El macho salvaje
«Si prescindimos de la concepción y de la especialización sexual relacionada, la asignación de roles sociales en base al sexo no se deriva automáticamente de las diferencias biológicas entre hombre y mujer. Si sólo conociéramos los hechos de la biología y anatomía humanas, no podríamos predecir que las hembras fueran el sexo socialmente subordinado. La especie humana es única en el reino animal, ya que no hay correspondencia entre su dotación anatómica hereditaria y sus medios de subsistencia y defensa. Somos la especie más peligrosa del mundo no porque tengamos los dientes más grandes, las garras más afiladas, los aguijones más venenosos o la piel más gruesa, sino porque sabemos cómo proveernos de instrumentos y armas mortíferas que cumplen las funciones de dientes, garras, aguijones y piel con más eficacia que cualquier simple mecanismo anatómico. Nuestra forma principal de adaptación biológica es la cultura, no la anatomía. No cabe esperar que los hombres dominen a las mujeres por el mero hecho de ser más altos y más fuertes, más de lo que cabe esperar que la especie humana sea gobernada por el ganado vacuno o los caballos, animales cuya diferencia de peso con respecto al marido corriente es treinta veces superior a la existente entre éste y su esposa. En las sociedades humanas, el dominio sexual no depende de qué sexo alcanza un mayor tamaño o es innatamente más agresivo, sino de qué sexo controla la tecnología de la defensa y de la agresión.
Si sólo conociera la anatomía y capacidades culturales de los hombres y de las mujeres, me inclinaría a pensar que serían las mujeres, y no los hombres, quienes controlarían la tecnología de la defensa y de la agresión y que si un sexo tuviera que subordinarse a otro, sería la hembra quien dominaría al varón. Aunque quedaría impresionado por el dimorfismo físico -mayor altura, peso y fuerza de los varones- en especial en relación con las armas que se manejan con la mano, todavía me causaría mayor asombro algo que las hembras tienen y que los hombres no pueden conseguir, a saber, el control del nacimiento, el cuidado y la alimentación de los niños. En otras palabras, las mujeres controlan la crianza, y gracias a ello pueden modificar potencialmente cualquier estilo de vida que las amenace. Cae dentro de su poder de negligencia selectiva el producir una proporción entre los sexos que favorezca mucho más a las hembras que a los varones. También tienen el poder de sabotear la "masculinidad" de los varones, recompensando a los chicos por ser pasivos en vez de agresivos. Cabría esperar que las mujeres centraran sus esfuerzos en criar hembras solidarias y agresivas en vez de varones y, por añadidura, que los pocos supervivientes masculinos de cada generación fueran tímidos, obedientes, trabajadores y agradecidos por los favores sexuales. Predeciría que las mujeres monopolizarían la dirección de los grupos locales, serían responsables de las relaciones chamánicas con lo sobrenatural y que Dios sería llamado ELLA. Finalmente, esperaría que la forma de matrimonio ideal y más prestigioso sería la poliandria, en la cual una sola mujer controla los servicios sexuales y económicos de varios hombres.
Algunos teóricos que vivieron en el siglo XIX postularon en realidad este tipo de sistemas sociales dominados por las mujeres como la condición primordial de la humanidad. Por ejemplo, Friedrich Engels, quien tomó sus ideas del antropólogo americano Lewis Henry Morgan, creía que las sociedades modernas habían pasado por una fase de matriarcado en la cual la filiación se trazaba exclusivamente por la línea femenina y en la que las mujeres dominaban políticamente a los hombres. En la actualidad, muchos movimientos de liberación de la mujer continúan creyendo en este mito y en sus consecuencias. Probablemente, los varones subordinados rechazaron y derrocaron a las matriarcas, les arrebataron sus armas y, desde entonces, han estado conspirando para explotar y degradar al sexo femenino. Algunas mujeres que admiten este tipo de análisis arguyen que sólo una contraconspiración militante, equivalente a una especie de guerra de guerrillas entre los sexos, podría instaurar el equilibrio entre el poder y la autoridad masculinos y femeninos.
Hay un planteamiento incorrecto en esta teoría: nadie ha podido demostrar jamás un solo caso que fuera representativo del verdadero matriarcado. La única evidencia para esta fase, prescindiendo de los antiguos mitos de las amazonas, es que aproximadamente de un 10 a un 15% de las sociedades del mundo trazan el parentesco y la filiación exclusivamente a través de las hembras. Pero el cálculo de la filiación a través de las hembras es la matrilinealidad, no el matriarcado. Aunque la posición de la mujer en los grupos de parentesco matrilineales tiende a ser relativamente buena, faltan los rasgos principales del matriarcado. Son los varones, en definitiva, quienes dominan la vida económica, civil y religiosa y quienes gozan del acceso privilegiado a varias esposas a la vez. Si el padre no es la principal autoridad dentro de la familia, tampoco lo es la madre. La figura autoritaria en las familias matrilineales es otro varón: el hermano de la madre (o el hermano de la madre de la madre o bien el hijo de la hermana de la madre de la madre).
El predominio de la guerra acaba con la lógica que constituye la premisa de la predicción del matriarcado. Las mujeres están capacitadas teóricamente para resistir e, incluso, subyugar a los varones a los que ellas mismas han alimentado y socializado; pero los varones criados en otra aldea o tribu presentan un tipo diferente de desafío. Tan pronto como los varones empiezan, por la razón que sea, a llevar el peso del conflicto intergrupal, las mujeres no tienen otra opción que criar el mayor número posible de varones feroces.
La supremacía del varón es un caso de "realimentación positiva" o de lo que se ha llamado "amplificación de la desviación": el proceso que se produce cuando las instalaciones de micrófonos y altavoces recogen y reamplifican sus propias señales, produciendo chirridos que parecen taladrar la cabeza. Cuanto más feroces son los varones, mayor es el número de guerras emprendidas y mayor la necesidad de los mismos. Asimismo, cuanto más feroces son los varones, mayor es su agresividad sexual, mayor la explotación de las hembras y mayor la incidencia de la poliginia, el control que ejerce un solo hombre sobre varias esposas. A su vez, la poliginia agrava el déficit de mujeres, aumenta nivel de frustración entre los varones jóvenes e incrementa la motivación para ir a la guerra. La amplificación alcanza un clímax intolerable; se desprecia y se mata en la infancia a las mujeres, lo que obliga a los hombres a emprender la guerra para capturar esposas y poder criar así un mayor número de hombres agresivos.
Para comprender la relación entre machismo y guerra es mejor que examinemos los estilos de vida de un grupo específico de sexistas militares primitivos. He elegido a los yanomamo, un grupo tribal de unos 10.000 amerindios que habita la frontera entre Brasil y Venezuela.»
[El texto pertenece a la edición en español de Alianza Editorial, 1992, en traducción de Juan Oliver Sánchez Fernández. ISBN: 84-206-1755-5.]
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