en la vía.
-Me parece que lo tengo. Oigo que alguien llora.»
[El fragmento pertenece a la edición en español de la editorial Círculo de Lectores, en traducción de Andrea Morales Vidal. ISBN: 84-226-7525-0.]
Extraordinario el modo de narrar!!
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