martes, 15 de septiembre de 2020

El Libro de las cosas nunca vistas.- Michel Faber (1960)

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10.- El día más feliz de mi vida

  «La felicidad era algo tan difícil de localizar... Era como una polilla camuflada que podía o no esconderse en el bosque que tenemos delante, o que tal vez hubiese salido volando. Una mujer joven, recién llegada a Cristo, le había dicho una vez: "Si me hubieras visto hace un año, de borrachera con mis colegas, éramos tan felices, nos partíamos de risa, nunca dejábamos de reír, la gente se daba la vuelta para ver qué era tan gracioso, querían pasárselo tan bien como nosotros, íbamos a tope, yo estaba pletórica, pero, por debajo, pensaba sin parar: Dios, ayúdame, no puedo con esta puta soledad, no puedo con esta puta tristeza, ojalá estuviese muerta, no aguanto esta vida ni un minuto más, ¿entiendes a qué me refiero?". Y luego estaba Ian Dewar, siempre despotricando de sus tiempos en el ejército, quejándose de los tacaños y los contables cicateros que les quitaban a los soldados los suministros básicos, "cómprate tú los prismáticos, colega, aquí tienes un chaleco de fragmentación por cada dos tíos, y si te salta un pie por los aires, tómate dos pastillitas de éstas, porque no tenemos morfina para darte". Después de quince minutos escuchando una de estas diatribas, consciente de que había otra gente esperando pacientemente para hablar con él, Peter lo había interrumpido: "Ian, perdóname, pero no hace falta que sigas dándole vueltas a esas cosas. Dios estaba allí. Estaba allí contigo. Vio lo que pasaba. Lo vio todo". Ian se había derrumbado, sollozando y le había dicho que lo sabía, que lo sabía, y que era por eso por lo que, por debajo de todo, por debajo de las quejas y la rabia, era feliz, sinceramente feliz.
 Y luego estaba Beatrice, el día que le pidió que se casara con él, un día en el que todo lo imaginable había salido mal. Se declaró a las 10,30 de la mañana, con un calor sofocante, delante de un cajero automático de la calle mayor, cuando se disponían a comprar algo de comida en el supermercado. A lo mejor debería haberse arrodillado, porque el "Sí, venga" de ella había sonado vacilante y poco romántico, como si no considerara su proposición de matrimonio nada más que una solución pragmática al inconveniente de los alquileres altos. Entonces el cajero se tragó su tarjeta de débito y ella tuvo que entrar en el banco a solucionarlo, lo que supuso hablar con el director de la oficina y un lamentable episodio en el que la interrogaron durante media hora como si fuese una impostora intentando defraudar a otra Beatrice a la que había robado la tarjeta. Esta humillación terminó con Bea liquidando su relación con el banco con furia justificada. Luego fueron a comprar, pero apenas se podían permitir la mitad de cosas de la lista, y cuando salieron al aparcamiento descubrieron que un gamberro había rascado una tosca esvástica en la pintura del coche. Si hubiese sido cualquier otra cosa en lugar de una esvástica -un pene caricaturesco, una palabrota, cualquier cosa- seguramente habrían aprendido a vivir con ello, pero eso no había más remedio que arreglarlo y les iba a costar un dineral.
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 Y así siguió el día: el teléfono de Bea se quedó sin batería y se apagó, el primer taller al que fueron estaba cerrado; el segundo no tenía ni un solo hueco y no estaban interesados; un plátano que intentaron comer a la hora del almuerzo estaba podrido por dentro; una tira estropeada del zapato de Bea se rompió, por lo que andaba coja; el motor del coche empezó a hacer un ruido misterioso; un tercer taller les dio la mala noticia de lo que iba a costar una nueva capa de esmalte, y les señaló además que tenían el tubo de escape oxidado. Al final, tardaron tanto en volver al piso de Bea que las carísimas chuletas de cordero que habían comprado se estropearon por culpa del calor. Aquello, para Peter, fue la gota que colmó el vaso. La rabia corrió por su sistema nervioso; agarró la bandeja y se dispuso a tirarla al cubo de la basura, tirarla con una fuerza brutalmente excesiva, para castigar a la carne por ser tan vulnerable a la descomposición. Pero no era él quien la había pagado y consiguió -por poco- controlarse. Guardó la comida en la nevera, se mojó la cara con agua y fue a buscar a Bea.
 La encontró en el balcón, mirando abajo, al muro de ladrillos que rodeaba su bloque de pisos, un muro coronado con alambre de espino y púas de cristal roto. Tenía las mejillas mojadas.
 -Lo siento -dijo él.
 Ella buscó con torpeza su mano, y sus dedos se entrelazaron.
 -Estoy llorando porque soy feliz -explicó ella, y el sol se dejó ocultar por las nubes, el aire se hizo más templado y una brisa suave acarició sus cabellos-. Hoy es el día más feliz de mi vida.»

    [El texto pertenece a la edición en español de Editorial Anagrama, 2016, en traducción de Inga Pellisa. ISBN: 978-84-339-7944-5.]

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