domingo, 17 de septiembre de 2017

"Poemas".- Gérard de Nerval (1808-1855)


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La abuela  

«Hace ya tres años que mi abuela ha muerto
-¡qué mujer más buena!-. Cuando la enterraron,
parientes y amigos, todos la lloraron
con pena muy honda, con amargo duelo.

Solo yo vagaba por la casa, atónito
más que triste; y cuando pegado a la caja
me vieron, algunos me echaron en cara
que viera todo eso sin gritos ni lloros.

Las penas chillonas muy pronto se esfuman:
desde hace tres años, otras emociones,
bienes y desgracias -y revoluciones-,
en sus corazones su memoria ocultan.

Sólo yo recuerdo - y a menudo lloro;
desde hace tres años, cada vez más fuerte
igual que una seña que al árbol le hiere,
su recuerdo crece más grande y más hondo.

La parada

De viaje uno se para, baja del carruaje
y, al azar, se encamina después, entre dos casas,
mareado por fustas, caminos y caballos,
cansado de mirar y abotargado el cuerpo.

Y de pronto descubre, verde y silencioso,
un valle rezumante y cubierto de lilas,
un arroyo entre chopos que se va murmurando
-¡y uno olvida al instante el trayecto y el ruido!

Se tumba por la hierba y se escucha vivir,
se embriaga libremente de olor verde de heno,
y, sin pensar en nada, sigue mirando el cielo...
Cuando una voz le grita: "¡Los viajeros al coche!"

Versos dorados

¡Libre pensador, hombre! ¿Te crees que tú solo
piensas, cuando la vida brota de cuanto existe?
Tu libertad dispone de la fuerza que exhibes,
mas todos tus consejos los desconoce el cosmos.

En el bruto respeta un aliento hacedor:
cada flor es un alma que se abre a la Natura;
un misterio de amor en el metal se oculta;
"¡todo es sensible!" Y todo te impone su vigor.

Teme, en el muro ciego, el ojo que te espía:
incluso a la materia un verbo le procuran...
¡No la dediques nunca a una práctica impía!

A menudo en el ser oscuro un Dios se oculta
y cual ojo que bajo los párpados germina,
un ser puro en la costra de las piedras madura.

Soneto

Ha vivido unas veces como alegre estornino,
por turnos, indolente, tierno y enamorado;
como un triste Clitandro, soñador y amargado,
otras, hasta que un día, a su puerta alguien vino.

¡Era la Muerte! Al verla, le rogó que esperase
a que pusiera el punto a su último soneto;
y en el frío baúl, su cuerpo, ante ese reto,
helado luego echóse, sin que ello le turbase.

Era muy perezoso, según se oye decir
-su tinta se secaba mucho en la escribanía-.
Quería saber todo y todo lo ignoraba.

Y al llegar el momento en que harto de vivir,
una tarde de invierno, al fin su alma exhalaba,
¡por qué habré venido!, al marcharse, decía.»

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