martes, 19 de septiembre de 2017

"Los últimos días de Pompeya".- Edward G. Bulwer-Lytton (1803-1873)


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Libro II
Capítulo II: Dos ciudadanos beneméritos

«En los primeros tiempos de Roma el sacerdocio era una profesión honorable y no retribuida. Se dedicaban a ella los más nobles ciudadanos y estaba prohibida a los plebeyos. Después, desde mucho antes de la época que estamos narrando, quedó abierta a toda clase de rango social; al menos, el ejercicio de las funciones de flámenes y sacerdotes, aunque no el resto de las actividades religiosas dedicadas a dioses determinados.
 Incluso el sumo sacerdote de Júpiter (Flamen Dialis), que iba siempre precedido por un lictor y gozaba de título suficiente, en razón de su cargo, para formar parte del Senado, fue en principio privilegio exclusivo de los patricios, aunque pasó más tarde a ser elegido por sufragio popular. Las deidades con menor dignidad y proyección nacional estaban atendidas por sacerdotes plebeyos, y muchos eran los que abrazaban tal profesión -como ocurre hoy con los cristianos católicos que entran en la vida monástica- más que por impulsos de devoción, por la seguridad que les ofrecía una bien calculada pobreza, que garantizaba el sustento. Así, pues, Caleno, el sacerdote de Isis, era de muy baja procedencia. Sus parientes, aunque no sus padres, fueron hombres libres y había recibido de ellos una educación liberal y abierta, además de un pequeño patrimonio que heredó de su padre y que muy pronto dilapidó. Entró en religión como único recurso de no acabar en la miseria. Cualesquiera que fuesen los emolumentos que la sagrada profesión aportaba a sus oficiantes, que en aquellos tiempos no debían ser muy considerables, los sacerdotes de un templo popular no podían quejarse de los beneficios que obtenían de su profesión. No existe negocio más lucrativo que el que explota la superstición de las multitudes.
 Caleno ahora sólo tenía un pariente que había sobrevivido en Pompeya y ése era Burbo. Varios lazos, oscuros, vergonzantes y más sólidos que los de la sangre unían sus afectos y sus intereses y con frecuencia el ministro de Isis iba a verle, convenientemente disfrazado, mientras se le suponía dedicado a sus austeras devociones. Y deslizándose por la puerta trasera de la casa del gladiador, hombre al que igualaba en infamia y en vicio, pasaba con él unos ratos agradables, durante los cuales se despojaba de los postreros harapos de una hipocresía que, a no ser  por los dictados de su avaricia -pasión que le dominaba-, hubiese resultado en todo momento incómoda a una personalidad demasiado rastrera hasta para fingirse virtuoso.
 Envuelto en una de las largas capas que fueron generalizándose entre los romanos, a medida que disminuía el uso de la toga, cuyos amplios pliegues disimulaban la figura y cuya capucha (unida a ellas) proporcionaban no menor seguridad a la ocultación de las facciones, Caleno se sentó en una habitación privada de la bodega, a la que iba a dar directamente el estrecho pasillo que tenía su inicio en la puerta trasera y que existía en casi todas las casas de Pompeya.
 Delante de él estaba, también sentado, el corpulento Burbo, contando sobre una pequeña mesa un montoncillo de monedas que el sacerdote acababa de extraer para ese propósito de una bolsa. Las bolsas en aquel entonces eran tan comunes como ahora y por regla general estaban mejor nutridas.
 -Ya ves -dijo Caleno-, que te pago con generosidad y que debieras darme las gracias por haberte recomendado un negocio tan ventajoso.
 -Te lo agradezco, primo, te lo agradezco -rezongó Burbo, con afecto, al tiempo que hacía caer las monedas en un receptáculo de cuero que después acomodó en su cinturón, apretándose la hebilla sobre su dilatada cintura aún más de lo que acostumbraba a hacer en sus horas de reposado trabajo doméstico-. Y te juro por Isis, Pisis y Nisis y demás dioses que pueda haber en Egipto que mi pequeña Nydia es una verdadera Hespéride... un verdadero jardín de oro para mí.
 -Canta bien y recita  como una musa -contestó Caleno-. Y esas son virtudes que paga con liberalidad quien me emplea.
 -Es un dios -gritó Burbo, entusiásticamente-. Todo hombre rico y generoso merece ser deificado. Vamos, toma un poco de vino, viejo amigo; cuéntame más cosas. ¿Cómo está ella? Debe estar asustada, debe hablar de su juramento y no decir nada.
 -Yo tampoco diré nada, aunque me cortes la mano derecha. También yo he formulado un terrible juramento de silencio.
 -¡Juramentos!... ¿Qué significa un juramento para hombres como nosotros?
 -Los juramentos están más de moda que nunca -y el malvado sacerdote se estremeció mientras hablaba-. Pero éste, sin embargo... -continuó, después de vaciar una enorme copa de vino puro-, debo confesarte que no temo tanto el juramento como la venganza de quien me lo pidió. ¡Por los dioses! Él es un poderoso brujo y podría arrancarme una confesión desde la luna si me atreviese a decírselo a ella. Basta, no hablemos más de eso. ¡Por Pólux! Por muy atractivos que sean esos banquetes que comparto con él, nunca me encuentro cómodo en aquel lugar. Mira, prefiero pasar una hora agradable contigo y otra con una de tus sencillas, agradables  y sonrientes chicas en esta habitación, por muy manchada de humo que esté, que tener que aguantar una de sus noches enteras de libertinaje.
 -¡Oh!... ¡Y que tú digas eso!... Mañana por la noche, si así place a los dioses, organizaremos aquí un pequeño y cómodo jolgorio.
 -Vendré de mil amores -contestó el sacerdote, frotándose las manos y aproximándose aún más a la mesa.
 En aquel momento oyeron un ligero ruido en la puerta, como si alguien acariciase la manilla. El sacerdote se puso la capucha sobre la cabeza.
 -No temas -murmuró el anfitrión-. Sólo se trata de la chica ciega.
 Nydia abrió la puerta y entró en el cuarto.
 --Eh, niña, ¡cómo estás? Te veo pálida. ¿Has estado de juerga hasta muy tarde? No importa, los jóvenes son siempre los jóvenes -dijo Burbo, con animación.
 La muchacha no contestó nada y se dejó caer en una de las sillas, con aire de cansancio. El color de su rostro cambiaba con rapidez; golpeaba con impaciencia sus pequeños pies contra el suelo y levantó de pronto su cabeza y dijo con voz firme:
 -Amo, puedes matarme de hambre si así lo deseas, puedes pegarme o amenazarme con la muerte, pero no volveré jamás a aquel lugar sacrílego.
 -¿Cómo te atreves, imbécil? -tronó Burbo, con voz destemplada mientras sus cejas se juntaban sobre los ojos inyectados en sangre-. ¿Pretendes rebelarte? Ándate con cuidado.»

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