Capítulo I
«Dorriforth había recibido en el colegio de Saint-Omer una
educación tan severa como lo es la regla de esta casa; tomó las órdenes, y se
hizo sacerdote católico romano; pero desechando las supersticiones y discerniendo
con justicia los verdaderos deberes que le imponía su estado, se creó
principios que hubieran aceptado los primeros defensores del cristianismo.
Esforzábase en practicar las virtudes que predicaba, porque no había prometido a
Dios separarse de los demás hombres y huir el honroso trabajo de reformar la
humanidad; no quiso deber al claustro un abrigo contra las tentaciones, y el
centro de Londres fue para él un asilo tan seguro, como el retiro. Allí es donde
supo adquirir por sí mismo la prudencia, la justicia, la fortaleza y la
templanza.
Llegaba a los treinta años, habiendo pasado cinco en Londres, cuando
perdió a un querido amigo de más edad que él, pero con quien estaba relacionado
desde su primera juventud, y que al morir le dejó encomendada su hija de edad
de diez y ocho años. Antes de encargarle de este depósito M. Milner pensó de esta
manera:
—En toda mi vida no he tenido sino una amistad
íntima; Dorriforth es el solo hombre con quien puedo contar; seguro de él no he
tratado de buscar otro. Tenia miedo de descender de la alta idea que él me había
dado de la naturaleza humana. En este momento en que recuerdo temblando los
pensamientos y acciones de que voy a dar cuenta, todo interés humano desaparece,
y me creo ya delante del tribunal a que me acerca más cada momento. ¿A quién
dejaré la única hija que dejo en el mundo? He aquí en este momento supremo el
último deber que me toca llenar. Si no escuchase sino las afecciones terrestres
que me unen a esa niña por los lazos de la naturaleza y la costumbre, si
creyera la voz de lo que generalmente se llama amor paternal, seguramente me
ocuparía de su felicidad presente, y la entregaría a los cuidados de aquellos a
quienes mira como sus más queridos amigos; pero estos amigos lo son sólo en la
prosperidad y cambian con la fortuna. Mi hija tendrá en su vida muchas horas
tristes como esposa y como madre. Ellos la abandonarán entonces.
En este momento,
las lágrimas del amor paternal se abrieron paso entre las de la agonía.
—Abandonada, continuó,
¿dónde encontrará consuelos mi hija? Este socorro supremo de la religión, y que
me sostiene en la agonía, la será negado.
Conviene notar que
M. Milner, aunque católico romano, se había casado con una protestante,
habiendo convenido en que las hijas se educarían en la religión de la madre, y
los hijos en la del padre. Una sola hija había sido el fruto de su unión, y de
ella se ocupaba M. Milner. Fiel a la promesa que había hecho a su esposa, la
había abandonado la educación de su hija, que entró en un colegio protestante,
de donde salió instruida en su religión como lo suelen ser todas las jóvenes de
su edad. Había adquirido todas las gracias y todos los talentos, que realzan la
belleza; pero su alma había quedado como la formó la naturaleza, a excepción de
algunos estragos que había hecho en ella el arte su enemigo.
En tanto que su
padre había estado sano, no había podido notar sin la más viva alegría las
perfecciones de su hija, a quien nada faltaba de lo que pueden dar las gracias
y la elegancia: no había examinado si lo demás era tan perfecto en ella; pero
en su lecho de muerto comenzó a temer haberse engañado, y los aplausos que la
había prodigado, y el gusto que había tenido en verla abrir un baile no se le
presentaron sino para arrancarle un suspiro de compasión por un mérito tan frívolo.
—Lo que es
verdaderamente importante, se dijo, es que pueda prepararse con tiempo para su
última hora. ¿Puedo pues confiarla a aquellos que no pensarán en esto en toda
su vida? No; Dorriforth es el único de mis amigos, que uniendo las virtudes
morales a las de la religión sabrá cuidar de ella sin tiranizarla, instruirla sin
enojarla, y consolarla sin adularla... y quizá inspirarla un día el amor a la
virtud.
Dorriforth, que
había venido de Londres para ver a su desgraciado amigo, recibió sus últimas
voluntades y le prometió cumplirlas; pero Milner, al darle esta prueba de
estimación le exigió que no emplease nunca la fuerza para hacer renunciar a su
hija la religión de su madre en que había sido educada.
—No atormentéis su
alma por ninguna idea que pudiera conturbarla sin mejorarla.
Estas fueron sus
últimas palabras, y la respuesta de Dorriforth disipó sus inquietudes.
Miss Milner no fue
testigo de esta dolorosa escena: una amiga, de complexión delicada y de nervios
estimadamente sensibles, a quien había ido a ver a Bath, creyó que para no
alarmarla convenía no decirla, no sólo que su padre estaba moribundo, sino ni siquiera
que estaba enfermo. Este excesivo celo dio a la pobre Miss el pesar de saber
que su padre había muerto antes de haber temido por su existencia.
Al recibir esta
noticia corrió a cumplir sus últimos deberes de hija; tristes deberes que
cumplió con la mayor ternura, mientras Dorriforth, llamado por asuntos importantes,
había tenido que volver a Londres.
Capítulo II
[…]
Dirigióse pues a
milady Evans, y dirigiéndola una mirada que descubría su inquietud:
—¿Estabais en
Bath, la dijo, la primavera pasada? Conoceríais a la joven que se me ha
confiado... tened la bondad...
Milady previno la
pregunta.
—Querido
Dorriforth, respondió, no me preguntéis mi opinión sobre miss Milner; cuando la
vi era muy joven; es verdad que no hace más que tres meses, y que ahora quizá
no tendrá mas edad.
—Tiene diez y ocho
años, dijo Dorriforth poco contento de esta respuesta que aumentaba sus
inquietudes.
—Es muy bella,
añadió milady.
—Es el mérito que
menos aprecio, dijo Dorriforth levantándose con aire turbado.
—Pero donde no hay
otro, replicó la baronesa, permitidme que os observe que ese vale algo.
—Quizá es peor.
—Pero que al
menos, lo que os he dicho no os espante de antemano; no vayáis a juzgarla peor
que es; todo lo que sé es esto: es joven, casquivana, indiscreta, aturdida, que
trae tras sí una docena de adoradores, tan locos como ella, unos solteros y
otros casados.
Dorriforth tembló.
—Al precio de los
primeros años de mi vida, dijo, quisiera no haber conocido a su padre.
—En verdad, dijo
Mad. Horton, yo no dudo que sepáis apartarla de los senderos del vicio.
—¡Del vicio!, exclamó
lady Evans; estoy segura de no haber pronunciado esa palabra; pero estas
observaciones no son mías, no hago sino repetirlas.
La buena miss
Woodley, que trabajaba cerca de la ventana, sin mezclarse en la conversación,
pero a quien no se había escapado nada, se atrevió a decir:
—Y bien, no las
repitáis.
—Cambiemos de
conversación, dijo Dorriforth.
—Con mucho gusto,
dijo milady, y miss Milner no perderá nada.
—¿Es alta o baja?
preguntó Mad. Horton, que no tenía ni aun gana de terminar este interesante
capítulo.
—Se puede alabar
su talla como su rostro; ya os lo he dicho, su belleza no tiene tacha.
—Si no es así su
alma... dijo Dorriforth suspirando.
—Las cualidades
del alma pueden adquirirse como las gracias exteriores, dijo miss Woodley.
—No, querida, dijo
lady Evans, no hay ejemplo de que la naturaleza, fortificada por la costumbre,
se haya reformado.
—Perdonad, dijo
miss Woodley; una sociedad escogida, buenos libros, y las desgracias ajenas,
pueden mucho para formar la virtud que...
Miss Woodley no
pudo acabar, porque lady Evans se levantó diciendo que debía haberse marchado
ya.
—Me esperan una
porción de visitas, añadió, y si quisiera oír moral, seria de la boca de M.
Dorriforth, y no de la vuestra.
Anunciaron a Mad.
de Hillgrave.
—¡Ah! sois vos,
continuó milady. ¿Conocéis a miss Milner?
Mad. de Hillgrave
era mujer de un mercader que había padecido muchas desgracias; al nombre de
miss Milner levantó las manos al cielo y se deshizo en lágrimas.
—Y bien, la dijo
lady Evans, tened la bondad de decir lo que sepáis de ella; siento no poder
oíros.
Y salió.
Después de algunos
minutos de silencio, mistriss Horton, que gustaba de preguntar como todas las
mujeres, preguntó a Mad. de Hillgrave si se podía saber por qué la afectaba
tanto el nombre de miss Milner.
—Es mi
bienhechora, respondió, y la más generosa que he tenido, y hablando así se
enjugaba los ojos.
—¡Qué oigo! exclamó
Dorriforth, pronto a llorar de alegría, como Mad. de Hillgrave lloraba de
gratitud.
—Mi marido,
prosiguió ésta, al principio de sus desgracias debía una suma considerable a M.
Milner, que cansado de pedírsela en vano iba a proceder al embargo; su hija
supo alcanzarnos una tregua esperando que con el tiempo podríamos pagar; cuando
vio que no, y que su padre estaba decidido a emplear el rigor, vendió lo que
tenía de más valor, y pagó nuestra deuda.
Encantado por lo
que acababa de oír, Dorriforth tomó la mano de Mad. de Hillgrave, diciéndola que
había en el mundo una persona con quien ella podía contar.
—¿Miss Milner es
alta o baja? volvió a preguntar.
Mad. Horton, que
viendo el silencio que había sucedido a estas palabras temía que se cambiase de
conversación.
—Lo ignoro,
respondió Mad. de Hillgrave.
—¿Es fea o bonita?
—No lo sé.
—Es extraño que no
lo hayáis notado.
— Perdonad; lo he
notado sin duda, pero no me atrevo a fiarme de mi juicio; me ha parecido tener
la belleza de un ángel, acaso porque su acción era bella, y mi corazón puede
haber engañado a mis ojos.»
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