martes, 26 de septiembre de 2017

"Graziella".- Alphonse de Lamartine (1790-1869)


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Capítulo I
III

«Cuando Camilla se marchó, me quedé en Roma absolutamente solo, sin ninguna carta de recomendación, sin otro conocimiento que los lugares, los monumentos y las ruinas en que la Camilla me había introducido. El viejo pintor en cuya casa estaba alojado no salía de su estudio más que para ir el domingo a misa con su mujer y su hija, una joven de dieciséis años tan laboriosa como él. Su casa era una especie de convento, en el que el trabajo del artista era únicamente interrumpido por una frugal comida y por la oración.
 Al caer la tarde, cuando los últimos resplandores del sol se iban apagando en las ventanas de la habitación del piso superior, donde trabajaba el pintor, y las campanas de los monasterios vecinos tocaban el Ave María, ese adiós armonioso del día en Italia, el  único recreo de la familia era rezar juntos el rosario y salmodiar en una especie de canto las letanías, hasta que sus voces debilitadas por el sueño se apagaban en un vago y monótono murmullo, parecido al de las olas que rompen sosegadamente en una playa donde el viento cae junto con la noche.
 Me complacía esta escena tranquila y piadosa de la noche, que ponía término a un día de trabajo con este himno que tres almas elevaban al cielo para descansar de la jornada. Me traía el recuerdo de la casa paterna, en donde nuestra madre también nos reunía por la noche para rezar, ya fuera en su habitación o en los paseos de arena del pequeño jardín de Milly, bajo las últimas luces del crepúsculo. Al encontrarme con las mismas costumbres, las mismas acciones, la misma religión, me sentía casi bajo el techo paterno en el seno de esta familia desconocida. Jamás he visto una vida más recogida, más solitaria, más laboriosa y más santificada que la de la casa del pintor romano.
 El pintor tenía un hermano que no vivía con él. Enseñaba el italiano a los extranjeros distinguidos que pasaban los inviernos en Roma. Era algo más que un profesor de lenguas, era un docto romano de gran valía. Joven aún, con una figura magnífica, de carácter antiguo, había participado muy activamente en las tentativas de revolución que los republicanos romanos habían llevado a cabo para resucitar la libertad en su país. Era uno de los tribunos del pueblo, uno de los Rienzi de la época. En el transcurso de esta corta resurrección de la Roma antigua suscitada por los franceses, reprimida por Mack y por los napolitanos, había representado uno de los papeles principales, arengando al pueblo en el Capitolio, enarbolando la bandera de la independencia y ocupando uno de los primeros puestos de la república. Acosado, perseguido, encarcelado en el momento de la reacción, tenía que agradecer su salvación únicamente a la llegada de los franceses, que habían salvado a los republicanos pero que habían confiscado la república.
 Aquel romano adoraba la Francia revolucionaria y filosófica; aborrecía al emperador y al imperio. Bonaparte era para él, como para todos los italianos liberales, el César de la libertad. Siendo yo aún muy joven, compartía los mismos sentimientos. Esta coincidencia de ideas no tardó en ponerse de manifiesto entre nosotros. Viendo con qué entusiasmo a la vez juvenil y antiguo vibraba yo bajo los acentos de la libertad, cuando leíamos juntos los versos incendiarios del poeta Monti o las escenas republicanas de Alfieri, se dio cuenta de que podía confiarse a mí y comencé a ser más su amigo que su alumno.

IV
La prueba de que la libertad es el ideal divino del hombre está en que es el primer sueño de la juventud y que no se desvanece en nuestra alma hasta que el corazón se marchita y el espíritu se degrada o se desalienta. No hay una sola alma de veinte años que no sea republicana. No hay un solo corazón gastado que no sea servil.
 ¡Cuántas veces fuimos mi maestro y yo a sentarnos en la colina de la villa Pamphili, desde donde se ve Roma, sus cúpulas, sus ruinas, el Tíber, que repta sucio, silencioso, avergonzado bajo los arcos recortados del Ponte Rotto, desde donde se oye el murmullo quejumbroso de sus fuentes y los pasos casi sordos de su pueblo andando en silencio por sus calles desiertas! ¡Cuántas veces vertimos amargas lágrimas sobre la suerte de ese mundo entregado a todas las tiranías, en el que la filosofía y la libertad parecían haber querido renacer por un momento en Francia y en Italia, únicamente para ser mancilladas, traicionadas u oprimidas por todas partes! ¡Cuántas imprecaciones en voz baja salieron de nuestros pechos contra ese tirano del espíritu humano, contra ese soldado coronado que se había fortalecido en la revolución solamente para extraer la fuerza necesaria para destruirla y para entregar una vez más a los pueblos a todos los prejuicios y a todas las servidumbres! De esta época datan  mi amor por la emancipación del espíritu humano y ese odio intelectual contra el héroe del siglo, odio a la vez sentido y razonado, que la reflexión y el tiempo no hacen más que justificar a pesar de los aduladores de su memoria.

V
Bajo la influencia de estas impresiones estudié Roma, su historia y sus monumentos. Salía por la mañana, solo, antes de que el movimiento de la ciudad pudiese distraer el pensamiento del contemplador. Llevaba bajo el brazo los escritos de los historiadores, los poetas, los descriptores de Roma. Iba a sentarme o a errar por las ruinas desiertas del Foro, del Coliseo, de la campiña romana. Miraba, leía, pensaba a ratos. Hacía un serio estudio de Roma, pero un estudio en acción. Fue mi mejor curso de historia. La antigüedad, en lugar de ser un aburrimiento, se volvió para mí un sentimiento. En este estudio no seguía otro esquema que mi inclinación. Iba al azar allí donde me llevaban mis pasos. Pasaba de la antigua Roma a la Roma moderna, del Panteón al palacio de León X, de la casa de Horacio, en Tibur, a la casa de Rafael. Poetas, pintores, historiadores, grandes hombres, todo pasaba confusamente ante mí. Sólo me paraba un momento ante los que aquel día me interesaran más.
 Hacia las once volvía a mi pequeña celda de la casa del pintor para almorzar. Comía en mi mesa de trabajo -mientras leía- un trozo de pan y queso. Bebía una taza de leche. Después me ponía a trabajar, tomaba notas, escribía hasta la hora de la cena.»
 

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