14.-Desesperación
«El pasado se pega a mí como el apósito a la herida. Doy vueltas y más vueltas en el estúpido círculo donde ha transcurrido parte de mi juventud.
El viejo colegio sigue todavía amenazándome con su lúgubre silueta, con su silencio monacal.
No puedo enfilar la calleja que corre a lo largo de sus muros sin recordar los horrendos años en que, cuatro veces al día, subía o bajaba este camino, empedrado de guijarros puntiagudos que lucían un musgo verde. Por el centro, cuando llovía, corría un agua fangosa que arrastraba desechos.
En verano, algunas veces me sentía bien ahí; pero mi padre me decía: "Repasa tus lecciones", y ni siquiera podía gozar de la alegría de respirar el aire puro, de contemplar cómo se balanceaban los árboles del gran patio, asaeteados por el sol y cuajados de pájaros.
En un recodo, ahí donde la callejuela doblaba, había una casa con flores en las ventanas y que, a las diez, mostraba una de sus habitaciones abierta al aire fresco de la mañana, risueña y llena de vida.
Pero tenía prohibido detenerme a mirar porque, al parecer, aquella casa era el nido de una pareja inmoral, de un hombre y una mujer que se perseguían para besarse. Dos o tres veces me arriesgué a echar una ojeada; mi madre me había sorprendido y había tirado bruscamente de mí hacia atrás como si fuera a caer en un abismo.
Una anciana señora, a la que conocía y que vivía enfrente, era la encargada de avisarla.
-Si Jacques mira, me lo dice usted.
Y aquella mujer, a la hora de entrar o salir del colegio, me espiaba con la nariz pegada a los cristales, la boca maligna, el aspecto innoble -mucho más innoble que el de los dos enamorados que se besaban al otro lado de la calle.
¡Todavía vive allí la muy chafardera! Tiene ahora mechones grises que se salen de su sucio gorro mañanero; me contempla con mirada vidriosa y parece que me eche años encima cuando detiene en mí su redonda pupila.
Puedo divisar, a través de la reja del colegio, el patio de recreo...
¿De modo que aquí he estado acudiendo desde el cuarto de bachillerato hasta el último curso, con libros bajo el brazo y deberes en mis cuadernos? Se tenía que empujar una de esas puertas, entrar y permanecer allí durante dos horas -¡dos por la mañana y dos por la tarde!
Me castigaban si hablaba, me castigaban si introducía un galicismo en una traducción al latín, me castigaban si no podía recitar de memoria diez versos de Esquilo, un fragmento de Cicerón o un pasaje de cualquier otro muerto; me castigaban por todo.
Me embarga el furor cuando contemplo el lugar donde sufrí tan estúpidamente.
Enfrente está la jaula donde cursé mi último año. Me acomete el deseo de precipitarme al interior y de gritarle al profesor:
-¡Bájese del entarimado y juguemos todos a la pídola! Será mucho mejor que seguir contándoles esas estupideces a sus alumnos, ¡estúpido normalista!
¡Recuerdo en especial los sábados de entonces!
Los sábados, el director, el prefecto de estudios y el celador general acudían para proclamar los puestos de honor y para escuchar las notas.
¡Y no se permitían, los muy necios, menear la cabeza en señal de alabanza cuando yo era, una vez más, el primero de la clase!
¡Necios, necios, más que necios! O, mejor, cuentistas, ahora lo sé. ¡No ignorabais que los latinajos con que me hinchabais la cabeza vienen a ser la carabina de Ambrosio!
Antes que pasar de nuevo bajo esas bóvedas, antes que volver a entrar en esas aulas, antes que ver otra vez a aquel trío y recibir sus caricias de pedantes, preferiría, en este patio que parece un circo, luchar con un oso, enfrentarme con un toro enfurecido, incluso cometer un crimen que me llevara a presidio. ¡Ya lo creo, palabra que sí!
¡Prosigamos!
¡He aquí un lugar que odio en especial!
Por esta plaza me pasearon de casa en casa, visitando a gente que conocíamos, cierto día de distribución en premios, para que enseñara mis libros.
Tenía todo el aspecto de estar vendiendo tabletas de chocolate.
Una mujer encantadora, que lucía un vestido gris plateado -todavía me parece estar viéndola-, no pudo ocultar una sonrisa; se le escapó una palabra compasiva:
-¡Pobre muchacho!
¡Qué mal recuerdo conservo de esas dichosas distribuciones de premios!
Y, sin embargo, era preciso que obtuviera premios para serle útil a mi padre.
En todas esas calles de colegio y profesores, encuentro de nuevo un dolor cómico. Tengo la impresión de llevar una lista de premios colgada de la espalda y de que mi madre me sigue con una banda de música. Camino, muy a pesar mío, como un elefantito que fuera exhibido por una troupe circense.
A cada instante me cruzo con antiguos alumnos malos estudiantes, que no por ello parecen haber tenido menos éxito en la vida. No parecen recordar que eran los últimos de su clase. Unos han entrado en la industria, otros han viajado; tienen un aspecto relajado y abierto. Recuerdan que yo tenía fama de ser la esperanza del colegio.
-Bueno, ¿qué es de tu vida? ¿Oiremos hablar de ti un día de éstos?
[...] Una mañana desapareceré para no tener que avergonzarme ante nadie de no ser nada, de no ganar nada; sin ninguna esperanza de llegar a ser alguien o de ganar algo alguna vez.
Tal vez sea el único, en todo Nantes, en llevar una vida tan desgraciada.»
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