«Vine al mundo un 5 de julio de 1804, mientras mi padre tocaba
el violín y mi madre usaba un bello vestido rosa. Fue cuestión de un instante.
Tuve al menos la suerte, que ya había predicho mi tía Lucía, de no hacer sufrir
mucho tiempo a mi madre. Llegué al mundo como hija legítima, cosa que bien no
habría podido ocurrir si mi padre no hubiese ignorado resueltamente los
prejuicios de su familia (y esto fue también una felicidad, puesto que sin esa
condición mi abuela no se habría ocupado de mi posteriormente con tanto amor y
me habría visto privada del pequeño fardo de ideas y conocimientos que ha
constituido mi consuelo en los momentos cruciales de mi vida).
Estaba muy bien
constituida, y durante toda mi infancia prometía ser una belleza, esperanza que
no se ha cumplido. Probablemente ha sido culpa mía, ya que a la edad que la
belleza florece, me pasaba las noches leyendo y escribiendo. Siendo hija de dos
seres de una belleza perfecta, no debería haber degenerado, y mi pobre madre,
que estimaba la belleza más que nada, me hacía frecuentemente ingenuos
reproches. Por mi parte, jamás pude detenerme en el cuidado de mi persona. Amo
la limpieza extrema, pero siempre me han parecido insoportables los artificios femeniles.
Privarse de trabajar
por tener los ojos bellos, no correr al sol cuando el buen sol de Dios atrae
irresistiblemente, no utilizar buenos botines por temor a deformarse el
tobillo, usar guantes, vale decir: renunciar al manejo y a la fuerza de las
manos, condenarse a una eterna torpeza, a una eterna debilidad, no fatigarse jamás
cuando todo nos ordena entregarnos, vivir al fin, dentro de una campana, para
no ser ni quemados, ni agrietados, ni marchitados antes de tiempo; todo esto es
lo que jamás he podido hacer. Mi abuela aumentaba todavía las reprimendas de mi
madre, y el capítulo de los sombreros y guantes fue la desesperación de mi
infancia; a pesar de que no fui voluntariamente rebelde, la sujeción no me
alcanzó. Sólo tuve un momento de frescura, pero nunca belleza. Sin embargo, mis
rasgos no eran groseros, aunque jamás me preocupé de refinarlos. La costumbre
de soñar, adquirida desde la cuna, sin darme ni yo misma cuenta de ello, me
otorgó tempranamente una apariencia tonta. Utilizo semejante palabra, porque
toda mi vida, en la infancia, en el convento, en la intimidad de la familia, me
lo han dicho siempre y debe ser evidentemente cierto.
En suma, con
cabellos, con dientes y ninguna deformación, no fui ni fea ni bella en mi
juventud; ventaja que yo consideré importante desde mi punto de vista, ya que
la fealdad inspira ciertas prevenciones en algún sentido, y la belleza, en
otro. Se espera demasiado de un exterior brillante y se desconfía en demasía de
un exterior que repugna. Es mucho más conveniente poseer una figura que no
eclipsa ni disminuye a nadie, tal vez debido a esto me he encontrado siempre
muy bien entre mis amigos de uno u otro sexo.
* * *
[…] Pasó algún tiempo
todavía antes que mi abuela consintiera en conocer a su nuera; pero ya corría
el rumor de que su hijo se había casado desventajosamente, y el negarse a verlo
debía necesariamente encerrar pensamientos molestos hacia mi madre y, por
consiguiente, hacia mi padre. Mi abuela se asustó del dolor que su repugnancia
podía causar a su hijo. Recibió a la temblorosa Sophie, quien la desarmó por su
sumisión ingenua y sus tiernas caricias. El casamiento religioso fue celebrado
bajo la mirada de mi abuela, después del cual, un almuerzo en familia selló
oficialmente la adopción de mi madre y de mí.
Días más tarde, al
consultar mis propios recuerdos, que no pueden equivocarse, la impresión que
estas dos mujeres tan diferentes en opiniones y costumbres producían la una
sobre la otra. Bastará saber ahora que, por ambas partes, los procedimientos fueron
excelentes, que los dulces nombres de madre e hija fueron intercambiados, y que
si el casamiento de mi padre originó un pequeño escándalo entre las personas de
intimidad bastante restringida, el mundo que mi padre frecuentaba no se ocupó
en absoluto y acogió a mi madre sin pedirle cuentas de sus antepasados ni de su
fortuna. Pero ella no amó jamás al mundo y no fue presentada en la corte de
Murat a la cual estaba sujeta y forzada, por así decirlo, debido a los
servicios que mi padre realizó más tarde para este príncipe.
Mi madre no se
sintió jamás humillada ni honrada por encontrarse entre personas que pudieron
creerse que estaban por encima de ella. Chanceaba con finura, con el orgullo de
los tontos y la vanidad de los advenedizos; sabiéndose popular hasta la punta
de las uñas, se creía más noble que todos los patricios y aristócratas de la
tierra. Tenía por costumbre decir que los de su raza poseían la sangre más roja
y las venas mucho más largas que los otros, cosa que yo llegué a creer, porque
si la energía moral y física constituye en realidad la excelencia de las razas,
no podrá negarse que esta energía llegará a desaparecer en las razas que
pierden la costumbre del trabajo y el valor del sufrimiento. Este aforismo no
puede considerarse ciertamente excepcional, aunque también puede agregarse que
el exceso del trabajo y el sufrimiento enervan a la sociedad tanto como el exceso
de los placeres y la ociosidad. Pero es cierto, en general, que la vida
comienza en los cimientos de la sociedad y se pierde a medida que sube a la
cima, como la savia de las plantas.
Mi madre no era de
esas intrigantes ingeniosas, cuya pasión secreta consiste en luchar contra los
prejuicios de su tiempo y que creen engrandecerse al sumarse, con el riesgo de
millares de afrentas, a la falsa grandeza del mundo. Era mil veces demasiado orgullosa
como para exponerse a frialdades. Su actitud era tan reservada que parecía
tímida, pero si trataban de animarla con aires protectores, se volvía más
reservada aun, se mostraba fría y taciturna. Sus relaciones eran excelentes con
las personas que le inspiraban un respeto fundado; entonces aparecía
encantadora y cortés. Pero su verdadera naturaleza era jovial, inquieta, activa,
vibrando ante lo que intentaba sujetarla. Las grandes comidas, las prolongadas
veladas, las visitas insustanciales, el mismo baile, le resultaban odiosos. Era
una mujer para estar al lado del fuego o para pasear rápida y juguetonamente,
pero, en su interior y para sus acciones necesitaba la intimidad, la confianza,
relaciones de una sinceridad absoluta, libertad completa de sus costumbres y
del empleo de su tiempo. Vivió, entonces, siempre retirada y cuidándose más en
abstenerse de conocimientos embarazosos que de aprenderlos. Esto mismo
constituía el fondo del carácter de mi padre, y por ello, jamás hubo esposos mejor
compenetrados. No eran felices si no estaban en el hogar. Por todos lados
trataban de remediar melancólicos bostezos, y ellos me han legado esta secreta
rebeldía, que me ha hecho sentir siempre al mundo insoportable, y mi casa,
indispensable.
Todos los trabajos
que mi padre había comenzado tediosamente, preciso es confesarlo, no terminaron
en nada. Había tenido mil veces razón al manifestar que no estaba hecho para ceñir
sus espuelas en tiempos de paz, y las «guerrillas sociales» no le atraían. Sólo
la guerra podía hacerle salir del ambiente del estado mayor.
Volvió al campo de
Montreuil con Dupont. Mi madre lo siguió en la primavera de 1805 y pasó dos o
tres meses con él, durante los cuales mi tía Lucie se hizo cargo de mi hermana
y de mí. Esta hermana, de la cual hablaron más tarde y cuya existencia ya he
señalado, no era hija de mi padre. Tenía cinco o seis años más que yo y se
llamaba Carolina. De mi buena y menuda tía Lucie, ya he dicho que se había
casado con el señor Maréchal, oficial retirado, en la misma época en que mi
madre se casó con mi padre. De esa unión, vino una hija, cinco o seis meses
después de mi nacimiento. Es mi querida prima Clotilde; tal vez la mejor amiga
que yo he tenido. Mi tía vivía entonces en Chaillot, en donde mi tía había
comprado una casita; en aquellos tiempos se hallaba en pleno campo, pero hoy en
día estaría en plena ciudad. Para pasearnos, alquilaba un asno a un jardinero
vecino. Nos metía en las canastas forradas de heno, destinadas a transportar la
fruta y las legumbres Al mercado: Caroline en una, Clotilde y yo en la otra.
Parece ser que nos gustaba mucho esta manera de pasear.
* * *
Mi madre se ocupó bien temprano de mi educación, y mi cerebro
no opuso ninguna resistencia, aunque no avanzó nada; pero si lo hubieran dejado
tranquilo, habría resultado con seguridad un poco lerdo. Ya caminaba a los diez
meses; comencé a hablar bastante tarde, pero una vez que empecé a decir algunas
palabras, aprendí todas muy de prisa, y a los cuatro años sabía leer muy bien.
Lo mismo sucedió con mi prima Clotilde, a la que educaron, como a mí, su madre
y la mía, alternativamente. Nos enseñaban también plegarias, y me acuerdo que
yo las recitaba, de memoria, desde el comienzo hasta el final sin comprender
nada, salvo aquellas palabras que nos hacían pronunciar cuando poníamos la
cabeza sobre la almohada: “Dios mío, os entrego mi corazón.” No se por qué yo
comprendí esta oración mejor que el resto de la plegaria, ya que en estas pocas
palabras hay mucho de metafísica; el caso es que yo entendía lo que quería
decir y era la única parte de mi plegaria que me daba una idea acerca de Dios y
de mí.
* * *
En la calle Grange-Bateliere fue donde tuve entre mis
manos un viejo manual de mitología, que todavía poseo, lleno de grandes
grabados tan cómicos como puedan imaginarse. Cuando me acuerdo del interés y la
admiración con que yo contemplaba estas imágenes grotescas, me parece verlas
todavía tal y como las veía en aquellos tiempos. Sin leer el texto, comprendí con
rapidez, y gracias a las estampas, las principales acciones de la fábula
antigua, y todo eso me interesaba prodigiosamente. Algunas veces, me llevaban a
ver las sombras chinescas del eterno Séraphin y las obras de feria. Mi madre y
mi hermana me contaban los cuentos de Perrault, y cuando ya no tenían más repertorio,
no se privaban de inventar otros que me parecían tanto o más bonitos que los
anteriores.
Así, me hablaban
del paraíso, y me regalaban con lo que existe de más hermoso y bello en la
religión católica. Sin embargo, los ángeles y los cupidos, la santa virgen y la
fe, los polichinelas los magos, los diablejos del teatro y los santos de la
iglesia se confundían en mi cerebro y me producían el más extraño batiburrillo
poético que imaginarse pueda.
Mi madre poseía
unas ideas religiosas firmes, en las que la duda no entró jamás, porque no se
paraba a considerarlas. Ni siquiera se tomaba el trabajo de aclararme si eran
verdaderas o alegóricas las nociones que me enseñaba a manos llenas, ya que, artista
y poeta sin ella misma darse cuenta, creyendo su religión en todo lo que tenía
de bueno y bello, rechazando todo le que era sombrío y amenazador, me hablaba
de las tres gracias y de las nueve musas tan seriamente como si se hubiera
tratado de las virtudes teologales o de vírgenes santas.
Ya por la
educación, por lo que me enseñaron o por la predisposición, lo cierto es que el
amor a la novela se apoderó de mí apasionadamente antes que yo hubiera
terminado de aprender a leer.
Sucedió así: yo no
comprendía todavía la lectura de los cuentos de hadas. Las palabras impresas,
aun en el estilo más elemental, no me ofrecían un gran sentido; recitando
llegué a comprender lo que me hacían leer. Yo no leía por iniciativa propia; era
de naturaleza perezosa y no podía vencerla sino haciendo grandes esfuerzos. En
los libros, yo no buscaba otra cosa que imágenes; pero todo lo que aprendía con
los ojos y con los oídos entraba tumultuosamente en mi pequeña cabeza y soñaba
hasta el punto de perder con frecuencia la noción de la realidad en el medio en
que yo me encontraba. Como había tenido por largo tiempo la costumbre de hurgar
el fuego con el atizador, mi madre, que no tenía criada, y a quien recuerdo
siempre ocupada en coser o en cuidar el puchero, no podía desembarazarse de mí
si no era reteniéndome, en la prisión que ella me había inventado, a saber:
cuatro sillas con un calientapiés en el medio, apagado, para sentarme cuando me
fatigase, ya que no teníamos ni el lujo de un cojín. Eran sillas de paja y yo
me dedicaba a sacárselas con las uñas; está claro que las habían sacrificado
para mi uso. Recuerdo que para dedicarme a ese juego me veía obligada a subirme
en el calientapiés; entonces podía apoyar mis codos en los asientos y jugaba a
tener garras, con una paciencia milagrosa; pero, cediendo a la necesidad de
ocupar en algo mis manos, necesidad que me ha acompañado siempre, no se me
ocurría pensar que así destruía la paja de las sillas; también componía en voz
alta interminables cuentos que mi madre llamaba mis novelas. No tengo ningún
recuerdo de esas composiciones; mi madre me ha hablado de ellas mil veces,
mucho tiempo antes que yo tuviera el pensamiento de escribir. Ella las
declaraba soberanamente aburridas, por la longitud de las mismas y por el
desenlace que yo otorgaba a la historia de que se tratara. Es un defecto que he
conservado, según dicen; porque yo me doy cuenta de que a veces no tengo ni
idea de lo que hago, y todavía hoy me invade, como a los cuatro años, una
necesidad de dejar correr la pluma en este género de creación.
Parece que mis
historias eran una especie de lío con todo lo que obsesionaba a mi pequeñito
cerebro. Siempre había un esquema al gusto de los cuentos de hadas: un príncipe
bueno y una princesa encantadora. Había muy pocos seres malos, pero nunca malhechores.
Todo se unía bajo la influencia del pensamiento jocoso y optimista infantil. Lo
que en ellas había de curioso era la duración de estas historias y cierta capacidad
de continuidad, porque yo retomaba el hilo en el lugar exacto que en el día
anterior lo había abandonado. Es muy probable que mi madre, al escuchar
maquinalmente y como a pesar suyo estas largas divagaciones, me ayudase por su
cuenta a retomarlo.»
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