miércoles, 30 de septiembre de 2020

Libro de Buen Amor.- Juan Ruiz, Arcipreste de Hita (1283-1350)

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Propósito del Libro de Buen Amor

  «Palabras son del sabio y díjolo Catón: / el hombre, entre las penas que tiene el corazón,
debe mezclar placeres y alegrar su razón, / pues las muchas tristezas mucho pecado son.
 
 Como de cosas serias nadie puede reír, / algunos chistecillos tendré que introducir;
cada vez que los oigas no quieras discutir / a no ser en manera de trovar y decir.
 
 Entiende bien mis dichos y medita su esencia, / no me pase contigo lo que al doctor de Grecia
con el truhán romano de tan poca sapiencia, / cuando Roma pidió a los griegos su ciencia.
 
 Así ocurrió que Roma de leyes carecía; / pidióselas a Grecia, que buenas las tenía.
Respondieron los griegos que no las merecía / ni había de entenderlas, ya que nada sabía.
 
 Pero, si las quería para de ellas usar, / con los sabios de Grecia debería tratar,
mostrar si las comprende y merece lograr; / esta respuesta hermosa daban por se excusar.
 
 Los romanos mostraron enseguida su agrado; / la disputa aceptaron en contrato firmado,
mas, como no entendían idioma desusado, / pidieron dialogar por señas de letrado.
 
 Fijaron una fecha para ir a contender; / los romanos se afligen, no sabiendo qué hacer,
pues, al no ser letrados, no podrán entender / a los griegos doctores y su mucho saber.
 
 Estando en esta cuita, sugirió un ciudadano / tomar para el certamen a un bellaco romano
que, como Dios quisiera, señales con la mano / hiciese en la disputa y fue consejo sano.
 
 A un gran bellaco astuto se apresuran a ir / y le dicen: -"Con Grecia hemos de discutir;
por disputas por señas, lo que quieras pedir / te daremos, si sabes de este trance salir".
 
 Vistiéronle muy ricos paños de gran valía / cual si fuese doctor en la filosofía.
Dijo desde un sitial, con bravuconería: / -"Ya pueden venir griegos con su sabiduría".
 
 Entonces llegó un griego, doctor muy esmerado, / famoso entre los griegos, entre todos loado;
subió en otro sitial, todo el pueblo juntado. / Comenzaron sus señas, como era lo tratado.
 
 El griego, reposado, se levantó a mostrar / un dedo, el que tenemos más cerca del pulgar,
y luego se sentó en el mismo lugar. / Levantóse el bigardo, frunce el ceño al mirar.
 
 Mostró luego tres dedos hacia el griego tendidos, / el pulgar y otros dos con aquél recogidos
a manera de arpón, los otros encogidos. / Sentóse luego el necio, mirando sus vestidos.
 
 Levantándose el griego, tendió la palma llana / y volvióse a sentar, tranquila su alma sana;
levantóse el bellaco con fantasía vana, / mostró el puño cerrado, de pelea con gana.
 
 Ante todos los suyos opina el sabio griego: / -"Merecen los romanos la ley, no se la niego".
Levantáronse todos con paz y con sosiego, / ¡gran honra tuvo Roma por un vil andariego!
 
 Preguntaron al griego qué fue lo discutido / y lo que aquel romano le había respondido:
-"Afirmé que hay un Dios y el romano entendido, / tres en uno, me dijo, con su signo seguido.
 
 Yo: que en la mano tiene todo a su voluntad; / él: que domina al mundo su poder, y es verdad.
Si saben comprender la Santa Trinidad, / de las leyes merecen tener seguridad".
 
 Preguntan al bellaco por su interpretación: / -"Echarme un ojo fuera, tal era su intención
al enseñar un dedo, y con indignación / le respondí airado, con determinación,
 
 que yo le quebraría, delante de las gentes, / con dos dedos los ojos, con el pulgar los dientes.
Dijo él que si yo no paraba mientes, / a palmadas pondría mis orejas calientes.
 
 Entonces hice seña de darle una puñada / que ni en toda su vida la vería vengada;
cuando vio la pelea tan mal aparejada / no siguió amenazando a quien no teme nada".
 
 Por eso afirma el dicho de aquella vieja ardida / que no hay mala palabra si no es a mal tenida,
toda frase es bien dicha cuando es bien entendida. / Entiende bien  mi libro, tendrás buena guarida.
 
 La burla que escuchares no la tengas por vil, / la idea de este libro entiéndela, sutil;
pues del bien y del mal, ni un poeta entre mil / hallarás que hablar sepa con decoro gentil.
 
 Hallarás muchas garzas, sin encontrar un huevo, / remendar bien no es cosa de cualquier sastre nuevo:
a trovar locamente no creas que me muevo, / lo que Buen Amor dice, con razones te pruebo.
 
 En general, a todos dedico mi escritura; / los cuerdos, con buen seso, encontrarán cordura;
los mancebos livianos guárdense de locura, / escoja lo mejor el de buena ventura.
 
Resultado de imagen de el libro de buen amor odres nuevos Son, las de Buen Amor, razones encubiertas; / medita donde hallares señal y lección ciertas,
si la razón entiendes y la intención aciertas, / donde ahora maldades, quizá consejo adviertas.
 
 Donde creas que miente, dice mayor verdad, / en las coplas pulidas yace gran fealdad;
si el libro es bueno o malo por las notas juzgad, / las coplas y las notas load o denostad.
 
 De músico instrumento, yo, libro, soy pariente; / si tocas bien o mal te diré, ciertamente; 
en lo que te interese, con sosiego detente / y si sabes pulsarme, me tendrás en la mente.»
 
  [El texto pertenece a la edición en español de Editorial Castalia, 1991, en versión de María Brey Mariño, pp. 43-47. ISBN: 84-7039-026-0.]
 

martes, 29 de septiembre de 2020

El zodíaco de la vida.- Eugenio Garin (1909-2004)


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1.-Astrología e historia: Albumasar y las "grandes conjunciones"

  «En otras palabras, mientras que es necesario rechazar decididamente la idea de una clara ruptura entre astronomía moderna y astrología medieval que habría que ubicar en la época del Renacimiento, es indispensable darse perfecta cuenta de la extensísima diseminación, en los orígenes de la cultura moderna, de los temas astrológicos, mágicos y herméticos, y de su continuación por doquiera bajo las formas más diversas, y no sólo en la imaginería del arte, sino también en el seno de la nueva ciencia.
 Y valga la cita, preludio casi de la tentativa de una investigación histórica más adecuada, de un documento singular, sacado de la correspondencia de los alumnos de Galileo. 
 El 14 de julio de 1642, Bonaventura Cavalieri, de Bolonia, escribe a Evangelista Torricelli una carta muy melancólica y muy significativa. Habla del escaso interés del público por las ciencias físico-matemáticas y de la poca fortuna de éstas en el terreno práctico. Mientras que la investigación rigurosa, en particular la matemática, no suscita ningún interés, la astrología judiciaria es siempre enormemente popular. Nacería un nuevo Arquímedes -laméntase Cavalieri- y nadie se daría cuenta, mientras que el más charlatán de los astrólogos obtiene en todas partes honores, dinero y poder. Dice Cavalieri: "los pobres matemáticos, y sobre todo los geómetras, después de infinitos, infinitos e infinitos sudores" ni siquiera pueden soñar con "la gloriosa fama" de los técnicos de la adivinación estelar. La ciencia matemática, en suma, incapaz como es de aplicarse prácticamente a los eventos de la vida, no goza de la menor resonancia. Conviene entonces, por lo menos "para el fin extrínseco", como él lo llama, adaptarse a la opinión y demandas de los más, y hacer horóscopos y vaticinios, conservando para sí, "para los propios fines", y para aquellos "que estiman más el saber que el parecer", la ciencia rigurosa.
 No hace falta caracterizar a los dos personajes, que se encuentran entre los galileanos más celebres, matemático insigne el uno y preclaro físico el otro, interlocutores ambos de un diálogo europeo que tuvo por protagonistas a Galileo y Kepler, Mersenne y Gassendi, Pascal y Descartes, y, más tarde, justamente a propósito de los "indivisibles" de Cavalieri, a Leibniz y Newton. Y, sin embargo, ante la supervivencia de la astrología adivinadora, con lo que ésta comportaba de hermetismo y de magia, y en general de creencias y de concepciones generales, parecían ceder las armas, las armas de ellos, alumnos de aquel Galileo que, no obstante no abrir la puerta a la acción a distancia ni a los influjos lunares, no había dudado en elaborar una teoría de las mareas del todo insostenible. Al leer, en resumen, esta resignada y desconsolada capitulación de científicos de tanto relieve a mediados del Seiscientos, se tiene la impresión de que, cuando menos en el plano de la opinión pública y de las costumbres, y tal vez también en el de las aplicaciones prácticas, las creencias y la vida moral, se cerró con una derrota la polémica antiastrológica a la que tres siglos antes aproximadamente habíase abocado el humanismo naciente en el momento en que, por boca de Petrarca, había reivindicado la libertad y dignidad del hombre en detrimento del hado estelar, y la racionalidad en contra de las supersticiones y creencias mágicas. Había dicho Petrarca con límpida elocuencia clásica: "Dejad libre el camino de la verdad y de la vida... Los globos de fuego no pueden hacer de guías... Las almas virtuosas, confiadas a su sublime destino, reciben la iluminación de una luz interior más hermosa. No tenemos necesidad, iluminados por tal rayo, de astrólogos embaucadores ni de truhanes profetizadores que a sus crédulos secuaces limpian de oro las arcas, llenan los oídos de patrañas, entorpecen con errores el juicio, y la vida presente turban y entristecen con nugatorios temores de lo porvenir". Petrarca dice esto alrededor de 1362, mientras se propaga la peste en Padua y oscuros presagios acompañan a una gran catástrofe. Como siempre, los astrólogos atribuían a extraordinarios influjos de las estrellas los trágicos acontecimientos terrenos: sólo el cielo que con la luz y el calor del Sol anima toda la vida puede ser la fuente de la muerte colectiva. Petrarca, que comprendía toda la insidia del determinismo estelar y temía la destrucción de la libre iniciativa humana mediante la indiscriminada necesidad natural, salía al paso de la que se gestaba y le enderezaba una crítica radical de la causalidad celeste, de un lado, y del otro, un análisis de creencias supersticiosas de origen remoto.
Resultado de imagen de el zodiaco de la vida Por otra parte, la melancólica conclusión de Bonaventura Cavalieri no significa la vanidad de casi tres siglos de polémicas "humanísticas". Que Kepler tuviera todavía que resignarse a hacer horóscopos en Graz después de que Copérnico había revolucionado sin ambages la estructura del cosmos sólo señala que el parto de la ciencia moderna no se realizó ni por ruptura radical ni por generación espontánea, y que para definir los progresos de la astronomía y la crisis de la astrología es realmente necesario abordar todo el entramado de temas que caracterizó la investigación entre los orígenes humanísticos del Renacimiento y la gran etapa científica del maduro Seiscientos. El mismo Kepler, por lo demás, que no creía, es cierto, en la validez de los "pronósticos", sostenía abiertamente -como es bien sabido- la existencia del alma del Sol ("animam quoque… in corpore Solis inesse necesse est"), la animación del Mundo ("mundus totus anima plenus"), por no hablar de las inteligencias celestes. […] El mismísimo Galileo, adversario implacable de la astrología adivinadora, cayó en afirmaciones bastante singulares a propósito del Sol y de la luz. En sus palabras dijérase que resuena el eco de cultos solares; y no es raro encontrar en él creencias o teorías neoplatónicas que se insinúan entre demostraciones matemáticas. La célebre carta a monseñor Pietro Dini, fechada en 23 de marzo de 1615, con amplia utilización del salmo Deus in Sole posuit latibulum suum y con luengo préstamo de la metafísica de la luz del Pseudo Dionisio, consigna la dificultad de separar en el ámbito mismo de la rigurosa astronomía galileana lo que es matemático y físico de lo que es metafísico y místico.»
 
     [El texto pertenece a la edición en español de Ediciones Península, 1981, en traducción de Antonio-Prometeo Moya, pp. 27-30. ISBN: 84-297-1698-X.]
 

lunes, 28 de septiembre de 2020

Cartas filosóficas y otros escritos.- Voltaire (1694-1778)


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Primera carta: Sobre los cuáqueros

   «-Mi querido señor -le dije-, ¿estáis bautizado?
 -No -me contestó el cuáquero-, y mis compañeros de religión tampoco lo están.
 -¿Cómo? Voto al cielo -repliqué yo-. ¿Entonces no sois cristianos?
 -Hijo mío -repuso en tono suave-, no jures. Nosotros somos cristianos y nos esforzamos en ser buenos cristianos, pero no creemos que el cristianismo consista en echar un poco de agua con sal sobre la cabeza.
 -Eh, diablos -dije, ofendido por semejantes impiedades-. ¿Es que acaso habéis olvidado que Jesucristo fue bautizado por Juan?
 -Amigo, deja de jurar de una vez -dijo el piadoso cuáquero-. Efectivamente, Juan bautizó a Cristo, pero éste no bautizó a nadie. Nosotros somos discípulos de Cristo, no de Juan.
 -¡Ay! -exclamé-, si hubiera Inquisición en este país, qué pronto os quemarían, pobre hombre. Ruego a Dios que pueda yo bautizaros y convertiros en un verdadero cristiano.
 -Si ello fuera preciso para condescender con tus debilidades, lo haríamos con gusto -agregó en tono grave-. No condenamos a nadie porque practique la ceremonia del bautismo, pero pensamos que los que profesan una religión verdaderamente sana y espiritual deben abstenerse, en lo que les sea posible, de realizar prácticas judaicas.
 -Es lo que me faltaba por escuchar. ¿Qué ceremonias judaicas? -exclamé.
 -Sí, hijo mío -continuó diciendo-, y tan judaicas que muchos judíos todavía hoy en día practican en ocasiones el bautismo de Juan. Consulta la historia antigua y verás que en ella se dice que Juan no hizo más que renovar una costumbre que mucho tiempo antes de que él naciera era practicada por los judíos, de la misma forma que la peregrinación a la Meca lo era por los ismaelitas. Pero circuncisión y ablución son abolidas por el bautismo de Cristo, ese bautismo espiritual, esa ablación del alma que salva a los hombres. Ya lo decía Juan, el precursor: "Yo os bautizo en verdad con agua, peor otro vendrá después de mí, más poderoso que yo, del que no soy digno de descalzarle las sandalias. Él os bautizará con el fuego y con el Espíritu Santo". Y el gran apóstol de los gentiles, Pablo, escribió a los corintios: "Cristo no me ha enviado para bautizar, sino para predicar el Evangelio". Pablo bautizó con el agua a tan sólo dos personas y muy a su pesar circuncidó a su discípulo Timoteo. Los demás apóstoles también circuncidaron a todos aquellos que lo deseaban. ¿Tú estás circuncidado?
 Le respondí que no tenía ese honor.
 -Y bien, amigo mío; de este modo tú eres cristiano sin estar circuncidado y yo lo soy sin haber sido bautizado.
 De esta manera aquel buen hombre aprovechaba astutamente tres o cuatro pasajes de las Sagradas Escrituras que parecían dar la razón a su secta; pero con la mejor fe del mundo se olvidaba de un centenar de pasajes que se la quitaban. No me tomé el trabajo de rebatir sus argumentos. Nada se puede hacer con los entusiastas. Jamás hay que hablarle a un hombre de los defectos de su amante, ni  a uno que litiga de los defectos de su causa, ni dar razones a un iluminado. De manera que me puse a hablar de otras cuestiones.
 En lo que se refiere a la comunión -le pregunté-, ¿de qué modo la practicáis?
 -No la practicamos -dijo él.
 -¿Qué? ¿No comulgáis?
 -No, tan sólo practicamos la comunión de los corazones.
 Volvió a citarme las escrituras. Me colocó un hermoso sermón contra la comunión y, en tono inspirado, me habló para probarme que todos los sacramentos eran invenciones humanas y que la palabra sacramento no figuraba en ningún lugar del Evangelio.
 -Perdona -dijo- que en mi ignorancia no haya podido darte ni la centésima parte de las pruebas de mi religión, pero de todas formas puedes encontrarlas en la exposición que de nuestra fe hace Robert Barclay; es uno de los mejores libros que hayan sido escritos por el hombre. Nuestros enemigos dicen de él que es muy peligroso, lo cual prueba que es verdadero.
 Le prometí leer el libro, con lo cual el cuáquero creyó que me había convertido.
 Luego, con unas pocas palabras, me explicó la razón de algunas singularidades de su secta, que la exponen al deprecio ajeno.
Resultado de imagen de cartas filosoficas voltaire albor -Confiesa -me dijo- que tuviste que hacer un gran esfuerzo para no echarte a reír cuando respondí a tus cumplidos con el sombrero puesto y tuteándote. Sin embargo, creo que eres lo bastante instruido como para saber que en los tiempos de Cristo ningún pueblo cometía la ridiculez de reemplazar el singular por el plural. A César Augusto se le decía: te amo, te ruego, te agradezco. Ni siquiera toleraba que se le dijese señor, dominus. Sólo después de mucho tiempo los hombres se hicieron llamar vos en lugar de tú, como si fueran dobles, y usurparon los impertinentes títulos de Grandeza, Eminencia, Santidad, que son los mismos títulos que los gusanos de tierra dan a otros gusanos de tierra, asegurándoles, con profundo respeto e insigne falsedad, que son sus más humildes y obedientes servidores. Para ponernos en guardia contra ese indigno comercio de adulaciones y mentiras tuteamos tanto a los reyes como a los zapateros remendones y no saludamos a nadie, sintiendo por los hombres caridad y respeto tan sólo por las leyes. Usamos un traje diferente al del resto de los hombres para que ello nos recuerde continuamente que no debemos parecernos a ellos. Los demás llevan las insignias de sus dignidades; nosotros, las de la humidad cristiana. Huimos de las fiestas mundanas, de los espectáculos, del juego, porque creemos que seríamos dignos de lástima si llenáramos con trivialidades semejantes unos corazones que están reservados a Dios. No juramos nunca, ni siquiera delante de la justicia. Pensamos que el nombre del Altísimo no debe prostituirse mezclándolo con las miserables querellas de los hombres. Cuando debemos comparecer ante los magistrados por asuntos que conciernen a otros (pues nosotros nunca nos metemos en procesos), decimos la verdad únicamente, un sí o un no, mientras que muchos cristianos cometen perjurio sobre los Evangelios. No vamos nunca a la guerra, no porque temamos a la muerte, ya que, al contrario, bendecimos el momento que nos une al Señor de los seres, sino porque no somos ni lobos, ni tigres, ni dogos, sino hombres cristianos. Nuestro Dios, que nos ha ordenado amar a nuestros enemigos y sufrir en silencio, no quiere que crucemos los mares para estrangular a nuestros hermanos tan sólo porque unos verdugos vestidos de rojo, con gorros de dos pies de altura, enrolan a los ciudadanos haciendo ruido con dos palitos que golpean una piel de asno tirante. Cuando tras una victoria de las armas Londres entera resplandece iluminada; cuando el cielo brilla con los fuegos de artificio; cuando los aires resuenan con el ruido de las acciones de gracias, de las campanas, de los órganos, de los cañones, nosotros nos lamentamos en silencio por esas muertes que causan el público regocijo.»
 
     [El texto pertenece a la edición en español de Alba Libros, 1998, pp. 26-29. ISBN: 84-89592-46-2.]
  

domingo, 27 de septiembre de 2020

Novelas amorosas y ejemplares.- María de Zayas (1590-1661)




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Novela tercera: El castigo de la miseria

  «A servir a un grande desta Corte vino de un lugar de Navarra un hidalgo, tan alto de pensamientos como humilde de bienes de fortuna, pues no le concedió esta madrastra de los nacidos más riqueza que una pobre cama, en la cual se recogía a dormir y se sentaba a comer este mozo, a quien llamaremos don Marcos, y un padre viejo, y tanto que sus años le servían de renta para sustentarse, pues con ellos enternecía los más empedernidos corazones. Era don Marcos, cuando vino a este honroso entretenimiento, de doce años, habiendo casi los mismos que perdió a su madre de un repentino dolor de costado, y mereció en casa deste Príncipe la plaza de paje, y con ella los usados atributos de, picardía, porquería, sarna y miseria. Y aunque don Marcos se graduó en todas, en esta última echó el resto, condenándose él mismo de su voluntad a la mayor lacería que pudo padecer un padre del yermo, gastando los dieciocho cuartos que le daban con tanta moderación que, si podía, aunque fuese a costa de su estómago y de la comida de sus compañeros, procuraba que no se disminuyesen, o ya que algo gastase, no de suerte que se viese mucho su falta.
 Era don Marcos de mediana estatura, y con la sutileza de la comida, se vino a transformar de hombre en espárrago. Cuando sacaba de mal año su vientre, era el día que le tocaba servir la mesa de su amo, porque quitaba de trabajo a los mozos de plata, llevándoles la que caía en sus manos más limpia que ellos la habían puesto en la mesa, proveyendo sus faltriqueras de todo aquello que sin peligro se podía guardar para otro día.
 Con esta miseria pasó la niñez, acompañando a su dueño en muchas ocasiones, dentro y fuera de España, donde tuvo principales cargos. Vino a merecer don Marcos pasar de paje a gentilhombre, haciendo en esto su amo en él lo que no hizo el cielo. Trocó pues los dieciocho cuartos por cinco reales y tantos maravedís; pero ni mudó de vida, ni alargó la ración a su cuerpo, antes, como tenía más obligaciones, iba dando más nudos a su bolsa. Jamás se encendió en su casa luz, y si alguna vez se hacía esta fiesta, era el que le concedía su diligencia y el descuido del repostero algún cabo de vela, el cual iba gastando con tanta cordura, que desde la calle se iba desnudando, y en llegando a casa dexaba caer los vestidos, y al punto le daba la muerte. Cuando se levantaba por la mañana tomaba un jarro que tenía sin asa, y se salía a la puerta de la calle, esperando los aguadores, y al primero que vía, le pedía remediase su necesidad, y esto le duraba dos o tres días, porque lo gastaba con mucha estrecheza. Luego se llegaba donde jugaban los muchachos y, por un cuarto llevaba uno que le hacía la cama y barría el aposento; y si tenía criado, se concertaba con él, que no le había de dar ración más de dos cuartos, y un pedazo de estera en que dormir. Y cuando estas cosas le faltaban llevaba un pícaro de cocina que lo hacía todo, y le vertiese una extraordinaria vasija en que hacía las inexcusables necesidades; era del modo de un arcaduz de noria, porque había sido en un tiempo jarro de miel, que hasta en verter sus excrementos guardó la regla de la observancia. Su comida era un panecillo de un cuarto, media libra de vaca, un cuarto de zarandajas, y otro que daba al cocinero, porque tuviese cuidado de guisarlo limpiamente, y esto no era cada día, sino sólo los feriados, que lo ordinario era un cuarto de pan y otro de queso. Entraba en el estado donde comían sus compañeros, y llegaba al primero y le decía:
 -Buena debe de estar la olla, que da un olor que consuela. En verdad que la he de probar.
 Y diciendo y haciendo sacaba una presa; y desta suerte daba la vuelta de uno en uno a todos los platos; que hubo día que en viéndole venir, el que podía se comía de un bocado lo que tenía delante, y el que no ponía la mano sobre su plato.
 Con el que tenía más amistad era con un gentilhombre de casa, que estaba aguardando verle entrar a comer o cenar, y luego con su pan y queso en la mano, entraba diciendo:
 -Por cenar en conversación os vengo a cansar.
 Y con esto se sentaba en  mesa y alcanzaba de lo que había.
 Vino en su vida lo compró, aunque lo bebía algunas veces, en esta forma: poníase a la puerta de la calle, y como iban pasando las mozas y muchachos con el vino, les pedía en cortesía se lo dexasen probar, obligándoles lo mismo a hacerlo. Si la moza o muchacho eran agradables les pedía licencia para otro traguillo. Viniendo a Madrid en una mula y con un mozo, que, por venir en su compañía, se había aplicado a servirle por ahorrar de gasto, le envió en un lugar por un cuarto de vino, y mientras que fue el mozo por él, se puso a caballo y se partió, obligando al mozo a venir pidiendo limosna. Jamás en las posadas le faltó algún pariente que haciéndose gorra con él, le ahorraba de la comida. Vez hubo que dio a su mula la paja del xergón que tenía en la cama, todo a fin de no gastar.
Resultado de imagen de novelas amorosas y ejemplares de maria de zayas Varios cuentos se decían de don Marcos, con que su amo y sus amigos pasaban tiempo y alegraban sus corazones, tanto que ya era conocido en toda la Corte, por el hombre más reglado de los que se conocían en el mundo; porque guardaba castidad, que decía él, que en costando dineros, no hay mujer hermosa, y en siendo de balde no la hay fea, y mucho más si contribuía para cuellos y lienzos, presentes de mujeres aseadas.
 Vino don Marcos desta suerte, cuando llegó a los treinta años, pues vino a juntar, a costa de su opinión y hurtándoselo a su cuerpo, seis mil ducados, los cuales se tenía siempre consigo, porque temía mucho las retiradas de los ginoveses; pues cuando más descuidado ven a un hombre, le dan manotada como zorro. Y como don Marcos no tenía fama de jugador, ni amancebado, cada día se le ofrecían varias ocasiones de casarse, aunque él lo regateaba, temiendo algún mal suceso. Parecíales a las señoras que lo deseaban para marido más falta ser gastador que guardoso, que con este nombre calificaron su miseria.»
 
   [El texto pertenece a la edición en español de Ediciones Orbis, 1983, en edición de José Luis López de Zubiria, pp. 84-86. ISBN: 84-7530-443-5.]