sábado, 19 de septiembre de 2020

Pablo y Virginia.- Marcel Mithois (1922-2012)

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Capítulo  XVIII: La sorprendente sorpresa del "jefe"

  «Había poca gente en París a la que debiéramos a la vez dos invitaciones a cenar y cinco millones.  Los Baux de Ruche tenían el feliz privilegio de ser de éstos. Me diréis que Seraphin Baux de Ruche, por ser mi banquero, tenía más vocación a prestarme dinero que a pedírmelo. Pero, en fin de cuentas, nada le obligaba además a invitarnos dos veces a "Maxim's".
 Nada le obligaba a interrumpirme cada vez que, tras las primeras bocanadas de nuestros cigarros, me creía obligado a farfullar: "No me olvido, querido señor, que hace ya seis meses hubiera debido devolverle..." Me atajaba. Yo no insistía. Soy lo bastante bien educado: cuando me dicen que me calle, me callo.
 Pero, aun persistiendo en callarme, había que tener un gesto. Ese gesto, desde hacía seis meses vacilábamos en tenerlo, aplazando siempre para el día siguiente el momento de devolver una parte de sus amabilidades a los Baux de Ruche. Destilan, en efecto, un aburrimiento tan distinguido y tan considerable que cada vez que estamos con ellos Virginia y yo sufrimos un martirio a fuerza de reprimir bostezos en cadena. Tras su segunda cena, la demasiado sutil Virginia decretó:
 -¡Estamos en paz! Hace cinco horas en total que les hacemos compañía. Con ellos uno se aburre a razón de un millón por cada hora. Esto salda la cuenta.
 Para los Baux de Ruche eso no debía saldar la cuenta. Las vacaciones vivificantes habían transcurrido entre sus agobiantes veladas. Revigorizados, ahítos de glóbulos rojos, no teníamos en verdad ninguna excusa para recular.
 -Esta misma semana -le dije resueltamente a Virginia-, hay que invitar a nuestros banqueros. Más tarde será demasiado tarde. Habremos perdido todo el beneficio del cambio de aires y ya no tendremos la resistencia necesaria. Voy a fijarles una cita en un restaurante decente...
 -¡Estás completamente loco! ¿Un restaurante? ¡Para hacerles creer que nos gastamos el dinero que les debemos! Ni hablar. Les recibiremos en casa. Será una cena sencilla, pero íntima y muy simpática...
 -¡Simpática! -grité-. ¡Simpática con Maria Nade!
 Madame María Nade es una señora encantadora, pero de bastante edad, que trabaja -dice ella- en casa hace quince días como criada. Se toma la vida por el lado bueno. La suya, se entiende. No la nuestra. Pero, ¿quién podría censurar a una mujer de edad tan venerable que no se muestre más altruísta?
 -No te preocupes. Todo saldrá perfecto -prometió Virginia-, por la sencilla razón de que yo me ocuparé de todo: desde la compra hasta la cocina...
 Debí haber mirado a Virginia con la misma zozobra que si ella me hubiese anunciado: "Mañana por la noche canto Tosca en la Scala de Milán y en italiano".
 -¿Tú? -exclamé plañideramente-. Pobre cariño mío, no has hecho jamás una cosa ni otra. ¿Crees que es razonable escoger por cobayos a personas a quienes debemos dinero?
 -No soy más tonta que otra cualquiera. La compra: basta con escoger y comprar. En cuanto a la cocina, hay libros muy bien escritos sobre la cuestión. Lo que más me inquieta es el ambiente. Habría que invitar a un matrimonio dinámico y charlatán, pues no me siento con valor de sostener además la conversación durante tres horas. ¿Se te ocurre alguien?
 -Bijou.
 -¿Qué Bijou?
 -Un periodista amigo mío: Rafael Bijou. No le visto nunca permanecer callado más tiempo del que se necesita para encender un cigarrillo. Además, todo lo sabe, o cree saberlo. No se puede nombrar delante de él "Berlín", pongo por ejemplo, sin que en seguida empalme: "No hay dos soluciones, sólo existe una...", o "¡Qué calor!, sin que empiece: "Cuando estaba en el Gabón, en 1957, el barómetro..." Esto sucede con todos los temas, y dura una hora cada vez.
 -Ese es el hombre que necesitamos -dijo Virginia-. Invítale a comer con su mujer, si es casado.
 Lo era. Invité, pues, a los Bijou y a los Baux de Ruche, y la cena quedó fijada para el sábado.
 Desde el amanecer del viernes comenzó Virginia a atarearse. Y yo a angustiarme. ¡Oh!, angustia simplemente. Si yo supiese leer el porvenir, mi zozobra habría sido más punzante todavía. Virginia, totalmente entregada a la gestación de su obra maestra, deambulaba por el piso, hojeaba libros, diccionarios; salía y regresaba apretándose la frente, con la mirada extraviada hacia cumbres imaginarias, como si fuese a parir la cúpula de la Sixtina. Tras largas meditaciones, nuestro Miguel Ángel del fogón consistió en participarme el genial boceto de su menú: soufflé de queso, pollo al curry, arroz a la india, ensalada de frutas.
 -En tu lugar -propuse con la esperanza de minimizar los riesgos-, reemplazaría el soufflé por melones, el curry por pollos fríos y el arroz por ensalada rusa.
 Virginia se burló:
 -Tienes miedo. Confiésalo. No seas poltrón. Pues bien, vas a ver que puedo ser, cuando quiero, una perfecta mujercita de su casa. Se chuparán los dedos. Créeme. Se hablará mucho de mi cena...
 Tenía razón. Cuatro personas hablaron mucho tiempo: los Baux de Ruche y los Bijou. Prefiero hablar poco de ello. Lo preciso para daros una idea de aquel festín... Iba a decir cínicamente "para abriros el apetito". Así, pues, el viernes fue consagrado a las compras de Virginia; vuelta matutina por las Halles, visitas a las tiendas de hortalizas, de vinos, a las mantequerías... El sábado, al entrar en la cocina, encontré a Virginia sentada ante cuatro gruesos tomos cuyas páginas volvía febrilmente.
 -Hice bien -me dijo- en comprar varios. Para el mismo plato, la receta de cada libro es diferente. Por lo demás, ninguna me parece perfecta. Creo que escogeré de cada una los consejos que me parezcan mejores...
 Esperando un apoyo de mi parte, María Nade se atrevió a insinuar tímidamente:
 -Le juro, señora, que para hacer cocer el arroz hace falta agua. Lea, lea bien hasta el final...
 Virginia palideció como si le hubiesen echado en plena cara su edad.
 -Una vez por todas, mi querida María, le pido que no ponga su grano de sal en mi cocina. Soy lo bastante mayor para preparar sola una cena. Sus estúpidos consejos no hacen sino embarullar mis ideas...
 Entonces, tras haberme lanzado una mirada que quería decir: "Después de todo, no estoy en la tierra para impedir que la gente se suicide", María Nade de Aubervilliers se sentó confortablemente, cogió un calendario de Correos y se puso a abanicarse con el desdén de una gran dama española.»
 
  [El texto pertenece a la edición en español de Plaza & Janés Editores, 1964, en traducción de Domingo Pruna. Depósito legal: B.18.001-64.] 

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