lunes, 25 de septiembre de 2017

"Cuando enmudecen las sirenas".- Maxence Van der Meersch (1907-1951)


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Segunda parte. Capítulo primero.

«Pierre Jésarrez, el "maestro", como le llamaban en la taberna de Vouters, sufría con la huelga más que los demás. Había gastado rápidamente todos sus ahorros y ya no le quedaba nada. [...]
 Sabía de antemano que del cielo no iba a caerle nada. Pero irse así, por las calles, era mucho mejor que morir de hambre en su cuartucho. En la calle, a pesar de todo, uno puede ser siempre socorrido.
 Por la mañana, alrededor de las siete, Pierre al salir había encontrado a Tuné Dauchy, del patio de los Descontentos. Éste sí que se espabilaba. Pierre pasaba precisamente a lo largo de una cerca, una casa en construcción, paralizada en mitad del trabajo por la huelga. Tuné, desde el tejado, lo había llamado:
 -¡Eh, Pierre!
 Pierre levantó la cabeza.
 -¿Qué haces ahí? -le preguntó.
 -Recojo zinc para venderlo a los traperos.
 Y lo mismo que un mono, Tuné bajó rápidamente. Llevaba al hombro un gran paquete de hojas de zinc envueltas en un cartón y atadas con un cordel.
 -¿Quieres un poco? -preguntó, porque sentía afecto por Pierre, que le hablaba a veces en la taberna de Vouters y que jamás se había burlado de su ignorancia ni de su pobreza de espíritu.
 Pierre rehusó. Confesaba que eran prejuicios idiotas, pero más fuertes que él los que le impedían aceptarlo. Era un muchacho de conciencia rígida, pronto a sentir escrúpulos y remordimientos; incluso sermoneó un poco a Tuné.
 -No está bien -le dijo-. Lo que estás haciendo es un robo, muchacho.
 Pero Tuné no comprendía.
 -Si yo no lo cojo, vendrá otro y se lo llevará. Vale más que sea yo que otro.
 Desde la huelga, Tuné era más feliz que antes. La miseria de los demás pesaba menos sobre él. Por el contrario, en aquel período de turbulencia, podía por fin dar libre curso a sus instintos de destrucción y de pillaje, a este salvaje espíritu de rebelión que bullía en su alma primitiva y mal adaptada. Robaba todo lo que podía, en cualquier lugar donde se presentaba la ocasión, en las tiendas, en los coches, en los vagones, en la estación. Por la noche pintaba las puertas con alquitrán y escribía sus "Muerte a los traidores", y sus "La huelga hasta el final" en letras enormes sobre los largos muros de las fábricas. O bien, tontamente, obedeciendo la incitación solapada de Honoré, el Berloux, se iba en plena noche a tirar piedras enormes, adoquines enteros, contra los escaparates de los comerciantes sospechosos de vender a los guardias móviles.
 Tuné dio un cigarrillo a Pierre, y luego se fue con su rollo de zinc al hombro.
 A partir de entonces, Pierre anduvo toda la mañana sin encontrar un solo amigo; nadie que pudiera socorrerle. Evitaba los tenderetes, los magníficos escaparates de comestibles que aumentaban su hambre; el tabaco, ese cigarrillo que tanto le gustaba, le producía náuseas. Su extrema debilidad le estropeaba incluso el placer de fumar. Pensaba que hoy en día nos falta antes el pan que el tabaco. Jamás le había negado nadie un cigarrillo.
 No obstante, había hecho todo lo posible para vivir. Se había defendido hasta el fin. Ahora, las etapas de su lenta decadencia le volvían a la memoria... , un combate interminable en el que poco a poco se había gastado.
 Era un muchacho bien educado, de familia seria; un protestante acostumbrado a cierta austeridad. Años atrás había hecho sus estudios elementales y luego los superiores, que le permitieron entrar en la enseñanza como maestro. Su madre murió entonces. Una vez terminado el servicio militar había empezado, en sus horas libres, una licenciatura de historia. Su ambición era ser profesor. Siendo necesario el latín, Pierre lo atacó valientemente. El sistema de equivalencias le daba acceso a las facultades.
 Había pasado ya dos certificados, los más difíciles, y le faltaba el tercero, cuando llegó la catástrofe.
 Pierre Jésarrez era algo místico y vivía en una irrealidad de hombre de estudio y de reflexión. Se hizo amigo de unos muchachos de su edad que se ocupaban de política. Pierre, como muchos, pensaba que en este mundo no todo iba bien, y tenía arraigado, sobre todo desde el día en que su padre había desaparecido en algún lugar de Argonne, el odio y el horror de la guerra.
 Su paso por el regimiento no contribuyó a hacerle cambiar de ideas. En las reuniones de juventud que frecuentaba, en las conversaciones con los maestros sus colegas, o bien en las discusiones de ideas propias de los estudiantes, se afirmaba cada vez más en él la idea de que cada uno, según sus fuerzas, debía luchar contra la guerra y el militarismo. Cuando el Ejército lo llamó para cumplir su período de reservista se negó a presentarse. Lo condenaron a seis meses de prisión, y lo destituyeron.
 Esta destitución lo dejaba en la calle. Al salir de la cárcel no comprendió que tal vez podría explotar aquella situación. Pero no tenía nada de agitador ni de profesional de la política. Se había negado a presentarse porque su conciencia se lo impedía, y nada más.
 Lo que primero le sorprendió fue ver cómo las puertas se le cerraban, o cómo se le iban alejando los amigos. No supo explicarse por qué los mismos que tan insistentemente le habían animado a perseverar en la rebelión se apartaban ahora de él. Pronto, acabados sus últimos recursos, se encontró en la miseria, sin amigos y sin trabajo. Habían olvidado su gesto. El tiempo, la inconstancia de una actualidad siempre a la zaga de novedades, no tardó en borrar el recuerdo de su acto de protesta. Ahora comprendía la total inutilidad de esta rebelión contra los más fuertes. ¿Fue solamente un ejemplo? Nadie lo había seguido. Y los más furiosos antimilitaristas, los que oía perorar a su alrededor en la taberna Vouters o en otros lugares, se iban dócilmente tan pronto recibían la orden de movilización.
 Esta gente ni siquiera parecía darse exacta cuenta del alcance del acto de Pierre. Todos, más o menos, se sentían vagamente orgullosos de haber servido, de haber hecho la guerra. Y uno se daba cuenta de que casi consideraban al muchacho como un rebelde, como un desertor.
 Desde entonces, Pierre lo había intentado todo para intentar sobrevivir. Los puestos del Estado le estaban vedados. La crisis, casi tanto como el eco de su rebelión, le impidió encontrar un puesto de empleado. Las clases particulares le fueron pagadas a precios irrisorios. Intentó comerciar, trató  de vender mantequilla, y con este trabajo se ganaba la vida poco a poco. Iba a Cassel y volvía con dos grandes cestas de mantequilla de una granja, que ofrecía en los mercados. Su modesta clientela empezaba a extenderse, cuando empezó la huelga. Los pocos centenares de francos de beneficio que realizaba todas las semanas, se volatizaron. Pierre se comió su capital iniciando otras operaciones y, desde entonces, empezó la miseria.»

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