jueves, 14 de septiembre de 2017

"Una historia sencilla".- Elizabeth Inchbald (1753-1821)


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Capítulo I

«Dorriforth había recibido en el colegio de Saint-Omer una educación tan severa como lo es la regla de esta casa; tomó las órdenes, y se hizo sacerdote católico romano; pero desechando las supersticiones y discerniendo con justicia los verdaderos deberes que le imponía su estado, se creó principios que hubieran aceptado los primeros defensores del cristianismo. Esforzábase en practicar las virtudes que predicaba, porque no había prometido a Dios separarse de los demás hombres y huir el honroso trabajo de reformar la humanidad; no quiso deber al claustro un abrigo contra las tentaciones, y el centro de Londres fue para él un asilo tan seguro, como el retiro. Allí es donde supo adquirir por sí mismo la prudencia, la justicia, la fortaleza y la templanza.
  Llegaba a los treinta años, habiendo pasado cinco en Londres, cuando perdió a un querido amigo de más edad que él, pero con quien estaba relacionado desde su primera juventud, y que al morir le dejó encomendada su hija de edad de diez y ocho años. Antes de encargarle de este depósito M. Milner pensó de esta manera:
  —En toda mi vida no he tenido sino una amistad íntima; Dorriforth es el solo hombre con quien puedo contar; seguro de él no he tratado de buscar otro. Tenia miedo de descender de la alta idea que él me había dado de la naturaleza humana. En este momento en que recuerdo temblando los pensamientos y acciones de que voy a dar cuenta, todo interés humano desaparece, y me creo ya delante del tribunal a que me acerca más cada momento. ¿A quién dejaré la única hija que dejo en el mundo? He aquí en este momento supremo el último deber que me toca llenar. Si no escuchase sino las afecciones terrestres que me unen a esa niña por los lazos de la naturaleza y la costumbre, si creyera la voz de lo que generalmente se llama amor paternal, seguramente me ocuparía de su felicidad presente, y la entregaría a los cuidados de aquellos a quienes mira como sus más queridos amigos; pero estos amigos lo son sólo en la prosperidad y cambian con la fortuna. Mi hija tendrá en su vida muchas horas tristes como esposa y como madre. Ellos la abandonarán entonces.
  En este momento, las lágrimas del amor paternal se abrieron paso entre las de la agonía.
  —Abandonada, continuó, ¿dónde encontrará consuelos mi hija? Este socorro supremo de la religión, y que me sostiene en la agonía, la será negado.
  Conviene notar que M. Milner, aunque católico romano, se había casado con una protestante, habiendo convenido en que las hijas se educarían en la religión de la madre, y los hijos en la del padre. Una sola hija había sido el fruto de su unión, y de ella se ocupaba M. Milner. Fiel a la promesa que había hecho a su esposa, la había abandonado la educación de su hija, que entró en un colegio protestante, de donde salió instruida en su religión como lo suelen ser todas las jóvenes de su edad. Había adquirido todas las gracias y todos los talentos, que realzan la belleza; pero su alma había quedado como la formó la naturaleza, a excepción de algunos estragos que había hecho en ella el arte su enemigo.
  En tanto que su padre había estado sano, no había podido notar sin la más viva alegría las perfecciones de su hija, a quien nada faltaba de lo que pueden dar las gracias y la elegancia: no había examinado si lo demás era tan perfecto en ella; pero en su lecho de muerto comenzó a temer haberse engañado, y los aplausos que la había prodigado, y el gusto que había tenido en verla abrir un baile no se le presentaron sino para arrancarle un suspiro de compasión por un mérito tan frívolo.
  —Lo que es verdaderamente importante, se dijo, es que pueda prepararse con tiempo para su última hora. ¿Puedo pues confiarla a aquellos que no pensarán en esto en toda su vida? No; Dorriforth es el único de mis amigos, que uniendo las virtudes morales a las de la religión sabrá cuidar de ella sin tiranizarla, instruirla sin enojarla, y consolarla sin adularla... y quizá inspirarla un día el amor a la virtud.
  Dorriforth, que había venido de Londres para ver a su desgraciado amigo, recibió sus últimas voluntades y le prometió cumplirlas; pero Milner, al darle esta prueba de estimación le exigió que no emplease nunca la fuerza para hacer renunciar a su hija la religión de su madre en que había sido educada.
  —No atormentéis su alma por ninguna idea que pudiera conturbarla sin mejorarla.
  Estas fueron sus últimas palabras, y la respuesta de Dorriforth disipó sus inquietudes.
  Miss Milner no fue testigo de esta dolorosa escena: una amiga, de complexión delicada y de nervios estimadamente sensibles, a quien había ido a ver a Bath, creyó que para no alarmarla convenía no decirla, no sólo que su padre estaba moribundo, sino ni siquiera que estaba enfermo. Este excesivo celo dio a la pobre Miss el pesar de saber que su padre había muerto antes de haber temido por su existencia.
  Al recibir esta noticia corrió a cumplir sus últimos deberes de hija; tristes deberes que cumplió con la mayor ternura, mientras Dorriforth, llamado por asuntos importantes, había tenido que volver a Londres.

Capítulo II
[…]
  Dirigióse pues a milady Evans, y dirigiéndola una mirada que descubría su inquietud:
  —¿Estabais en Bath, la dijo, la primavera pasada? Conoceríais a la joven que se me ha confiado... tened la bondad...
  Milady previno la pregunta.
  —Querido Dorriforth, respondió, no me preguntéis mi opinión sobre miss Milner; cuando la vi era muy joven; es verdad que no hace más que tres meses, y que ahora quizá no tendrá mas edad.
  —Tiene diez y ocho años, dijo Dorriforth poco contento de esta respuesta que aumentaba sus inquietudes.
  —Es muy bella, añadió milady.
  —Es el mérito que menos aprecio, dijo Dorriforth levantándose con aire turbado.
  —Pero donde no hay otro, replicó la baronesa, permitidme que os observe que ese vale algo.
  —Quizá es peor.
  —Pero que al menos, lo que os he dicho no os espante de antemano; no vayáis a juzgarla peor que es; todo lo que sé es esto: es joven, casquivana, indiscreta, aturdida, que trae tras sí una docena de adoradores, tan locos como ella, unos solteros y otros casados.
  Dorriforth tembló.
  —Al precio de los primeros años de mi vida, dijo, quisiera no haber conocido a su padre.
  —En verdad, dijo Mad. Horton, yo no dudo que sepáis apartarla de los senderos del vicio.
  —¡Del vicio!, exclamó lady Evans; estoy segura de no haber pronunciado esa palabra; pero estas observaciones no son mías, no hago sino repetirlas.
  La buena miss Woodley, que trabajaba cerca de la ventana, sin mezclarse en la conversación, pero a quien no se había escapado nada, se atrevió a decir:
  —Y bien, no las repitáis.
  —Cambiemos de conversación, dijo Dorriforth.
  —Con mucho gusto, dijo milady, y miss Milner no perderá nada.
  —¿Es alta o baja? preguntó Mad. Horton, que no tenía ni aun gana de terminar este interesante capítulo.
  —Se puede alabar su talla como su rostro; ya os lo he dicho, su belleza no tiene tacha.
  —Si no es así su alma... dijo Dorriforth suspirando.
  —Las cualidades del alma pueden adquirirse como las gracias exteriores, dijo miss Woodley.
  —No, querida, dijo lady Evans, no hay ejemplo de que la naturaleza, fortificada por la costumbre, se haya reformado.
  —Perdonad, dijo miss Woodley; una sociedad escogida, buenos libros, y las desgracias ajenas, pueden mucho para formar la virtud que...
  Miss Woodley no pudo acabar, porque lady Evans se levantó diciendo que debía haberse marchado ya.
  —Me esperan una porción de visitas, añadió, y si quisiera oír moral, seria de la boca de M. Dorriforth, y no de la vuestra.
  Anunciaron a Mad. de Hillgrave.
  —¡Ah! sois vos, continuó milady. ¿Conocéis a miss Milner?
  Mad. de Hillgrave era mujer de un mercader que había padecido muchas desgracias; al nombre de miss Milner levantó las manos al cielo y se deshizo en lágrimas.
  —Y bien, la dijo lady Evans, tened la bondad de decir lo que sepáis de ella; siento no poder oíros.
  Y salió.
  Después de algunos minutos de silencio, mistriss Horton, que gustaba de preguntar como todas las mujeres, preguntó a Mad. de Hillgrave si se podía saber por qué la afectaba tanto el nombre de miss Milner.
  —Es mi bienhechora, respondió, y la más generosa que he tenido, y hablando así se enjugaba los ojos.
  —¡Qué oigo! exclamó Dorriforth, pronto a llorar de alegría, como Mad. de Hillgrave lloraba de gratitud.
  —Mi marido, prosiguió ésta, al principio de sus desgracias debía una suma considerable a M. Milner, que cansado de pedírsela en vano iba a proceder al embargo; su hija supo alcanzarnos una tregua esperando que con el tiempo podríamos pagar; cuando vio que no, y que su padre estaba decidido a emplear el rigor, vendió lo que tenía de más valor, y pagó nuestra deuda.
  Encantado por lo que acababa de oír, Dorriforth tomó la mano de Mad. de Hillgrave, diciéndola que había en el mundo una persona con quien ella podía contar.
  —¿Miss Milner es alta o baja? volvió a preguntar.
  Mad. Horton, que viendo el silencio que había sucedido a estas palabras temía que se cambiase de conversación.
  —Lo ignoro, respondió Mad. de Hillgrave.
  —¿Es fea o bonita?
  —No lo sé.
  —Es extraño que no lo hayáis notado.
  — Perdonad; lo he notado sin duda, pero no me atrevo a fiarme de mi juicio; me ha parecido tener la belleza de un ángel, acaso porque su acción era bella, y mi corazón puede haber engañado a mis ojos.»
 

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