XLIX
«Medéric Gautruche era el tipo de obrero juerguista, vago, bromista; el obrero para quien todos los días son fiesta. Con la alegría que produce el vino, con una última gota humedeciéndole siempre los labios y las entrañas incrustadas de tártaro como un tonel viejo, era de esos a los que en Borgoña se les denomina pura y llanamente "tripas rojas". Siempre un poco bebido -si no con la borrachera del día con la resaca de la víspera-, veía la existencia a través de la insolación que parecía haberle trastornado la cabeza. Satisfecho con su suerte, se entregaba a ella con el abandono del borracho y, desde la puerta de la taberna, dedicaba una vaga sonrisa a las cosas que nos rodean, a la vida, a la senda que se adentra en la oscuridad. El aburrimiento, las preocupaciones, la miseria no hacían mella en él y, cuando, por casualidad, le venía a la mente una idea seria o desagradable, volvía la cabeza, lanzaba una especie de "¡Pstt!" que era su manera de decir: "¡A mí plin!" y, levantando el brazo recto hacia el cielo caricaturizando el gesto de un bailarín español, se sacudía la melancolía por encima del hombro mandándola al diablo. Tenía la magnífica filosofía que proviene de la bebida, la gallarda serenidad de la botella. No conocía la envidia ni el deseo. En el mostrador le servían sus sueños embotellados. Por tres perras gordas estaba seguro de obtener un vasito de felicidad y por doce, un litro de ideal. Contento con todo, todo le gustaba, le hacía reír y con todo se divertía. Nada le parecía triste en este mundo -a no ser un vaso de agua.
A esta desenvoltura de bebedor, a la alegría de su buena salud, de su temperamento, Gautruche unía la satisfacción por su trabajo, el buen humor y la animación de este oficio independiente y descansado, al aire libre, entre cielo y tierra, en el que el obrero se distrae cantando y, encaramado en su escalera, se permite gastar bromas a los que pasan por la calle. Pintor de paredes, también hacía letreros. Era absolutamente el único hombre de París que empezaba a pintar el cartel sin medir con la cuerda, sin hacer el bosquejo; el único que, al primer intento, ponía las letras de un cartel cada una en su sitio dentro del marco y, sin perder un minuto en colocarlas, dibujaba la mayúscula a pulso. Era famoso también por sus "letras gigantes", sus letras de fantasía, las sombreadas, perfiladas en tonos broncíneos o dorados o imitando la piedra hueca. Por ello mismo, había días en que sacaba quince o veinte francos. Pero como se lo bebía todo, no se hacía más rico con eso, y siempre tenía atrasos en la pizarra para las cuentas al fiado de los taberneros.
Era un hombre que se había criado en la calle. La calle le había hecho de madre, de nodriza y de escuela. Le había dado su aplomo, su modo de hablar y su ingenio. Todo lo que el pueblo inteligente recoge del arroyo en París, él lo había recogido. Lo que llega abajo desde lo alto en una gran ciudad, las filtraciones, las ideas sueltas, las migajas de conceptos y conocimientos, lo que circula en el aire sutil y en el arroyo turbio de una capital, los contactos fortuitos con la letra impresa, unas hojas sueltas de folletín devoradas entre trago y trago, fragmentos de comedias dramáticas oídos en el bulevar, habían infundido en él ese tipo de inteligencia rápida que, sin haber recibido educación, es capaz de aprenderlo todo. Poseía una "base" inagotable, imperturbable. Su elocuencia se desbordaba y hacía brotar frases ingeniosas, imágenes chuscas, con esas metáforas que surgen de la vis cómica de las masas. Poseía el pintoresquismo natural de la broma callejera. Rebosaba de historias divertidas y de bufonadas, era poseedor del más rico repertorio de "dichos" de todos los pintores de brocha gorda. Miembro de esas bodeguillas de baja estofa disfrazadas de "cafés-cantantes", conocía todas las tonadas, todas las canciones y cantaba sin cansarse. En fin, que era chistoso de los pies a la cabeza. Y sólo con verle se reía uno con él, como si fuera uno de esos actores que hacen reír.
Un hombre así de alegre, con ese ánimo, "le iba" a Germinie. Germinie no era ese tipo de bestia de carga doméstica que sólo piensa en su trabajo. No era de ese tipo de criadas que se queda in albis, con cara de asombro y el torpe balanceo de la falta de inteligencia ante las palabras de sus señores, las cuales les entran por un oído y les salen por el otro. También ella se había refinado, se había formado, se había abierto a la educación que da París. Mlle. de Varandeuil, al no tener qué hacer, gustaba, como buena solterona, de oír los cotilleos del barrio. En muchas ocasiones le había hecho referir las historias de las que se enteraba aquí y allá, lo que sabía de las otras inquilinas, la crónica completa de la casa y el barrio. Esa costumbre de narrar, de charlar como una especie de señorita de compañía con su señora, de describirle a las personas, de esbozar siluetas, desarrolló a la larga en ella una viva facilidad de expresión, de rasgos afortunados y rápidos; una aguda y, en ocasiones, mordaz capacidad de observación que resultaba singular en boca de una sirvienta. Había llegado a sorprender en muchas ocasiones a Mlle. de Varandeuil por su vivacidad de comprensión, por la rapidez con que captaba lo que se decía con medias palabras, por su acierto y su facilidad para encontrar palabras de buena conservadora. Sabía bromear. Comprendía un juego de palabras. Se expresaba "sin rusticidad" y cuando se suscitaba una discusión sobre ortografía en la lechería, la zanjaba con la misma autoridad que el empleado del Registro de defunciones del Ayuntamiento, que solía ir por allí para almorzar. Poseía también el fondo de lecturas entremezcladas que suelen tener las mujeres de su clase -cuando leen. En casa de dos o tres "entretenidas" a las que había servido, se había pasado noches enteras devorando novelas; a partir de entonces había continuado leyendo los folletones que todos sus conocidos recortaban para ella de los periódicos, y así había retenido de un modo vago una multitud de cosas, y referencias sobre algunos reyes de Francia. Había captado lo suficiente para sentir deseos de hablar de ello con los demás. Por una mujer de la casa, que trabajaba como asistenta de un autor que vivía en la misma calle y que le regalaba entradas, fue al teatro en varias ocasiones; al volver, se acordaba de toda la obra y de los nombres de los actores que había leído en el programa. Le gustaba comprar letras de canciones, romanzas a perra chica, y leerlas.»
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Realiza tu comentario: