viernes, 1 de septiembre de 2017

"Cuatrocasas".- Eduardo Mignogna (1940-2006)


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«La locomotora llena el cielo de nubes y la gente baja de los vagones.
 Murmullos. Perros que olfatean debajo de las polleras. Pisadas que cruzan la estación y suben al pueblo.
 Silencio.
 Nadie en Cuatrocasas sale a recibir a esas almas. Nadie los saluda, ni sabe de dónde vienen.
 Nadie conoce sus nombres.
 Ellos se van por el sendero del arroyo y es un rumor parejo el que los guía hacia el penal.
 "El capitán Buitreras nos manda como bestias", van diciendo en voz baja. "Se ve que nunca tuvo parientes en prisión."
 Esas viejitas,
 esos hombres, esos críos dormidos,
 son los visitadores.
 Dicen:
 "Si habrá de ser jodido el capitán ese. Prohibió las visitas porque disque las presidiarias quedaban alzadas. El otro jefe te dejaba verlos de cerquita, tocarles los dedos por entre las rejas... Uno tenía más consuelo."
 Los visitadores llegan de mañanita, en el tren de los viernes, y se van con la luna; murmurando que antes era distinto.
 En el portón del penal había un cartel escrito: lunes y jueves, de 11 a 2 masculino, de 3 a 6 femenino.
 Disque vaya a saberse qué tábano le picó al Capitán. Y se oye:
 "Ahorita tan sólo un día a la semana nos dejan verlos. Y es para peor, porque nos sacan lejos, si casi ni les vemos la jeta. Dicen: 'Andá para el basural, ahí tenés puesto para ver a los delincuentes...' Si uno no jode a nadie. Darles cariño quiere nomás, decirles ¿qué hubo? ¿cómo me le va? y mirarlos a los ojos. ¿A quién va a joder uno con eso? Digamé, ¿a quién?"
 Asisque desde la orden del Capitán ellos pasan la visita frente al muro; el día entero gritando y haciendo señales desde el terraplén.
 Las ventanas de los pabellones son agujeros negros. Y ahí los presidiarios sacan sus brazos como ganchos y manotean el aire para ayudar a que las orejas oigan mejor.
 Mientras la tarde corre. Y el cansancio. Y la siesta sobre las piedras. 
 Mientras algunos mozos disque van al pueblo y vuelven, y hay quien no vuelve porque espera que bajen las sombras para entrar en el Veinte Ninfas.
 Y atrás queda el murmullo apagandosé; ahogado en el viento de la anochecida que llega empujando al ferrocarril.
 Le estoy diciendo, mi don.
 Conocí a un hombre entre los visitadores: Edesio Parra,
 amansador de Los Ñandúes hasta el día en que los hijos de don Bron heredaron y arruinaron desde Europa las hectáreas.
 Vecino de Trimanquel.
 Cinco años supo cumplirle a la hija presa.  Cinco años en que el pueblo lo vio pasar camino del basural.
 Edesio Parra: 
 parado en el terraplén y con los ojos clavados en una ventana, allá, en el pabellón de mujeres.
 Cada cual sabe su maña. Y de la ventana de la hija colgando un trapo.
 En el pabellón gris, lejos, un trapo.
 Es la señal.
 Edesio Parra alza el brazo y saluda.
 La mano con el trapo se mueve. Contesta.
 Disque sí. Disque no. Ellos se entienden.
 Después.
 El hombre se sienta. Saca tabaco y galletas. Aguanta el miedo de volverse loco.
 Y cuando las altísimas bandadas de pájaros empiezan a arrear la noche desde la cordillera, Edesio Parra se calza el sombrero y sale con los otros rumbo a la estación.
 Si habrá visto pasar ventisqueras desde el banco de la estación.
 Cinco años mirando la niebla de agosto,
 el hielo,
 tac tac
 las cotorritas del verano matandosé contra el farol.
 Cierto día alguien trae el dicho de que lo andan buscando a Parra. Dicen: "El Cabo de guardia lo manda llamar desde el muro. Vaya, pues. No quiera contrariarlo."
 Asisque el hombre va y se apersona.
 -Soy Parra -dice.
 Y se queda oyendo:
 -Está bueno, viejo. Ahí tiene... Agarre con cuidado.
 Edesio Parra alza los ojos y mira el bulto que le llega desde el otro lado del muro.
 -Se lo mandan de adentro -dice el Cabo.
 -¿De adentro?
 El milico le enseña los dientes y disque sí con la cabeza. Después estira el cuerpo y le pone en los brazos al Coloradito. Recién nacido. Y envuelto en una frazada del penal.
 -De parte de su hija -dice el Cabo-. Para que le dé crianza.
 Entonces Parra contempla al niñito y comprende antes que Dios lo sucedido. Lo aprieta contra su pecho, y aunque no es la costumbre a sus años andar cargando criaturas, ahí se larga a patear con firmeza, para darle confianza a los ojitos que desde la ventana lo espían y lo espían.
 "¡Vean el angelito!", dicen los visitadores. "¡El cielo le ha enviado una guagua a don Parra! ¡Dios sabrá!"
 Y al subir al tren le hacen un círculo y lo miran dormir.»
 

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