Capítulo VII: Sociabilidad
«Córdoba era, no diré la ciudad más coqueta de la América, porque se ofendería de ello su gravedad española, pero sí una de las ciudades más bonitas del continente. Sita en una hondonada que forma un terreno elevado, llamado Los Altos, se ha visto forzada a replegarse sobre sí misma, a estrechar y reunir sus regulares edificios. El cielo es purísimo, el invierno seco y tónico, el verano ardiente y tormentoso. [...] En la plaza principal está la magnífica catedral de orden gótico, con su enorme cúpula recortada en arabescos, único modelo que yo sepa que haya en la América del Sur de la arquitectura de la Edad Media. A una cuadra está el templo y convento de la Compañía de Jesús, en cuyo presbiterio hay una trampa que da entrada a subterráneos que se extienden por debajo de la ciudad y van a parar no se sabe todavía adónde; también se han encontrado los calabozos en que la Sociedad sepultaba vivos a sus reos. [...]
Cada convento o monasterio tenía una ranchería contigua, en que estaban reproduciéndose ochocientos esclavos de la Orden, negros, zambos, mulatos y mulatillas de ojos azules, rubias, rozagantes, de pierna bruñida como el mármol; verdaderas circasianas dotadas de todas las gracias, con más de una dentadura de origen africano, que servía de cebo a las pasiones humanas; todo para honra y provecho del convento a que estas huríes pertenecían.
Andando un poco en la visita que hacemos, se encuentra la célebre Universidad de Córdoba, fundada nada menos que el año de 1613, y en cuyos claustros sombríos han pasado su juventud ocho generaciones de doctores en ambos derechos, ergotistas insignes, comentadores y casuistas. Oigamos al célebre Deán Funes describir la enseñanza y espíritu de esta famosa Universidad, que ha provisto, durante dos siglos, de teólogos y doctores a una gran parte de la América: "El curso teológico duraba cinco años y medio... La Teología participaba de la corrupción de los estudios filosóficos. Aplicada la filosofía de Aristóteles a la teología, formaba una mezcla de profano y espiritual. Rozamientos puramente humanos, sutilezas y sofismas engañosos, cuestiones frívolas e impertinentes: esto fue lo que vino a formar el gusto dominante de estas escuelas." Si queréis penetrar un poco más en el espíritu de libertad que daría esta instrucción, oíd al Deán Funes todavía: "Esta Universidad nació y se creó exclusivamente en manos de los jesuitas, quienes la establecieron en su colegio llamado Máximo, de la ciudad de Córdoba." Muy distinguidos abogados han salido de allí; pero literatos, ninguno que no haya ido a rehacer su educación en Buenos Aires y con libros modernos.
Esta ciudad docta no ha tenido hasta hoy teatro público, no conoció la ópera, no tiene aún diarios y la imprenta es una industria que no ha podido arraigarse allí. El espíritu de Córdoba hasta 1829 es monacal y escolástico; la conversación de los estrados rueda siempre sobre las procesiones, las fiestas de los santos, sobre exámenes universitarios, profesión de monjas, recepción de las borlas de doctor.
Hasta dónde puede esto influir en el espíritu de un pueblo ocupado de estas ideas durante dos siglos, no puede decirse; pero algo ha debido influir, porque, ya lo veis: el habitante de Córdoba tiende los ojos en torno suyo y no ve el espacio; el horizonte está a cuatro cuadras de la plaza; sale por las tardes a pasearse, y en lugar de ir y venir por una calle de álamos, espaciosa y larga como la cañada de Santiago, que ensancha el ánimo y lo vivifica, da vueltas en torno de un lago artificial de agua sin movimiento, sin vida, en cuyo centro está un cenador de formas majestuosas, pero inmóvil, estacionario. La ciudad es un claustro encerrado entre barrancas; el paseo es un claustro con verjas de hierro; cada manzana tiene un claustro de monjas o frailes; los colegios son claustros; la legislación que se enseña, la Teología, toda la ciencia escolástica de la Edad Media, es un claustro en que se encierra y parapeta la inteligencia contra todo lo que salga del texto y del comentario. Córdoba no sabe que existe en la tierra otra cosa que Córdoba; ha oído, es verdad, decir que Buenos Aires está por ahí, pero, si lo cree, lo que no sucede siempre, pregunta: "¿Tiene Universidad? Pero será de ayer. Veamos: ¿cuántos conventos tiene? ¿Tiene paseo como éste? Entonces, eso no es nada..." [...]
Por lo demás, el pueblo de la ciudad, compuesto de artesanos, participa del espíritu de las clases altas; el maestro zapatero se daba los aires de doctor en zapatería y os enderezaba un texto latino al tomaros gravemente la medida; el ergo andaba por las cocinas, en boca de los mendigos y locos de la ciudad, y toda disputa entre ganapanes tomaba el tono y forma de las conclusiones. Añádase que durante toda la revolución, Córdoba ha sido el asilo de los españoles, en todas las demás partes maltratados. Estaban allí como en su casa. ¿Qué mella haría la revolución de 1810 en un pueblo educado por los jesuitas y enclaustrado por la naturaleza, la educación y el arte? ¿Qué asidero encontrarían las ideas revolucionarias, hijas de Rousseau, Mably y Voltaire, si por fortuna atravesaban la pampa para descender a la catacumba española, en aquellas cabezas disciplinadas por el peripato para hacer frente a toda idea nueva; en aquellas inteligencias que, como su paseo, tenían una idea inmóvil en el centro, rodeada de un lago de aguas muertas, que estorbaba penetrar hasta ellas?
Hacia los años de 1816, el ilustrado y liberal Deán Funes logró introducir en aquella antigua Universidad los estudios hasta entonces tan despreciados: Matemáticas, Idiomas vivos, Derecho público, Física, Dibujo y Música. La juventud cordobesa empezó desde entonces a encaminar sus ideas por nuevas vías y no tardó mucho en sentirse los efectos, de los que trataremos en otra parte, porque, por ahora, sólo caracterizo el espíritu maduro, tradicional, que era el que predominaba.»
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Realiza tu comentario: