Las categorías de lo feo, lo bello y la técnica
La categoría de lo feo
«Es un lugar común que el arte no se agota en el concepto de lo bello, sino que, para llegar a la plenitud, necesita de lo feo como negación suya. Pero con esto no se ha suprimido la categoría de lo feo como regla de lo prohibido. Esta prohibición no se refiere sólo al quebranto de las reglas generales, sino a las del acierto inmanente. Su universalidad es lo mismo que el primado de lo singular: nada debe haber que no sea específico. La prohibición de lo feo se convierte en prohibición de todo lo no formado hic e nunc, de lo no proporcionado del estado bruto. El término técnico de su recepción por el arte es el de disonancia, pero la estética tanto como la actitud ingenua lo llaman sencillamente lo feo. Sea de esto lo que sea, lo cierto es que constituye, o puede constituir, uno de los momentos del arte. Rosenkranz, discípulo de Hegel, tiene una obra titulada Estética de lo feo. Tanto el arte arcaico como el tradicional, desde los faunos y silenos del helenismo, abundan en representaciones de lo que se considera feo. El peso de este elemento ha crecido tanto en el arte moderno que se ha convertido en una cualidad nueva. La estética tradicional contrapone este elemento a la dominante ley de la forma que lo integra y lo hace entrar en la obra de arte por causa de la libertad subjetiva y cualquiera que sea la materia de que se trate. Estas materias serían bellas en un sentido superior: bien por su cometido en la composición de la obra, bien porque producen un equilibrio dinámico. Es que, según Hegel, la belleza reside no sólo en un resultado equilibrado, sino también en la tensión misma que lo hace madurar. Una armonía resultante que negase esa tensión que late en ella es perturbadora, falsa, o si se quiere, disonante. Pero modernamente se protesta contra esta armonía que se supone en lo feo y así aparece algo cualitativamente nuevo. Los horrores anatómicos de Rimbaud y Benn, lo físicamente repugnante en Beckett o los rasgos escatológicos de algunos dramas contemporáneos nada tienen que ver con los campesinos de los cuadros holandeses del siglo XVII. Ha pasado ya esa soberbia del arte que creía poder integrar en sí mismo, de forma elevada, el placer anal; la ley de la forma capitula impotente ante lo feo. La razón es que la categoría de lo feo es absolutamente dinámica y necesaria, lo mismo que la de su opuesto, la de lo bello. Ambas se ríen de los intentos de fijarlas en definiciones, como hace cualquier estética, a cuyas normas, aunque sólo fuera indirectamente, tuvieran que obedecer. Juzgar que un paisaje asolado por una instalación industrial o un rostro deformado en pintura es sencillamente feo, puede ser la respuesta espontánea a tales fenómenos, pero carece de esa evidencia que cree poseer. Aún no se ha explicado satisfactoriamente la impresión de fealdad que producen la técnica y la industria, y no es imposible que esta impresión pudiera seguir existiendo en esas formas funcionales puras y estéticamente integradas de las que habla Adolf Loos. Lo que aquí opera es un principio de violencia, de destrucción. Los objetivos previstos son irreconciliables con el lenguaje de la naturaleza, por muchas mediaciones que ésta ofrezca. La violencia que la técnica ejerce sobre la naturaleza no sólo se ve reflejada por la representación sino que alta inmediatamente a los ojos. Esta situación podría cambiar si las fuerzas productivas cambiasen también, no sólo de objetivos, sino de relación con la naturaleza, a la que ahora se trata de tecnificar. Tras haber acabado con las necesidades inmediatas, las fuerzas de producción podrían orientarse hacia otras metas distintas del mero aumento cuantitativo de la producción. Hay ya indicios de este cambio en esas casas funcionales que adoptan sin embargo formas y líneas campestres, y también en esa selección de los materiales con que se construyen tomándolos del entorno y adaptándose a él, como sucede en muchos castillos y palacios. La llamada paisajística puede ser un bello esquema de esta posibilidad. Una racionalidad que se apropiase tales motivos serviría para cerrar las heridas de la racionalidad.
Hasta en la sentencia simplista que dicta la conciencia burguesa contra la fealdad del paisaje destrozado por la industria existe una callada conformidad con que se domine la naturaleza donde ésta presente al hombre un rostro indómito. Esos destrozos llevan en su interior la ideología del dominio, pero su fealdad desaparecería cuando la relación de los hombres con la naturaleza dejara de tener ese carácter represivo, que es consecuencia de la opresión de los hombres, y no lo contrario. En un mundo asolado por la técnica, el potencial para el cambio está en una técnica que se hiciera específica, no en los esclavos que aquella técnica ha producido. Nada hay tan sencillamente feo que no pudiera perder esa su fealdad por su inclusión valiosa en una obra no hecha con gusto culinario. Lo que figura como feo es ante todo lo pasado históricamente, rechazado por el arte en busca de su autonomía y convertido así en una realidad mediatizada. El concepto de lo feo podría haber nacido al elevarse el arte de su fase arcaica, y nos señala ese permanente retorno tan propio suyo, retorno implicado en la dialéctica del entendimiento. La arcaica fealdad de esos amenazadores ídolos de los caníbales tenían su contenido, eran la imitación del miedo que nacía en ellos como un pecado. Al hacer desaparecer el sujeto adulto ese miedo mítico, vacía de contenido esos rasgos antes penetrados por el tabú: son, pues, feos comparados con la actitud de reconciliación introducida en el mundo por el sujeto adulto y su libertad viviente. Pero los viejos espantajos siguen existiendo en la historia, que no acepta la libertad y en la que el sujeto, como agente de esclavización, continúa imponiendo prohibiciones míticas contra las que sin embargo se rebela y bajo las que existe. La frase de Nietzsche de que todas las cosas buenas fueron amargas alguna vez, la idea de Schelling de lo que fue fecundo en los comienzos pudieron extraerse de sus experiencias estéticas. Cualquier contenido hundido y renacido de nuevo puede ser imaginativa y formalmente sublimado. La belleza no es el puro comienzo platónico sino algo que ha llegado a ser por la renuncia a lo que en otro tiempo se temía, y nace, en la etapa final, de la contemplación retrospectiva de su oposición a lo feo. Belleza es prohibición de prohibición, que le viene por vía de herencia. El sujeto subsume bajo la categoría abstracta y formal de lo feo cuanto condena en arte, lo sexual polimorfo y la violencia desordenada y mortal: de ahí el polimorfismo de la fealdad. Por su concepto mismo, el arte no sería nada si no apareciese lo antitéticamente contrapuesto a lo que en él mismo se hace presente de nuevo; si no existiera esa negatividad que corroe sus momentos más espiritualizados, esa antítesis de lo bello que fue antes su propia antítesis. En la historia del arte, la dialéctica de lo feo incluye en sí misma la categoría de lo bello. Desde este punto de vista, podemos llamar cursi a lo bello en cuanto feo, convertido en tabú en nombre de la hermosura que tuvo alguna vez y a la que ahora se opone por ausencia de tensión.»
Hasta en la sentencia simplista que dicta la conciencia burguesa contra la fealdad del paisaje destrozado por la industria existe una callada conformidad con que se domine la naturaleza donde ésta presente al hombre un rostro indómito. Esos destrozos llevan en su interior la ideología del dominio, pero su fealdad desaparecería cuando la relación de los hombres con la naturaleza dejara de tener ese carácter represivo, que es consecuencia de la opresión de los hombres, y no lo contrario. En un mundo asolado por la técnica, el potencial para el cambio está en una técnica que se hiciera específica, no en los esclavos que aquella técnica ha producido. Nada hay tan sencillamente feo que no pudiera perder esa su fealdad por su inclusión valiosa en una obra no hecha con gusto culinario. Lo que figura como feo es ante todo lo pasado históricamente, rechazado por el arte en busca de su autonomía y convertido así en una realidad mediatizada. El concepto de lo feo podría haber nacido al elevarse el arte de su fase arcaica, y nos señala ese permanente retorno tan propio suyo, retorno implicado en la dialéctica del entendimiento. La arcaica fealdad de esos amenazadores ídolos de los caníbales tenían su contenido, eran la imitación del miedo que nacía en ellos como un pecado. Al hacer desaparecer el sujeto adulto ese miedo mítico, vacía de contenido esos rasgos antes penetrados por el tabú: son, pues, feos comparados con la actitud de reconciliación introducida en el mundo por el sujeto adulto y su libertad viviente. Pero los viejos espantajos siguen existiendo en la historia, que no acepta la libertad y en la que el sujeto, como agente de esclavización, continúa imponiendo prohibiciones míticas contra las que sin embargo se rebela y bajo las que existe. La frase de Nietzsche de que todas las cosas buenas fueron amargas alguna vez, la idea de Schelling de lo que fue fecundo en los comienzos pudieron extraerse de sus experiencias estéticas. Cualquier contenido hundido y renacido de nuevo puede ser imaginativa y formalmente sublimado. La belleza no es el puro comienzo platónico sino algo que ha llegado a ser por la renuncia a lo que en otro tiempo se temía, y nace, en la etapa final, de la contemplación retrospectiva de su oposición a lo feo. Belleza es prohibición de prohibición, que le viene por vía de herencia. El sujeto subsume bajo la categoría abstracta y formal de lo feo cuanto condena en arte, lo sexual polimorfo y la violencia desordenada y mortal: de ahí el polimorfismo de la fealdad. Por su concepto mismo, el arte no sería nada si no apareciese lo antitéticamente contrapuesto a lo que en él mismo se hace presente de nuevo; si no existiera esa negatividad que corroe sus momentos más espiritualizados, esa antítesis de lo bello que fue antes su propia antítesis. En la historia del arte, la dialéctica de lo feo incluye en sí misma la categoría de lo bello. Desde este punto de vista, podemos llamar cursi a lo bello en cuanto feo, convertido en tabú en nombre de la hermosura que tuvo alguna vez y a la que ahora se opone por ausencia de tensión.»
[El texto pertenece a la edición en español de Ediciones Orbis, 1983, en traducción de Fernando Riaza, revisada por Francisco Pérez Gutiérrez. ISBN: 84-7530-455-9.]
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