miércoles, 13 de septiembre de 2017

"Dominique".- Eugène Fromentin (1820-1876)


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XVIII

«-Han pasado muchos años desde el día en que regresé a mi refugio. Puede que nadie haya olvidado los sucesos que acabo de referirle pero, al menos, nadie parece recordarlos. El silencio que el alejamiento y el tiempo han impuesto para siempre a algunos de los personajes de esta historia les ha permitido creer que se habían perdonado mutuamente, que se habían rehabilitado y eran felices. Olivier es el único -eso quiero suponer- que se ha obstinado hasta el último momento en sus manías y en sus preocupaciones. Creo que usted recordará que, para él, el aburrimiento era el enemigo mortal a quien temía más que a ningún otro. Puede decirse que ha sucumbido en un duelo contra él mismo.
 -¿Y Augustin? -le pregunté yo.
 -Éste es el único superviviente de mis antiguas amistades. Está al cabo de su tarea. Ha llegado en línea recta, igual que un valeroso caminante, a la meta final de un largo y difícil viaje. No es un gran hombre, es una gran voluntad. Él es hoy el punto de mira de muchos de nuestros contemporáneos; ya es una cosa rara que una honestidad como la suya haya llegado lo suficientemente alto como para dar ganas de imitarlo a la gente honrada.
 En cuanto a mí -continuó Monsieur de Bray-, aunque muy tarde, he seguido el ejemplo que este hombre fuerte me había dado casi al principio de su vida, con menos méritos y menos valor, pero con igual buena suerte. Él había empezado por buscar el reposo en amores sin problemas y yo he acabado por hacer lo mismo. De ahí que yo aporte a mi nueva existencia un sentimiento que él jamás conoció, el de expiar una antigua vida ciertamente perjudicial para algunos y redimirme de unas culpas de las que aún hoy en día me siento responsable, pues hay, en mi opinión, entre todas las mujeres igualmente respetables, una solidaridad instintiva de derechos, de honor y de virtudes. En cuanto a la decisión que he adoptado de retirarme del mundo, nunca me arrepentí de ella. Un hombre que se retira antes de cumplir treinta años y que persiste en su resolución da testimonio bastante claramente de que no había nacido para la vida pública, ni tampoco para las pasiones. No creo, además, que la menguada actividad de mi vida constituya un mal punto de vista para juzgar a los hombres en movimiento. Me percato de que el tiempo ha hecho justicia en beneficio de mis opiniones a muchas apariencias que, en tiempos, hubieran podido hacerme dudar y, como ha verificado la mayoría de mis conjeturas, bien pudiera ser que hubiese confirmado asimismo algunas de mis amarguras. Recuerdo haber sido severo con los demás a una edad en que yo consideraba un deber serlo conmigo mismo. Cada una de las generaciones inseguras que sucede a unas generaciones ya cansadas, cada gran talento que muere sin descendencia, son señales a las cuales podemos reconocer, según dicen, que la temperatura moral de un país disminuye. Oigo decir que no pueden albergarse grandes esperanzas en una época en que las ambiciones tienen tantos móviles y tan pocas disculpas, en que se toma, por lo general, lo vitalicio por lo duradero, en que todo el mundo se queja de la escasez de obras, en que nadie se atreve a confesar que escasean los hombres...
 -¡Y si eso fuera verdad! -le dije yo.
 -Estaría dispuesto a creerlo, pero me callo sobre este punto igual que sobre otros muchos. No pertenece a un desertor despreciar los innumerables valores que luchan allí mismo donde él no supo estar. Por lo demás, se trata de mí y sólo de mí y, para terminar con el personaje principal de este relato, le diré que mi vida empieza. Nunca es demasiado tarde, ya que si una obra es larga de hacer, un buen ejemplo se puede dar en poco tiempo. Tengo el amor y el saber de la tierra, pequeña vanidad que le ruego me perdone. Fertilizaré mis campos mejor de lo que lo hice con mi espíritu, con menos dispendios, menos angustia y más beneficios, para mayor provecho de los que me rodean. He estado a punto de mezclar la inevitable prosa de todas las naturalezas inferiores a unas producciones que no admitían ningún elemento vulgar. Hoy, muy afortunadamente, para placer de un espíritu no desgastado, me será permitido introducir un granito de imaginación en esa buena prosa que es la agricultura y...
 Buscaba una palabra que significara modestamente el verdadero alcance de su nueva misión.
 -¿Y la beneficencia? -le pregunté yo.
 -Bueno, si usted quiere -dijo-. Acepto esa palabra en nombre de madame de Bray, ya que esto le concierne a ella exclusivamente.
 En aquel preciso momento, madame de Bray traía a los niños que venían sudando y sin aliento. Hubo un instante de completo silencio durante el cual, como al final de una sinfonía que expira con acordes infinitamente pequeños, ya no se oyó otra cosa que no fuera el susurro de los mirlos en las ramas, pues éstos seguían parloteando pero ya no reían.
 Muy pocos días después de esta conversación, que me había hecho penetrar en la intimidad de un espíritu cuya mayor originalidad era la de haber seguido al pie de la letra la máxima "conócete a ti mismo", un silla de posta se paró en el patio de Los Tiemblos.
 Bajó de ella un hombre de pelo escaso, gris y muy corto; era un hombre menudo, nervioso, con la apariencia, la fisonomía, el aplomo y la precisión de un hombre fuera de lo común y preocupado por asuntos graves, aun estando de viaje; perfectamente vestido, además, y también en esto podían deducirse unos hábitos debidos a una elevada situación y rango en el mundo. Se detuvo a mirar con atención la parte de la mansión que desde allí se vislumbraba: el cenador, un rincón de parque. Alzó los ojos hacia las torrecillas y se volvió para considerar las ventanitas del antiguo cuarto abuhardillado de Dominique.
 Dominique salía en aquel momento a la terraza; se reconocieron enseguida.
 -¡Qué sorpresa, mi queridísimo amigo! -dijo Dominique saliendo al encuentro del visitante, ambas manos cordialmente abiertas.
 -Buenos días, De Bray -contestó éste con el acento claro y franco de un hombre cuya verdad parecía haber refrescado sus labios durante toda su vida.
 Era Augustin.»
 

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