Encuentro con un moribundo
«En la primera cama, un muchacho de extraordinaria belleza: moreno, ojos centelleantes, exótico como un cabecilla beduino. Me entero, atónito, de que pertenece a una excelente familia vienesa, y de que se doctoró en Medicina con sobresaliente, ocho días atrás; hace tan sólo tres, se declaró en él la esquizofrenia. A nuestra pregunta de por qué está allí, se encoge de hombros satisfecho; no tiene ni la menor idea de lo que se pretende de él, de por qué se le ha encerrado en una jaula como un perro rabioso, de si debe trabajar, abrir su consultorio. ¿O es que no le creo? Que mire aquí. Y, como un leopardo que se dispone a saltar, se incorpora en la cama, abre su bata orgullosamente y descubre a nuestros ojos un desnudo cuerpo varonil de ideal perfección. Yo doy un paso atrás, instintivamente, pero mi mujer no se mueve; asiente con comprensión médica. Al llegar ante la siguiente cama, miro de reojo hacia la primera; Herr Doktor está sentado, con aire indolente, tranquilo; luego intenta cogerse el dedo pulgar. Exactamente tal como uno se suele figurar a los locos.
En esta otra cama, el risueño anciano, con sus mejillas sonrosadas y su expresión optimista, con su barba canosa, podría ser una ilustración del cuento de Tolstói sobre las tres vírgenes tontas en la isla. Mira a su alrededor con una mirada azul y serena. Escucha con la sonrisa en los labios su diagnóstico: dementia senilis, etc; asegura que habla a menudo con Dios. Él mismo confirma inmediatamente tal cosa; levantándose con el brazo tendido, casi en actitud de firmes, dirige la vista hacia el cielo, se queda atento y luego se pone a murmurar; hace una pausa, vuelve a prestar atención y vuelve a murmurar. Contesta a "la voz"; a veces se nota el esfuerzo que hace para comprender exactamente, aguzando el oído y asintiendo con la cabeza. Con voz temblorosa, pero muy afable, responde a nuestras preguntas, asegurando que está perfectamente bien; sólo se lamenta de no oír mejor, pues a veces no entiende con claridad las palabras del Señor; pero el Señor es bondadoso y habla un poco más fuerte.
El siguiente es un asesino en período de observación. Desde hace dos semanas no come, lo alimentan artificialmente. Se aparta desconfiado. Todo su cuerpo tiembla. Evidentemente está loco; en el terrible caos que devasta su alma palpita una sola decisión: no comer, no comer, morirse de hambre. Con este castigo que se impone a sí mismo, tal vez llegará a librarse de la justicia de los hombres.
Otro paciente: un niño proletario de seis años; la enfermera no sabe por qué está aquí; parece ser que en su sección ya no quedaba ninguna cama libre, pero por la tarde vendrán a buscarlo. Es tímido, pero parece de buen humor; el ambiente en que se halla no le inquieta en absoluto; está jugando, absorto, con un trapo anudado. Cabizbajo, pero con decisión, afirma que el trapo es un caballo mecánico que se mueve con un motor y que en su casa hay muchos como éste, dispersos por la habitación. Además, en su casa existe, por lo que dice, un universo mágico harto especial: él y sus familiares beben ininterrumpidamente jarabe de frambuesas; los helados ocupan enormes tarros; los muebles, que son de chocolate, los cambian cada día. Es fácil darse cuenta de que ni por casualidad dirá una verdad; habla hasta mientras duerme e incluso entonces miente. Es preciso vigilarle porque siempre comete pequeños hurtos.
De repente, me siento lleno de inquietud; preferiría estar ya fuera. He visitado muchos manicomios en mi vida y, por primera vez, en éste tengo miedo. […] respiro aliviado cuando salimos de la sala.
En el pasillo, el olor del antiséptico que usan para limpiar es penetrante; paredes desnudas, pasos que resuenan tristemente. Pasamos a la sección de neurología, donde veo durante un instante al profesor Pötzl: un hombre alto y corpulento, de una amabilidad exagerada, casi torpe, y que habla con zalamería, con los labios un poco apretados. En la sala hay muy pocas camas ocupadas y los enfermos en cuestión yacen todos apáticamente; nadie tiene ningún deseo especial.
Las hojas de observación fijadas en cada cama explican muy detalladamente el "caso"; esas hojas, con su jerga latina, hacen pensar en las plaquitas colocadas en el suelo, o en los barrotes de jaulas, que designan flora y fauna en los parques zoológicos y en los jardines botánicos.
"Actinomicosis", leo en una de ellas. Es una enfermedad muy rara. Por un conducto desconocido, se introducen en el organismo ciertos hongos u otras vegetaciones consistentes, semejantes a los minúsculos ganchos puntiagudos de las espigas de trigo. Si llegan a la garganta no es posible escupirlos; se adhieren a la mucosa, se deslizan incesantemente y avanzan hacia abajo. Esos hongos se distribuyen por todo el cuerpo; una parte penetra en el cerebro, forma nódulos, provoca alteraciones inimaginables y, por fin, causa curiosísimas "transferencias". El enfermo que tenemos delante está ya en una fase muy avanzada. La pierna izquierda, desplazada, cuelga paralizada, adelgazada hasta el hueso; su boca temblorosa, babea. Se queja en un susurro apenas audible; habla de dolores insoportables; suplica que le den morfina.
Hay otro caso, aún más terrible que éste: cisticercosis, gusano cerebral, una variante de la tenia, que penetra en el sistema nervioso, donde anida y se reproduce. La cabeza del enfermo parece una manzana agusanada, arrugada, seca, precozmente madura. En su frente, compresas frías; los ojos cerrados; por sus labios resecos y la nariz se advierte que no duerme, sufre.
El siguiente es un fenómeno: "Acromegalia, hipertrofia del crecimiento". Una pequeña glándula cuelga en la parte inferior del cerebro, el cerebelo. La enfermedad que le aqueja consiste en una desenfrenada y excesiva actividad de las células; la glándula hace crecer los miembros más de la cuenta, con el mismo ritmo que si se tratara de bebés. Este enfermo tiene la barbilla grande como un panecillo; una de sus piernas es dos veces mayor que la otra, dimensión que alcanzó en pocas semanas. El paciente mantiene un silencio serio, nos mira modesta y atentamente, en flagrante contradicción con el delirio de grandeza de su cuerpo.
Mi mujer me está llamando con impaciencia, ya está cerca de la puerta y yo sigo todavía delante de la cama, como si hubiera echado raíces. ¿Qué me pasa? […]
En este mismo instante, como un relámpago, brota la idea: lo sé. […] Me dirijo a mi mujer con un gesto de satisfacción, como quien se está burlando y vanagloriando, simulando ligereza:
-Aranka, yo padezco de un tumor cerebral.
-Anda, deja de decir estupideces, ¿no te da vergüenza? Eres tan tonto como un estudiante de medicina de primer año.»
[El texto pertenece a la edición en español de Círculo de Lectores, 2007, en traducción de F. Oliver Brachfeld. ISBN: 978-84-8109-685-9.]
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