Primera carta
«Mi nombre de soltera era Frances Hill; nací en una pequeña aldea cerca de Liverpool, en Lancashire, de padres extremadamente pobres y, así lo creo yo, extremadamente honestos.
Mi padre, cuyos miembros quedaron inválidos impidiéndole desempeñarse en las tareas más laboriosas de las labores del campo, se ganaba una parca subsistencia confeccionando redes, a la que mi madre no contribuía mucho dando enseñanza escolar a las chicas del vecindario. Tuvieron varios hijos pero ninguno sobrevivió; sólo yo, que había recibido de la naturaleza una constitución perfectamente saludable.
Hasta después de los catorce años de edad, mi educación no pasaba de lo más corriente: leía, o mejor dicho, deletreaba, garrapateaba en forma ilegible y realizaba labores sencillas de costura, sin nada de particular: eso era todo, y por entonces, toda la base de mi virtud era la ignorancia absoluta del vicio, así como la tímida modestia propia de nuestro sexo en la tierna etapa de la vida en que los objetos alarman o asustan más por su novedad que por cualquier otra cosa. Pero en verdad que es un temor del que se alivia una pronto a expensas de la inocencia, cuando la doncella deja poco a poco de considerar al hombre como una criatura de presa que se la va a comer.
Mi pobre madre había dividido de tal modo su tiempo entre las alumnas y los pequeños cuidados domésticos, que le quedaba muy poco disponible para mi instrucción, pues partiendo de su propia inocencia ante todo mal no se le ocurrió que se me debiera poner a mí en guardia contra nada.
Iba ya a cumplir quince años cuando me agobió el peor de los males privándome de mis queridos y tiernos padres, que me fueron ambos arrebatados por la viruela a pocos días de distancia; mi padre murió primero, apresurando así el fallecimiento de mi madre, de tal modo que me quedé huérfana y sin amigos (ya que mi padre se había establecido allí accidentalmente, pues él era originario de Kent). El terrible mal que se los llevó también me había atacado a mí, pero con síntomas tan benignos que me encontraba ya fuera de peligro y, cosa que no supe apreciar entonces, sin una sola cicatriz. Pasaré por alto el relato del dolor y aflicción naturales que me abatieron en aquella triste ocasión. Pasó un poco de tiempo y el aturdimiento natural de la edad disipó demasiado pronto mis reflexiones sobre aquella pérdida irreparable; pero nada contribuyó más a consolarme que la idea que enseguida se me metió en la cabeza de ir a Londres, y buscar empleo, para lo cual me prometió ayuda y consejo Esther Davis, joven que estaba allí de visita en casa de unos amigos, y que, después de pocos días, tenía que volver a su trabajo.
Como ahora no tenía a nadie en la aldea que se preocupara lo suficiente por mí ni por lo que pudiera ocurrir, para levantar objeciones ante ese proyecto, y como la mujer que me atendía desde que fallecieron mis padres más bien me incitó a que lo pusiera en práctica, no tardé en tomar la decisión de arrojarme al ancho mundo zarpando hacia Londres, con el objeto de hacer fortuna -frase que, sea dicho al pasar, ha arruinado a más aventureros de ambos sexos, de origen campesino, que los que haya nunca encumbrado.
No me inspiró Esther Davis pocos deseos y ánimos para aventurarme con ella, picando mi curiosidad infantil con las bellas cosas que se podían ver en Londres: las Tumbas, los Leones, el Rey, todas las diversiones que entraban en su modo de vida y cuyos detalles me trastornaron por completo la cabecita.
Tampoco puedo recordar sin soltar una carcajada la admiración inocente, no desprovista de una pizca de envidia, con que nosotras, las muchachas pobres cuyas ropas para ir a la iglesia no pasaban de ser arreglos mal ajustados y vestidos de tela barata, contemplábamos los amplios atuendos de satín, las gorras orladas de encaje de media pulgada, cintas rizadas y zapatos atados con plata; creíamos que todo eso crecía en Londres y pesó mucho en mi decisión la idea de ir a recoger mi parte.
Sin embargo, lo que le impulsaba a ella era llevar una paisana que le hiciera compañía, y no había más motivo para que Esther se encargara de mí durante mi viaje hacia la ciudad, donde por lo que me dijo, según era su modo y estilo: "cuántas muchachas del campo se habían situado, a ellas y su parentela, para siempre; que conservando su 'Virtud', algunas habían hecho que sus amos se prendaran de ellas, se casaran con ellas y les pusieran coches y pudieran vivir en grande y felices; y algunas, si posible, llegaron a ser duquesas; la suerte lo era todo y quién sabe; ¿por qué otras sí y yo no?"; con éstas y otras paparruchas encaminadas a favorecer sus fines, me puse a desear hacer aquel viaje prometedor y abandonar un lugar en que, aún cuando allí hubiera nacido, no tenía parientes a quienes echar de menos, y que se me había hecho insoportable por el cambio entre el trato tierno y el repentino frío de la caridad con el cual me mantenían aún en la casa de la única amiga de quien, al menos, podía esperar cuidado y protección. Sin embargo, fue lo suficiente justa conmigo para convertir en dinero las cosillas que habían quedado, después de pagar deudas y gastos de entierro, y cuando me marché me puso entre manos toda mi fortuna; ésta consistía en un guardarropa harto escaso que cabía en un cofre muy ligero y en ocho guineas con diecisiete chelines de plata, metidas en una bolsa de resorte, que representaban el mayor tesoro que hubiera visto junto y del que no se me ocurría que pudiera llegar a acabarse nunca; y en verdad, me sentía tan absorta por la dicha de verme dueña de suma tan inmensa que presté muy poca atención a un mundo de buenos consejos que me dieron al mismo tiempo.
Se compraron los pasajes para Esther y para mí en el coche de Londres y voy a dejar de lado una escena muy poco pertinente de despedida en la cual vertí unas pocas lágrimas entre pena y gozo; y por la misma razón -que no viene al caso- omitiré todo lo que me sucedió en el camino [...]. Para ser justa con Esther, debo reconocer que me prodigó cuidados maternales, al mismo tiempo que me hacía pagar su protección cargándome con todos los gastos del viaje, los que sufragué con todo gusto sintiéndome todavía en deuda con ella.
En realidad cuidó mucho de que no nos cobraran de más ni abusaran de nosotras, y de que lo hiciéramos todo lo más barato posible; no se la podía tachar de derrochadora.
Atardecía un día de verano cuando llegamos a la ciudad de Londres en nuestro carruaje lento, aunque tiraban de él seis caballos. Al pasar por las calles más anchas que conducían a nuestra posada, el ruido de los vehículos, la prisa, la multitud de transeúntes, en resumen, el paisaje nuevo de tiendas y casas, me gustaron a la vez que me asombraban.»
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