Tercera parte: ¿Cultura o contracultura?
«Y con esa idea, es el momento de preguntarse: ¿es la contracultura una cultura? Yo creo que sí. Rotundamente sí. La contracultura es una nueva cultura, una nueva manera de ver el mundo, de la que surgen realizaciones y posibilidades también nuevas. Anteponemos la partícula contra, porque la nueva cultura (lo hemos explicado ya) debe ser muchas veces provocativa y agresiva hacia el conformismo. Porque la nueva cultura se opone a la cultura estatuida u oficial de una sociedad a la que juzga periclitada. Es contracultura, porque se enfrenta a una cultura caduca, academizada, que dio hace tiempo ya sus frutos. Pero no porque vaya (como algunos detractores quisieran interpretar) contra la cultura, como palabra abstracta y supratemporal. Hablando de cierta violencia que puede tener la nueva cultura (nada de lo que nace es ajeno a una cierta violencia) Theodore Roszak dice: Hasta el punto que no parece una exageración llamar "contracultura" a lo que está emergiendo del mundo de los jóvenes. Entendemos por tal una cultura tan radicalmente desafiliada o desafecta a los principios y valores fundamentales de nuestra sociedad, que a muchos no les parece siquiera una cultura, sino que va adquiriendo la alarmante apariencia de una invasión bárbara. Creo que Roszak exagera. Hay una violencia sí, y naturalmente una destutelización y un rechazo. Pero no estamos ante un cambio destructivo. Ante una horda de vándalos a las puertas de una ciudad imperial. La contracultura aunque consiga hoy fuerza, no es un elemento nuevo. Es un elemento histórico que encuentra hoy su realización. Desecha lo que en la cultura pasada es oficialismo o ruina, pero no las creaciones de esa cultura. Sería estúpido pensar que los dramas de Calderón carecen de importancia o son desdeñables sólo porque no vivimos ya la sociedad y la mentalidad del siglo XVII. O que la Eneida de Virgilio pertenece a un pasado arqueológico, porque el nacimiento de Roma es un mito y la ciudad unas ruinas más o menos bellas, rodeadas de iglesias y palacios renacentistas. La nueva cultura es una nueva visión del mundo (por eso es cultura). Ella trae la novedad de esa visión, pero acepta todo lo que es creación de cultura. Las culturas no se rozan y desgastan. Se engarzan y se aúnan. Sólo lo que es cartón, lo que no responde a una realidad, sino al deseo de conservar algo muerto, pasa a la funeraria de la historia.
La nueva cultura opone a la visión científica del mundo de la cultura tecnocrática, a su mito de la conciencia objetiva (el intento de ver las cosas sin implicarnos en ellas), la visión mágica o visionaria. Ver el mundo como una realidad exaltada, como un himno. Involucrarnos en las cosas, sentirlas, palparlas, desearlas. Dar rienda suelta a lo humano. Potenciar el cuerpo.
Esto no es un retroceso histórico ni una negación de la buena conciencia. Es cierto que la visión mágica del mundo existió ya en sociedades primitivas. Pero, ¿quién podría pensar -después de la historia occidental- en tal retroceso? Al mirar atrás, al dar nueva vida a cosas del pasado, pero en una situación de presente, siempre damos un paso adelante. Y eso es la nueva cultura. Tampoco es una negación de la ciencia. La visión objetiva (en tanto que ésta es posible, ya que el hombre es hombre y no máquina) puede darse -no entraremos aquí en esa discusión- en un estudio de biología o de física. Tal vez esa misma visión no es válida para el siguiente estudio en ese camino. Y, desde luego, lo que puede ser válido -hasta cierto punto y nunca en su extremo- en una ciencia particular, no lo es aplicado a todas las relaciones e intereses de una colectividad humana.
La visión mágica del mundo no busca conocimiento (en el sentido en que solemos utilizar esa palabra) sino experiencia. La experiencia es estar en la vida, y de ahí se derivará, casi imperceptiblemente, el conocimiento. Al modo en que lo entiende Lao-tsé, cuando habla del sabio como hombre silencioso. Al modo del conocimiento -que es experiencia- del artista. La contracultura es, pues, una cultura. Podríamos decir que es también una revolución cultural y desde luego (pues toda cultura lo implica) una nueva forma de vida.
Frente al interés por los derechos de la propiedad, la nueva cultura hace hincapié en el personalismo, en los derechos personales. Frente a las necesidades tecnológicas prefiere las necesidades humanas. A la competencia antepone la colaboración, la ayuda, la relación humana. A la violencia prefiere la sexualidad, o mejor aún el erotismo que es su forma civilizada. Antes que al productor, prefiere al consumidor, a la descentralización mejor que a la concentración, los fines mejor que los medios, la difusión más que el secreto, la expansión personal antes que las reformas sociales (entendidas en un sentido despersonalizado), el disfrute y el placer antes que el esfuerzo, al amor comunal mejor que el amor de Edipo. Éste sería -según Philips Slater- el orden de valores de la nueva cultura frente a la antigua.
Se quiere -lo hemos dicho- el signo cuerpo. No la objetivización, sino lo subjetivo. No el modelo aséptico, sino lo que se huele y se toca, lo que puede palparse y sentirse. Así frente -pongamos por caso- a la línea geométrica de los años cincuenta: pelo muy corto, traje oscuro, discreta corbata a rayas o lunares pequeños, sin sortijas, sin adornos, sin apenas perfume, contra este comedimiento que hizo hablar a Edward Hall de América (allí se dio primero este estilo) como de la tierra de la insipidez olfativa, contra eso, decía, surge la camisa de colores, el pelo largo, el perfume, los adornos, la diversidad, el aroma de las barritas de sándalo y el olor de la comida en un apartamento. Es decir, surge lo que pertenece al hombre. La relación, el contacto. Los sentidos. La vida es estímulo, se dice, y suprimir éste equivaldría a suprimirla.
La nueva cultura es un drop out, un marginamiento, que busca una visión exaltada y feliz de la realidad. Un estado de ser-consciencia-gozo, que es, ante todo, estar, sentirse en la vida. Seguir su ritmo. Cuando se sigue ese ritmo, cuando se ve la realidad del sol, el goce de la luz, entonces se comprende. Sólo el que conoce el gozo del brahman -dice el Upanishad- ya no vuelve a sentir temor. Entonces vivir, no es un tormento. El hombre que ha sentido ese gozo está en camino del sabio, que nos proponen las filosofías orientales. El hombre que goza, y que en su júbilo, comprende. Comprende el ritmo de la naturaleza y, en él, la vida. Comprende y acepta. [...]
La nueva cultura desea estar unida a la vida. [...]
Y el fin de esta nueva cultura es la autorrealización del hombre. El hombre, cumplidas y satisfechas sus aspiraciones y sus deseos, tras conocerse a sí mismo y aceptarse, tras no tener miedo a ser quien es, vive. Y ese vivir -no estamos sino resumiendo lo ya dicho- es comprender, es saber. Es, en definitiva, conocimiento. Claro que bien distinto a todo saber muerto, meramente acumulativo. [...]
Ante esto, podemos volver a preguntarnos como conclusión, ¿cultura o contracultura? Una verdadera cultura, contestamos, que hace de su marginalidad una contracultura.»
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