sábado, 16 de septiembre de 2017

"El origen del mundo".- Jorge Edwards (1931)


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II

«Aunque tenía la cara visiblemente estropeada por los excesos alcohólicos y de todo orden, sin excluir ocasionales, y quizás, en el último tiempo, no tan ocasionales esnifadas de cocaína, Felipe Díaz todavía conservaba su buena figura, realzada por algunos detalles de coquetería en la vestimenta. Era una especie humana con la que me había encontrado en una que otra ocasión: el intelectual latinoamericano que pasó por la religión comunista, como era de rigor, pero que venía de lo que se llama por allá, y también, si es por eso, por acá, una "buena familia", y que nunca renunció ni quiso renunciar a los estilos, a las maneras, a los comportamientos, y ni siquiera, en el fondo, a las arrogancias de los hijos de las buenas familias.
 Había sido casado alguna vez, en su ya remota juventud, con una chilena de su misma clase, una de esas pitucas de filiación latifundista y que a pesar de su pituquería, de sus blusas de seda, de sus relojes de Cartier, hablan como colchagüinas. Con la huasa de Colchagua, que pertenecía por derecho propio, según me contó una vez, a la familia espiritual de la Huasa Contenta de la mitología criolla, había tenido un par de hijos de los que hablaba poco, hijos que daban señales de vida muy de cuando en cuando. En una de ésas había conseguido divorciarse, quizás como, porque la huasa era observante y comulgante, para volver a casarse en París con una francesa que alcanzamos a conocer, Silvia y yo, y que era beata de otra Iglesia, entonces, y no sé si ahora todavía, muy poderosa, la Iglesia del Partido. En los últimos veintitantos años había estado solo, y se le habían conocido conquistas femeninas sucesivas, de una rapidez a veces fulgurante, a menudo extraordinarias por su belleza o por otros motivos, conquistas que nos asombraban, que nos dejaban, a Silvia, a mí, a nuestros amigos, con la boca abierta, ¿que fascinaban a Silvia, que la seducían?, que caían sobre nuestras tertulias, saturadas por la majadería ideológica, por los chistes repetidos, como aerolitos, trayendo noticias y, más que noticias, resplandores, ecos, reflejos, de otros planetas, de planetas tentadores, ajenos, vedados para nosotros. Se decía que la censura moral de la Comisión de Cuadros, ejercida con el rigor que todos conocimos de algún modo, y con su difuso y venenoso efecto multiplicador, había sido la causa principal de su alejamiento del Partido, y que sus críticas cada día más explícitas, más indiscretas, más reiteradas, sus elaboraciones intelectuales demasiado heréticas, sus distancias cada vez más apasionadas con respecto al Bloque Soviético, mucho antes de la caída del Muro, e incluso con respecto al castrismo, la Revolución nueva, intocable, pura, de acuerdo con la fraseología de moda, no eran más que una racionalización posterior a esa ruptura, que asumía las formas o por lo menos las funciones de una especie de pecado original. Por mi parte, nunca estuve tan seguro de esta explicación de su salida del Partido. Siempre sentí que era una explicación para consumo interno, que en cierto modo habríamos podido llamar piadosa. ¡Piadosa para nosotros, para nuestras ilusiones! A pesar de su frivolidad evidente, nunca disimulada, Felipe Díaz era un devorador de diarios, de libros, de papeles impresos. Tenía una inteligencia penetrante, bien ejercitada, una capacidad de asimilación digna de una esponja, una memoria de elefante, y me consta que en los comienzos de la década de los sesenta, e incluso antes, en los años posteriores al XX Congreso del PCUS y al informe secreto de Nikita Kruschev (no podemos evitar, ni siquiera ahora, el lenguaje de iniciados, la jerga), había empezado a "dudar" de nuestra causa. Era el único entre nosotros que siempre, desde los primeros años, mostró simpatías más bien matizadas, salpicadas de observaciones jocosas, francamente irrespetuosas, por Fidel Castro, a quien solía mencionar, ante el escándalo nuestro, como "el barbeta", acompañando la mención, cuando ya había tomado sus primeras copas, con una imitación muy cómica de la manera de hablar de los cubanos, y sospecho que todas sus dudas culminaron, o que salieron a la superficie, adquirieron permiso de circulación, por así decirlo, con la invasión de Checoslovaquia por las tropas del Pacto de Varsovia. A partir de entonces tuve la impresión extraña, enteramente personal, mezclada con sentimientos contrarios, irritación exasperación, celos confusos, de que ahogaba los lamentos por la fe política perdida en los brazos, o en la vagina, de las mujeres, o de que ambos extremos, el escepticismo político y "la carne que tienta con sus frescos racimos", para citar a nuestro Rubén Darío, que posiblemente inventaba estos artefactos poéticos bajo estos mismos aires, cerca del mismo ángulo metafísico de la Rue Delambre y del Boulevard de Montparnasse, se reforzaban mutuamente. Felipe Díaz, claro está, nunca había necesitado pretextos ni conflictos ideológicos mayores para emprender sus aventuras, pero en los días intensos, entre augurales y terminales, de la primavera y el verano del año de gracia de 1968, entre el mayo de París y el agosto de Praga, rompió en forma definitiva su matrimonio con la francesa, su segunda mujer, que en aquella época, años de ultraizquierdismo, de "gauchismo", de crítica del estalinismo desde la izquierda, era todavía una estalinista después de Stalin, una estalinista vocacional, que si no hubiera existido el estalinismo lo habría inventado, como muchas otras personas que conozco; rompió, pues, con la francesa, y puso tienda aparte, antes de que los disturbios terminaran, en compañía, si no recuerdo mal, de una exaltada y transitoria estudiante de arquitectura; se zafó, en forma también definitiva y que no podía ser más paralela y coherente, de las ataduras del Partido y se lanzó a una especie de donjuanismo desenfrenado, a una farra corrida, acompañada, en los intervalos libres y lúcidos, de brulotes anticomunistas no mal escritos (ya teníamos que reconocerlo entonces), de un par de novelas olvidables del género fantástico, género que no le iba demasiado bien, hijas bastardas de la narrativa de Borges y de Julio Cortázar, y de una obra de teatro tendenciosa y francamente desastrosa, cuyo estreno sirvió para que sus ex amigos comunistas (con exclusión de Silvia y de mí) se afilaran las uñas, y hasta los colmillos.»
 

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