La oración de la rosa
«Padre nuestro que estás en la tierra, en la fuerte / y hermosa tierra;
en la tierra buena: / santificado sea el nombre tuyo
que nadie sabe; que en ninguna forma / se atrevió a pronunciar este silencio
pequeño y delicado...este / silencio que en el mundo
somos nosotras / las rosas...
Venga también a nos, las pequeñitas / y dulces flores de la tierra,
el tu Reino prometido... / Hágase tu voluntad, aunque ella
sea que nuestra vida sólo dure / lo que dura una tarde...
El sol nuestro de cada día, dánoslo / para el único día nuestro...
Perdona nuestras deudas / -la de la espina,
la del perfume cada vez más débil, / la de la miel que no alcanzó
para la sed de dos abejas... / -así como nosotras perdonamos
a nuestros deudores los hombres, / que nos cortan, nos venden y nos llevan
a sus mentiras fúnebres, / a sus torpes e insulsas fiestas...
No nos dejes caer / nunca en la tentación de desear
la palabra vacía, -¡el cascabel / de las palabras!...-,
ni el moverse de pies / apresurados,
ni el corazón oscuro de / los animales que se pudre...
Más líbranos de todo mal. / Amén.
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Poema CXXIV
Isla mía, ¡qué
bella eres y qué dulce!... Tu cielo es un cielo vivo, todavía con un calor de
ángel, con un envés de estrella.
Tu mar es el último refugio de
los delfines antiguos y las sirenas desmaradas.
Vértebras de cobre tienen tus
serranías, y mágicos crepúsculos se encienden bajo el fanal de tu aire.
Descanso de gaviotas y
petreles, avemaría de navegantes, antena de América: hay en ti la ternura de
cosas pequeñas y el señorío de las grandes cosas.
Sigues siendo la tierra más
hermosa que ojos humanos contemplaron. Sigues siendo la novia de Colón, la
benjamina bien amada, el Paraíso Encontrado.
Eres, a un tiempo mismo,
sencilla y altiva como Hatuey, ardiente y casta como Guarina.
Eres deleitosa como la fruta de
tus árboles, como la palabra de tu Apóstol.
Hueles a pomarrosa y a jazmín,
hueles a tierra limpia, a mar, a cielo.
Cuando te pintan en los mapas,
a contraluz sobre ese azul intenso de litografía, pareces una fina iguana de
oro, un manjuarí dormido a flor de agua...
Pero también pareces un arco
entesado que un invisible sagitario blande en la sombra, apunta a nuestro
corazón.
Isla grácil. Te visten las
auroras y las lluvias; te abanica el terral; te bailan los solsticios de
verano.
Como Diana, libre y diosa, no
quieres más diadema que la luna, ni más escudo que el sol naciente con tu palma
real.
La mala bestia no medró en tus
predios, y jamás ha muerto en ti un solo pájaro de frío.
Idílicas abejas pueblan de miel
la urdimbre de tus frondas; allí vibra el zunzún desprendido del iris, y
destilan música viva los sinsontes.
Escarchada de sal y de luceros,
te duermes, Isla niña, en la noche del Trópico. Te reclinas blandamente en la
hamaca de tus olas.
Tienes la rosa de los vientos
prendida a tu cintura; tus mayos están llenos de cocuyos, tus campos son de
menta, y tus playas, de azúcar.
Varas de San José en trance de
boda, tórnanse todos los gajos secos clavados en tu tierra taumatúrgica. Rocas
de Moisés, todas tus piedras preñadas de surtidores.
Vela un arcángel escondido tras
cada zarza tuya, y una escala de Jacob se tiende cada noche para el hombre que
duerma en paz sobre tu suelo.
Otra escala sutil es para él,
el humo rosa del tabaco que le alegra las siestas y le aroma de sueños el
camino.
Para el hombre hay en ti, Isla
clarísima, un regocijo de ser hombre, una razón, una íntima dignidad de serlo.
Tú eres por excelencia la muy
cordial, la muy gentil. Tú te ofreces a todos aromática y graciosa como una
taza de café; pero no te vendes a nadie.
Te desangras a veces como los
pelícanos eucarísticos, pero nunca, como las sordas criaturas de las tinieblas,
sorbiste sangre de otras criaturas.
Isla esbelta y juncal, yo te
amaría aunque hubiera sido otra tierra mi tierra, pues también te aman los que
bajaron del Septentrión brumoso, o del vergel mediterráneo, o del lejano país
del loto.
Isla mía, Isla fragante, flor
de islas: tenme siempre, náceme siempre, deshoja una por una todas mis fugas.
Y guárdame la última, bajo un
poco de arena soleada... ¡A la orilla del golfo donde todos los años hacen su
misterioso nido los ciclones!»
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